El vendedor

Una atmósfera de fantasía y ciencia ficción mezclada con un ambiente onírico es la que atraviesa este inquietante relato del escritor colombiano Gerardo Ferro.

Por Gerardo Ferro Rojas

Ilustraciones de El Santo

El vendedor aterriza sin problemas en la puerta del edificio. Son las diez menos diez en su reloj. Justo a tiempo. El vuelo lo ha desarreglado un poco, por eso se acomoda el saco y la corbata, peina su cabello con la mano, agarra bien su maletín y se dispone a entrar.

Junto a la puerta del elevador hay a una mujer con un perro en los brazos. La mujer lo mira consternada y por encima del hombro. El perro empieza a ladrarle y el vendedor se siente incómodo. Las puertas del ascensor se abren. Rápidamente analiza la situación. Se decide por las escaleras antes que subir al lado del perro.

—Buenas noches —dice dando un paso hacia atrás. La mujer, en cambio, entra con su mascota sin dejar de mirar las alas negras del vendedor.

Cuando llega al séptimo piso toma aire. El trabajo no le da tiempo para el ejercicio, por lo que su estado físico hace mucho que no es el mejor. Además, está el insomnio de las últimas semanas. Ni siquiera ellos escapan de él. Se le ve cansado y ojeroso. Las luces del pasillo son de un amarillo sofocante. Tres de los bombillos no funcionan. Salvo por el ruido de un televisor en el 703, el pasillo está en completo silencio. Casi puede sentir la vibración de sus pasos subiendo desde las piernas hasta llegar a los oídos. Se detiene frente a la puerta del 706. Vuelve a acomodarse la ropa y el cabello. Respira profundo y va soltando el aire lentamente. Ya está allí; no tiene más remedio que tocar el timbre. Escucha los pasos apresurados de alguien, la respiración agitada al otro lado de la puerta intentando calmarse antes de abrir.

Por la puerta entreabierta aparece el rostro agotado de una mujer.

—¿Es usted… Io Vangogh? —pregunta el vendedor mirando el recibo que saca de su chaqueta. Por lo general utilizan seudónimos, pocos clientes dan su verdadero nombre.

—Lo estaba esperando —dice la mujer terminando de abrir—. Pase.

El vendedor entra.

—No sabía que llevaran alas —le dice la mujer cerrando la puerta.

—Es un lindo apartamento…—dice el vendedor mientras lo observa, aún en el recibidor, tratando de desviar la conversación a otro punto. Pero Io Vangogh le vuelve a preguntar por las alas.

—Ah, sí, las alas. No se asuste, no son de nacimiento. La empresa nos las proporciona para trasladarnos con mayor facilidad. ¿Puedo dejarlas en algún sitio?

—Sí, claro —dice ella quitándose de la puerta y caminando velozmente hasta el sofá de la sala—. Puede colocarlas aquí, sobre el sofá.

El vendedor le sonríe, se quita sus alas negras, las dobla con cuidado y se dirige con calma hasta el sofá. Luego se sienta y cruza las piernas.

—¿Hace cuánto vive aquí?

Io Vangogh no tiene ganas de conversar. Le dice cualquier cosa por salir del paso.

—Debería relajarse un poco —le aconseja el vendedor.

—No puedo—le dice ella mientras va de un extremo a otro de la sala—, por eso mismo los he llamado: ya son tres días sin dormir; logro conciliar el sueño una hora pero las pesadillas vuelven de inmediato. ¿Por qué se demoró tanto?

El vendedor 1

El vendedor mira su reloj.

—Son las diez en punto. Llegué a la hora indicada, ni un minuto más ni un minuto menos. La puntualidad es nuestra mayor virtud. Debe tranquilizarse, de lo contrario de nada servirá la operación. ¿Podría darme algo de beber?

La mujer intenta sentarse en el sofá pero la petición del vendedor se lo impide. Llega a la cocina en tres zancadas.

—¿Quiere agua? —le grita desde allí.

—¿No tiene algo más fuerte?

A Io Vangogh le extraña la petición pero igual regresa con un vaso de whisky.

—Lo único que he tomado en estos días es agua y café para no dormir. Las pesadillas son horribles—dice, y permanece de pie.

Está ansiosa. Tiene cara de querer lanzarse por la ventana de su apartamento. Tiene cara de querer meter su cabeza en el horno de la estufa y hacer estofado de sesos. El vendedor lo sabe, conoce muy bien esa sensación.

—Usted es mi último cliente del día, ¿no le gustaría conversar un poco? —le propone.

—¿Conversar? ¿De qué quiere conversar?

—No sé, nunca converso con un cliente. ¿Por qué no se sienta?—le propone el vendedor, señalando el espacio vacío en el sofá.

