Mi padre, un migrante

"Aquí tranquilo", solía decir mi padre cuando se le preguntaba cómo estaba. En esta foto, en una calle de Nueva York, ganándole una pausa a la vida.

Esta es la historia de un hombre que un día tuvo que marcharse lejos de casa detrás de un sueño familiar y ya no pudo volver. Décadas después, su hijo lo recuerda desde la misma condición: errante, viajero, inmigrante.

Por David Arias

Era sábado a mediodía. Yo estaba acostado en mi cama, oyendo un programa de radio. De repente sonó el teléfono. Era el número de mi padre. Al otro lado, una voz en inglés preguntó por mi nombre. Quiso saber si conocía al señor Arias.

–Sí–respondí.

–¿Qué relación tiene con él? –preguntó.

–Soy su hijo.

–Bien–me dijo.

Entonces me informó lo que había sucedido.

Una noche de noviembre, a finales de los ochenta, mi padre se fue de casa. Yo era entonces un niño de seis años, a punto de cumplir los siete, y mi mayor felicidad era jugar. Esa noche mi padre entró en la alcoba. Con aire grave me miró a los ojos, tomó mi rostro entre sus manos, pronunció algunas palabras, dio media vuelta y se fue.

Algo extraño acababa de ocurrir. Mi padre nunca me hablaba así. Esa vez había hablado desde el fondo de su corazón. Vi en su mirada a un hombre firme pero conmovido. Un hombre fuerte y decidido que estaba haciendo “lo que tocaba”. Nunca lo vi llorar, tampoco lamentarse.

Mi padre salió esa noche de casa con rumbo desconocido. Nadie sabía a dónde iría ni mucho menos si regresaría. Al cerrar la puerta, ese niño de seis años siguió sumido en sus juegos. La despedida de su padre solo había sido un pequeño paréntesis en su rutina lúdica diaria.

Días después, el teléfono suena. Una llamada de larga distancia. Es mi padre quien nos habla. Había cruzado la frontera entre México y Estados Unidos y ahora estaba en Nueva York, dispuesto a empezar una nueva vida. ¿Cómo hizo para llegar? ¿Cómo había sido el viaje? Los detalles de su travesía los reveló poco a poco a través de cartas y conversaciones telefónicas. Entonces supe de algunos lugares que ahora formaban parte de la geografía familiar: Tegucigalpa, Hermosillo y Tucson, entre muchos otros. También aprendí que en la frontera entre México y Estados Unidos había unas personas llamadas “coyotes” que se encargaban de conducir a los migrantes al otro lado de la frontera.

No era la primera vez que mi padre emigraba. Mucho antes había estado en Europa, después en Argentina (donde vivió cinco años), y también en Canadá (precisamente en Montreal) donde trabajó poco más de un año. Era mi padre un hombre andariego, “un judío errante”, como solía definirse.

Aunque expuesto a ciertos riesgos, el viaje de mi padre no tuvo grandes contratiempos. Tal vez el mayor de ellos había sido el tener que permanecer durante horas en una especie de cañada, ya muy cerca de la frontera, en espera de que el “coyote” regresara. “Hubieran podido dejarnos ahí abandonados a nuestra suerte”, relataba mi padre, “sin que nadie se enterara”. Por fortuna no fue así. El “coyote” regresó y ayudó a todo el grupo a pasar la frontera. “Nos hicieron subir en la parte trasera de una camioneta, metidos todos boca abajo, tapados con una lona. Parecíamos salchichas enlatadas, apretujadas unas junto a otras. Nos moríamos de calor”.

La suerte, al parecer, le sonrió a mi padre en los Estados Unidos. Muy pronto consiguió trabajo en un restaurante en Long Island, donde ganaba bien aunque trabajando duro. Sus días libres los pasaba en su habitación descansando, dando un paseo en los alrededores del restaurante, o en la playa si el clima se lo permitía. A ese hombre solitario que ya para entonces era mi padre no parecía faltarle nada. Tenía entonces cincuenta y cuatro años y mucha energía para trabajar.

Al cabo de tres años mi padre regresó a su país de origen. Había sacado unas vacaciones y quería pasarlas junto con su familia. Yo tenía nueve años y mis ganas de jugar seguían intactas como aquella noche cuando tenía seis. Por esos días conocí el mar. Aún recuerdo la sensación de asombro cuando lo divisé de lejos por primera vez. Qué grandioso me pareció el mar. Qué inmenso e indescriptible.

Los veinticinco días de sus vacaciones se fueron para mí como un suspiro. A su regreso lo despedimos en el aeropuerto. Entonces lloré. Lloré mucho porque mi padre se iba de nuevo. Ni él ni yo imaginamos que pasarían más de veinte años antes de volver a vernos.

¿Veinte años? Sí. Veintitrés, para ser exactos. ¿Por qué tanto tiempo? Es difícil explicarlo. En el transcurso de esos años, algunas cosas cambiaron en la vida de mi padre. Por decisión personal, abandonó su trabajo en Long Island y se mudó a Nueva York. Al cabo de un tiempo se enteró de que la abogada por medio de la cual había tramitado su tarjeta de residencia estaba metida en problemas. La suya, al parecer, era una tarjeta fraudulenta. Esto no fue sin embargo un obstáculo para que mi padre siguiera trabajando: tenía el documento del seguro social y la licencia de conducción. Los abogados que posteriormente contactó para obtener la codiciada “tarjeta verde” le hicieron perder dinero y, con el tiempo, todo deseo de continuar con el empeño. Sucesivos gobiernos pasaron por la presidencia sin que amnistía o reforma migratoria alguna llegara. Así que mi padre, confiado siempre en su buena salud, siguió trabajando. Y no solo trabajó, sino que respondió. Tal vez no se imaginó que haber desistido de conseguir los papeles iría a traducirse en veintitrés años de ausencia.

