Relato: La bruja renuente

Por Cecilia Lira

Todo comenzó en 1991, cuando mi esposo, Carlos, fue despedido de la firma donde había trabajado por treinta años. Acababa de regresar a trabajar, después de una larga convalecencia de una peritonitis que casi lo mata. Carlos había sido un alto ejecutivo de una gran corporación donde había laborado desde sus veinte años. Ahora, a los cincuenta, encontrar un puesto similar era casi imposible. Teníamos una hija de dieciséis años y un hijo de diez. En el fondo de todo esto estaba el conflicto interno entre el gobierno peruano y el grupo terrorista Sendero Luminoso.

Nuestra situación era crítica. Recé mucho. Pero yo sabía que Dios ayuda a los que se ayudan. Así es que también pasamos a la acción. Vendí la mayor parte de nuestros muebles, el menaje de casa y mi carro. Alquilamos nuestra casa y nos mudamos a un departamento pequeño.

Después de cinco meses de desempleo, finalmente Carlos encontró un trabajo como vendedor en el concesionario de los autos rusos LADA. Él nunca había vendido nada en su vida, y el sueldo era mucho más bajo de lo que jamás había ganado, pero se tragó su orgullo y aceptó. Carlos era el mayor en el grupo de jóvenes vendedores, quienes en broma comenzaron a llamarlo: “Papá”.

Llegó octubre y aunque Halloween no era tan popular en Perú, mi hija y yo decidimos ir a recoger a Carlos del trabajo, disfrazadas de brujas. Pensamos que haríamos reír a todos los vendedores. Estos se sorprendieron de vernos con nuestros sombreros, narices postizas y maquillaje verde.

“¡Qué lindas las brujitas!”, nos dijeron.

Nunca me imaginé las consecuencias de nuestra pequeña broma.

Cerca del fin de año las ventas de LADA eran más bien: ¡NADA! Mi querido esposo no había vendido un solo carro.

Fue entonces que mi amiga, Nora, hizo una sugerencia. “¿Por qué no agarras un manojo de ruda y salpicas toda la tienda?

La ruda o ruta es un arbusto de hojas perennes que se ve en casi todas las bodegas del Perú. Se cree que la ruda absorbe las vibraciones negativas y trae bendiciones a las casas o negocios. ¡Y huele a flores podridas!

“¿Por qué haría eso?” le dije a Nora. “Creerán que estoy loca. Además, esas hojas apestan mucho. ¿Quieres que despidan a Carlos?”.

“No, Ceci”, me dijo Nora. “Mira. Cuando las ventas están bajetonas en la joyería, mi compañera trae ruda y salpica todas las vitrinas de exhibición. La primera vez el dueño se puso muy molesto, pero funciono tan bien, que ahora, cuando ella lo hace, él mira para otro lado. ¡Por lo menos, trata!”

Pensé en mi pobre marido y en los vendedores desanimados, con la moral baja. ¿Qué daño podía haber? Yo siempre bromeaba con los jóvenes. Aún si esto era una tonta superstición, tal vez les levantaría el ánimo.

Entonces, a la mañana siguiente, llevé a la tienda de autos una jarra de agua mezclada con hojas de ruda y salpiqué a todos los vendedores, como si fuera agua bendita. Al finalizar la jornada, cada vendedor, incluso Carlos, había vendido, por lo menos, un auto.

Muy temprano al día siguiente, el teléfono sonó. Era un vendedor que no había estado en las oficinas el día anterior. Quería que también lleve ruda para él. Fui y, riendo, lo salpiqué de pies a cabeza. ¡Pero al día siguiente vendió dos carros! Y de allí en adelante las ventas mejoraron.

¿Coincidencia? Por supuesto. Me imaginé que los vendedores necesitaban relajarse para convencer a los clientes. Y dio resultado. Hasta que comenzaron a pedir ruda con cierta frecuencia, y comenzaron a llamarme “la brujita”.

Esa parte ya no me gustó tanto.

Tiempo después, Roger, uno de los vendedores, me llamó para contarme que el limpiador de la sala de exhibición se estaba muriendo.

“Pero… ¿Por qué me llamas a MÍ?”, le pregunté. “¡Llévenlo a un médico!”

