¿Qué pasó exactamente en México el 27 de septiembre de hace 200 años?

Obra anónima, Solemne y pacífica entrada del ejército de las Tres Garantías a la Ciudad de México el día 27 de setiembre del memorable año de 1821, ca. 1822, detalle óleo sobre tela. Museo Nacional de Historia, México.
Por Alejandro Estivill, Cónsul General de México en Montreal
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Se cumplen 200 años exactos de un México independiente. Fascina imaginar ese momento: un día efervescente de júbilo, tanto de poderosos como de pueblo llano. Entraba a la capital el nuevo “Ejército Trigarante”, unión de dos bandos que habían luchado enconadamente (los insurgentes de Vicente Guerrero y los realistas de Agustín de Iturbide). Ahora era un solo ejército unido y fuerte, a favor de la independencia, surgido del “Abrazo de Acatempan”, vitorioso en la Batalla de Azcapotzalco y garante militar de los tratados de Córdoba entre Iturbide y Juan O’Donojú (último jefe político superior en la Nueva España).

Fue la entrada de tres colores, tres garantías o valores de enorme peso para el momento histórico como eran la religión (simbolizada en el blanco), la unión entre todos, incluyendo mexicanos y españoles radicados en la nueva tierra (color rojo), y la independencia (el verde). Ese emblema abarrotó balcones y solapas de todos los que asistían a vitorear al comandante Agustín de Iturbide. Él vestía de frac, botas relucientes y sombrero con tres plumas mientras portaba esa banda tricolor.

Recorrió las calles céntricas de la capital que los mexicanos sienten propias como arrugas en la mano: Bucareli, Calvario y Corpus Christi que hoy es Avenida Juárez. Pasó la Alameda, cruzó la Calle Santa Isabel (hoy Eje Central y que nuestros padres conocían como San Juan de Letrán) y recorrió, pasando junto al convento de San Francisco y la Casa de los Azulejos, todo Plateros (hoy Madero). Quizá se detuvo a ver en su balcón a la famosa Doña María Ignacia Rodríguez de Velasco, “la Güera”; un mito de mujer atractiva… y aquí hay que leer la obra de don Artemio de Valle Arizpe, La Güera Rodríguez, para dilucidar los intríngulis de ese romance. Y así en adelante hasta la Plaza Mayor.

Lo esperan los regidores del Ayuntamiento que le entregaron las llaves de la ciudad (se sumaban al júbilo de paz y acuerdos siempre en pro de la independencia). Pero se dice que Iturbide devolvió las llaves argumentando “las llaves que lo son de las puertas que únicamente deben estar cerradas para la irreligión, la desunión y el despotismo, como abiertas a todo lo que puede hacer la felicidad común, las devuelvo a Vuestra Excelencia”. Se dirigió entonces al balcón del Palacio Virreinal para, junto con O’Donojú, ver pasar el ejército entre salvas de cañones, fuegos artificiales y vitoreo acorde con el gran cambio.

El acto culminaba un cruento proceso iniciado en 1810; eran ya 11 años de batallas con momentos energéticos y estructurados del movimiento independentista y otros donde se le reducía a una guerra de guerrillas legítima, pero aislada. Según muchos historiadores, el esfuerzo por la independencia data quizá de un par de años más atrás, cuando en 1808, el emperador francés Napoleón III derrocó a la monarquía española y se apoderó de la Corona. En México, Francisco Primo de Verdad resolvió la ingobernabilidad que aquella conquista generaba en las colonias, haciendo evidente que la soberanía sobre las tierras “mexicanas” recaía en el pueblo. Pero su reflexión, tan justa como resolutiva, fue acallada por un golpe de Estado encabezado por un noble, Gabriel de Yermo, quien tomó el palacio y aprehendió al virrey José de Iturrigaray para nombrar peleles favorables a los ricos comerciantes, ante el temor por las consecuencias incontrolables de la independencia.