Con todo, mi padre nunca se lamentó, aunque guardaba la esperanza de que algún día nos reencontráramos.

¿Cuántas cosas no pasan en la vida de una persona en veintitrés años? Yo había crecido, estudiado, trabajado. Había cursado una carrera, me había enamorado…Mi padre, por su parte, parecía sentirse cada vez más cómodo en medio de su exilio. Hablábamos todas las semanas, una o dos veces, o a veces más, para contarnos cosas, o simplemente para reflexionar sobre los mismos temas de siempre. “El pasado es un mero recuerdo. El futuro, una ilusión. Solo cuenta el presente”, solía decir. Hablábamos de las noticias, de la vida, de tantas ideas que pasaban por su cabeza en aquellos años de soledad autoimpuesta. Se describía como panteísta. Sin ser creyente, era un buen conocedor de la Biblia. Un tipo  muy curioso que leía cuanto libro y papel escrito caía en sus manos. Aceptaba la vida como venía. Y ese fue su gran secreto. Por eso nunca se quejó.

Es probable que mi padre nos extrañara. Es probable que, en momentos de soledad, quisiera llamar y hablar un poco para, como dijera alguna vez, “romper este silencio”. Es probable que muchas veces hubiese deseado estar allí, al lado de sus hijos, compartiendo los momentos importantes de sus vidas. Pero mi padre, en cierta forma, sí estuvo. Fue un padre ausente que, en la distancia, siempre estuvo. Se enteraba de lo que hacíamos, nos escuchaba y, desde luego, aconsejaba. Algunos decían que era mejor un padre así, que aunque lejos acompañara, y no uno de esos que, estando presentes, viven siempre como ausentes. “En la vida hay que aprender a perdonar (perdonarse uno y perdonar a otros) y también a pedir perdón”, era otra de sus consignas.

Instalado en Jackson Heights, en el condado de Queens, tuvo mi padre diversos empleos. Durante quince años trabajó en un laboratorio de fotografías ubicado en Manhattan. Todos los días, en la mañana, salía temprano para ir desde su casa hasta el trabajo en la línea 7 del metro. Sin embargo, el advenimiento de las tecnologías digitales y la masificación de cámaras y celulares resintieron las finanzas del laboratorio. A partir de entonces inició un peregrinaje que incluyó panaderías y restaurantes, una caballeriza en pleno corazón de la ciudad y el Abierto de Tenis de Estados Unidos, donde pudo comprobar que esos tenistas eran unos “verdaderos atletas”. Las Torres Gemelas habían caído y mi padre continuó con su vida, siempre firme como de costumbre (más adelante nos revelaría que horas antes de aquel ataque había transitado en cercanías del mismo sitio donde esos dos grandes monumentos de la arquitectura moderna se desplomaron).

Pero en Estados Unidos veinticinco años de trabajo no son suficientes para obtener la residencia. Por tal motivo nunca pudo cobrar su pensión, a pesar de que por el tiempo trabajado tenía derecho a hacerla. ¿Por qué no casarse con una norteamericana?, le aconsejaron muchas veces. Es lo que todo el mundo hace. Pero no, eso no estuvo entre sus planes ni tampoco entre sus principios. Además, al igual que con los abogados, un matrimonio de esos no se consigue a cambio de nada. Mi padre ya había tomado la decisión: todo el dinero que consiguiera sería destinado a la educación de sus hijos y al bienestar de su familia. Un bienestar que no consistía en darnos lo mejor (como piensan muchos hoy), sino lo necesario. Fue la nuestra una vida austera, sin riquezas pero sin privaciones. Fue su familia su motivación, la razón por la que mi padre trabajó hasta que su cuerpo se lo permitió. Y su cuerpo se lo permitió hasta poco antes de cumplir los ochenta años.

Aquella helada madrugada de febrero, en el aeropuerto JFK de Nueva York, pude abrazarlo de nuevo. Allí estaba él, en primera fila, vistiendo una de sus habituales gorras. Aquella tenía una leyenda que hacía referencia a la entrañable relación entre padre e hijo. Veintitrés años habían pasado. “Por fin”, me dijo al oído mientras nos abrazábamos. “Por fin”, repetimos ambos discretos pero emocionados.

Mientras cruzábamos el aeropuerto, yo lo miraba atentamente, intentando reconocerlo después de tanto tiempo. Era un hombre diferente al que recordaba. Ya no era más aquella voz que cada semana escuchaba a través de una línea telefónica. Era un hombre de carne y hueso cuyas cuerdas vocales emitían esa misma voz. Aún persistía en mi memoria el recuerdo de aquel hombre que una noche cualquiera de finales de los ochenta entró en mi alcoba para despedirse. Con setenta y siete años a cuestas, gozaba todavía de buena salud. Mi padre conservaba ese andar rápido que lo había caracterizado en sus años mozos y una entereza y estado físico casi envidiables.

Yo, mientras tanto, estaba a punto de convertirme en inmigrante. Empezaba a recorrer un camino que muchas veces él había transitado. Ahora seguía su ejemplo: quería volverme un judío errante, un andariego como él.

Por eso no debí sorprenderme cuando aquel sábado a mediodía, mientras oía un programa de radio, la voz en inglés de un oficial de la policía me comunicó la noticia. Llamaba a decirme que mi padre, una vez más, se había ido. Esta vez para siempre.

*Escrito en memoria de Guillermo Arias (1936-2018).


David Arias es colaborador y uno de los fundadores de la Revista HispanophoneLea más artículos del autor.