Roger me dijo: “Señora Lira… Este… Nos preguntamos si usted podría sanar a Pedro”.

“¿QUÉÉÉ?”, le dije, “¿Qué se han creído? ¿Qué soy en verdad una bruja?”.

“Sí, señora, digo, ¡no, señora!”, contestó Roger. “Disculpe. Quizás todo está en su mente, pero Pedro viene de un pueblo de la selva amazónica. Y… Bueno… Su ex le envió un muñeco pinchado con alfileres. Él ha perdido peso y tiene ojeras. Se desmayó en el sótano de la tienda y sigue diciendo que va a morir del maleficio. Por favor. Por favor, ayúdelo”.

¡Mierda!, pensé. ¡El estúpido disfraz que usé!  ¡La condenada ruda! Seguramente no se morirá. ¿Y si se muere? No quiero tener eso en mi conciencia.

“Mira, Roger” le dije. “Para comenzar, cuando Pedro esté cerca de ustedes, comenten cómo mis poderes los ayudaron a vender autos como cancha. Después… Algo se me ocurrirá.”

Dejé que mi fama circulara por unos días, antes de pasar por la tienda. Cuando Pedro se acercó a saludarme, le tomé la mano y escudriñé sus ojos, frunciendo mis cejas, con preocupación.

“¿Te has sentido mal últimamente?” le pregunté. “¿Has tenido mareos, falta de sueño, miedo y confusión?”

Pedro comenzó a temblar.

“¡Sí, señora! Exactamente.”, me dijo.

Lo conduje fuera de la tienda y bajé la voz. “Lo he visto en tus ojos. Alguien trató de hacerte brujería, pero no te preocupes, no lo ha logrado.”

Creí que con eso mi tarea estaba cumplida, pero, de repente, Pedro se puso a llorar. Entre sollozos me confesó que había dejado a su mujer y a un niño en la selva y había venido a Lima a comenzar una nueva vida. Lo calmé lo mejor que pude, insistiendo que la brujería no había funcionado. “De todas maneras”, le dije, “mañana vamos a tener una sesión de sanación, por si acaso”.

Esa noche tuve insomnio. La cabeza me daba vueltas. Lamenté mi escaso conocimiento de las artes esotéricas, de hechizos, amuletos y maleficios. ¿Qué rituales llevaría a cabo una bruja decente? Aunque el ritual en sí, era lo de menos.

Si él estaba realmente enfermo, nada que yo hiciera lo sanaría. Pedro no tenía fe en la medicina moderna. Aun si la hubiera tenido, no tenía medios para ir a un doctor. Al final, resolví actuar conforme a lo que yo creía:

Dios es misericordioso con nosotros, lastimosos pecadores.

Si las plegarias sinceras no curaban a Pedro, no había nada más que hacer. Por tanto, recé.

Al día siguiente me encontré con Pedro cerca de la tienda. Puse mi mano sobre su frente y le dije: “Primero, perdona a la mujer que trató de hacerte brujería. Segundo, perdónate a ti mismo por ese pecado de juventud. Tercero, busca el perdón de Dios, y ten fe en Su misericordia. Y, finalmente, no se te ocurra regresar a la selva… ¡Carajo!

Pedro asintió a todo, cerrando los ojos y con las manos unidas en ferviente oración.

Poco tiempo después él recuperaría su apetito, su sueño y su alegría de vivir.

¿Coincidencia? Ya no sé qué pensar… Tal vez la brujería realmente lo hizo enfermar, o quizás todo estuvo en su mente. Tal vez mis oraciones realmente lo sanaron. O quizás todo se debió a la fe, que, al final es el poder más fuerte.

De cualquier modo, me sentí orgullosa de la pequeña parte que tuve en la sanación de Pedro.

De ahí en adelante, en la tienda LADA, me llamaban: la brujita.


Traducción al castellano de la propia autora de su relato “The reluctant witch”, presentado en el show Lip-Service del Miami Book Fair 2017. Este relato es un extracto del próximo libro de la autora titulado El IV sello.

Cecilia Lira, escritora peruana, radica en Canadá desde 1992. Ha publicado los libros Cartas desde la nieve y Calle Buena Muerte N° 820. Más información sobre la autora.