—¿Y por qué quiere hacerlo conmigo, por qué ahora?—le pregunta ella, sin sentarse.

—Tampoco lo sé. Tal vez porque es mi último cliente del día y tengo tiempo suficiente. Por ejemplo, ¿a qué se dedica? ¿Cuál es su verdadero nombre?—él mismo se sorprende de su repentino interés. Es la primera vez que le pregunta el nombre a un cliente.

La mujer lo mira con extrañeza, tal vez intuye que al vendedor le interesa conversar por otras razones, como si también él deseara meter su cabeza en el horno de la estufa. Pero rápidamente se olvida de eso y se concentra en lo importante.

—Usted no quiere saber a qué me dedico. Mi nombre es lo menos importante de todo.

—Me gustaría saberlo—dice el vendedor encogiéndose de hombros.

La mujer sigue sin responder, estática frente al sofá.

—¿Cuándo comenzaron las pesadillas? —pregunta entonces el vendedor, también por primera vez en toda su carrera, rompiendo aún más la estricta distancia que debe existir entre vendedores y clientes.

—No estoy segura. Hace dos meses, quizá.

El vendedor intenta decir algo, pero su voz se silencia antes de salir de su boca. No puede hablar; también él está cansado. De repente siente un deseo enorme de marcharse.

La charla es imposible.

—¿Dónde quiere que realicemos el procedimiento? —le pregunta por fin, dejando el vaso de whisky sobre la mesa de centro.

—No importa dónde. Aquí mismo, si es posible—dice ella, y sólo entonces se sienta en el sofá. Su mirada se concentra en el televisor encendido.

El vendedor abre su maletín. Saca un pequeño computador portátil del que se desprende un complicado mecanismo de tres gruesos cables unidos por un epicentro circular. El cable principal va conectado al computador. El segundo termina en un casco con pequeños sensores, y el tercero va a parar a las terminales del televisor. Del maletín saca un estuche con varios discos y elige uno:

Sueños Perfectos (1ra dosis regulada).
Cliente #4634: Io Vangogh.

El vendedor introduce el disco en el computador y pone el casco en la cabeza de la mujer.

—¿Lista?

Io Vangogh asiente ligeramente. El disco carga y el vendedor acciona el traspaso de sueños. La pantalla del televisor empieza a ser bombardeada. Las pupilas de la mujer se dilatan. El vendedor se retira a una distancia prudente. Es este el momento que más goza de su trabajo. Quizá el único. Lo cansa tener que volar por la ciudad diariamente, visitar clientes desesperados, tener que lidiar con tantas pesadillas sin solución, con tantos insomnios auto-prolongados hasta la locura. En la ciudad ya nadie duerme tranquilo. Él lo sabe muy bien, pero a diferencia de sus clientes, ¿quién tocará a la puerta de su apartamento para venderle algún sueño perfecto esta noche? Por eso pidió un whisky y quiso conversar. Por eso disfruta tanto de ese momento en el que una serie de sueños prefabricados empiezan a poblar una mente ajena.

La operación toma quince minutos cuando son clientes nuevos. El cuerpo de Io Vangogh cae lentamente sobre el sofá de la sala. El vendedor desconecta el casco con cuidado para no despertarla, guarda el disco con los demás y cierra su maletín. Desde un último vestigio de vigilia, la mujer lo mira.

—Cierre la puerta cuando salga—le pide, y alcanza a susurrar un nombre.

—¿Cómo? ¿Qué dijo?—le pregunta el vendedor agachándose frente a ella—. ¿Qué nombre dijo?

Es inútil. La mujer ya está profundamente dormida y no puede escucharlo. El vendedor la contempla. Sigue igual de cansado y asqueado que al principio. La mira por un largo instante. Después agarra el vaso de whisky y lo termina. A veces suele revisar el apartamento de sus clientes mientras estos duermen e imaginarse sus vidas. Pero no esa noche; se siente demasiado cansado para hacerlo. Entonces sacude sus alas y se las pone. La puerta está cerrada, pero el ventanal del balcón está abierto. No necesita pensarlo mucho. Se decide por el balcón y sale volando.

Gerardo Ferro Rojas (Colombia, 1979). Escritor y periodista, candidato a la maestría en Estudios Hispánicos de la Universidad de Montreal. Ha publicado los libros de cuentos Cadáveres Exquisitos (2003) y Antropofobia (2006), y las novelas Las Escribanas (2012) y Cuadernos para hombres invisibles (2016). Reside en Montreal desde 2012. Leer más artículos del autor.

El Santo (Colombia, 1983). Ilustrador y ceramista: ferrroj.blogspot.com

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