Lo importante es que, desde entonces, la fuerza independentista había influido en todos los pensamientos, incluyendo el de los mismos privilegiados miembros de las oligarquías novohispanas y de la iglesia. Sin embargo, estos no acababan de aceptar la causa porque los movimientos insurgentes tenían un fuerte influyo popular que a muchos atemorizaba. Iturbide, en su pacto con Guerrero, tuvo la visión de incorporar un pragmatismo único, quizá gradualista pero necesario en la transformación mexicana. Había que dar señales de unión entre todos, de respeto incluso a muchos privilegios como los de la iglesia dejando esa asignatura pendiente para años después con las Guerras de Reforma.

Si de buscar la independencia se trataba, a Iturbide y Guerrero les era necesario avanzar por la vía de un pacto, dando señales de que los interesados, todos formando parte de la compleja sociedad novohispana, no sufrirían con cambios drásticos y ganarían eliminando el yugo fiscal y la merma que España les hacía. Ello era acorde incluso con ofrecer la corona del nuevo país, México, al propio Rey Fernando VII, sin que como monarca él pudiera modificar la soberanía radicada en los pobladores de un nuevo país.

Algo era claro: el consenso era la independencia. En los años más cruentos de ese principio del siglo XIX, la corona española no estuvo dispuesta a ceder un milímetro para reducir el encaje fiscal y la merma que insensiblemente hacía a las rentas y a los productos de su colonia. España era cruel ante hechos como, por ejemplo, la enorme disminución de la producción de minerales, la cual estaba a un tercio de su ritmo en 1820; la corona continuaba cobrando el mismo rédito que en años anteriores.  España era ciega ante una agricultura afectada por inseguridad, saqueos, falta de mano de obra, malas cosechas, lo que llevó a la producción de haciendas a la mitad de sus niveles normales; pero se seguía exigiendo el envío del total de impuestos y comisiones para sufragar problemas europeos.

Dentro de la milicia, las tropas españolas que llegaban para combatir la insurgencia recibían todos los privilegios y mejores salarios por encima de combatiente, oficiales, mandos criollos y mestizos que peleaban de su lado. Simplemente España no entendía el sentir general, ya maduro y adulto, prevaleciente en la colonia. Iturbide y Guerrero lo entendieron y por ello pactaron un proceso más concesivo para la iglesia, el ejército local, los comerciantes y los propietarios, quienes antes habían preservado reservas ante una deseada independencia por su posible radicalidad.

Mucho se puede deducir de esta inteligencia pragmática de Iturbide para “consumar” en todo sentido lo que tenía que ser consumado y que requería ofertas a todos. Muchos de los problemas de encono entre liberales y conservadores, entre oligarquías y pueblo, entre privilegiados y desplazados vividos en las décadas posteriores surgieron de esa forma de integrar la necesaria independencia. México ha estado bregando en un largo camino para subsanar las grietas que ello produjo. En ello mismo Iturbide llevó su condena al aceptar el vitoreo de las masas que lo hicieron emperador por unos meses y luego impulsaron su deposición en marzo de 1823. Pronto el Congreso, también resultado de diatribas entre grupos más radicales y otros que buscaban la preservación de privilegios, lo declaró “traidor y fuera de la ley en caso de que se presente en el territorio mexicano… enemigo público del Estado” como igual se declaraba a todo aquel que le ayudase… Qué lejos quedaba del momento de gloria, rojo, blanco y verde, que alcanzó el 27 de septiembre de 1821.


Alejandro Estivill es diplomático de carrera del Servicio Exterior de México, con el rango de Embajador. Se ha desempeñado principalmente en América del Norte, y en las áreas de cultura y asuntos consulares. Es escritor y ha publicado las novelas El hombre bajo la piel, Alfil, los tres pecados del elefante, premio AKRÓN novela negra 2019. Es promotor cultural y especialista en lingüística e intercambio cultural internacional.