De conejillo en estudio clínico en Montreal

(Imagen: clinicaservet).

Varios laboratorios del mundo ya realizan pruebas médicas en humanos para dar con la vacuna contra el Covid-19. ¿Qué es lo que viven estos “conejillos de Indias” durante el proceso? Esta es la historia de un hispanocanadiense de Montreal que, a falta de empleo, se sometió a pruebas pagadas en una clínica como parte de un estudio experimental para otros tratamientos médicos.

Por David Arias

Seventy, número soixante-dix, grita la voz de una enfermera. Alzo la mano para indicar mi presencia. “¿Desinfectado?” pregunta ella. “Sí”, respondo. La enfermera toma mi brazo entre sus manos y pulsa mis venas con sus dedos. Luego mira el reloj. “Respire profundo”, me dice, introduciendo enseguida la aguja en mi piel y haciendo contacto con mi vena. Entonces veo mi sangre correr dentro del tubo. El procedimiento dura menos de medio minuto. La enfermera retira la aguja y pone sobre mi vena un copo de algodón. “Presión por dos minutos”, me dice. Le doy las gracias y me levanto.

“¡Seventy one… numero soixante-onze!”, llama otra vez la enfermera. La número setenta y uno se levanta de su silla y ocupa ahora mi lugar. La enfermera replica el mismo procedimiento con ella y con los números setenta y dos, setenta y tres, setenta y cuatro, hasta llegar al noventa. En ese momento, la cuenta volverá a empezar: one, número un;   two, número deux

Estoy en una clínica. He tomado parte de un estudio experimental.

Hace más de dos años intenté sin éxito participar en uno. Fui descartado por los resultados del electrocardiograma. “No es nada grave”, me dijo entonces otra enfermera. “Su salud está bien, solo que para este estudio necesitamos un índice PR de 110, y su electrocardiograma dio un resultado de 106”, me explicó ante mi pregunta sobre qué significaba aquello. Un poco más tranquilo, tomé mis cosas y volví a casa entre aliviado y desconcertado.

Desde entonces, cada semana recibo sin falta en mi correo electrónico invitaciones para participar en otros estudios. No había tenido el valor de hacerlo, y quizá tampoco la necesidad. Solo que ahora…

Ahora cuento con algunos ahorros, puedo cubrir dos o tres meses de renta y mis necesidades básicas. Me gustaría tener algo más de dinero y cubrir así otros tres meses de renta más necesidades básicas sin tener que trabajar. Claro que lo he pensado mucho antes de hacer esto. Es tan fácil y a la vez tan complicado: basta pulsar una tecla para inscribirme. ¿Lo hago? ¿No lo hago? Lo he hecho, sí. Ahora falta esperar una llamada. ¿Me llamarán?

Al día siguiente mi teléfono suena. Es un número desconocido. Sin embargo, contesto. Al otro lado una voz masculina. Es un agente de la compañía de estudios clínicos. Me dice que ha visto mi inscripción en línea y que me está contactando para darme algunas explicaciones. “El estudio para el que se inscribió no está disponible”, me informa. “Pero hay otros dos que quizá le pueden interesar”.

Con voz insegura, el hombre me explica las características de cada estudio. Con voz igual de insegura, yo le respondo que me interesa el segundo. “Muy bien”, me dice. “Es un estudio de cuatro mil dólares. En caso de aceptar, deberá permanecer en la clínica desde el domingo en la tarde hasta el jueves en la mañana”.

Lo escucho en silencio. Cuatro días en una clínica me parece un poco largo. Como si leyera mis pensamientos, el hombre continúa describiendo las bondades del estudio: “a diferencia de otros”, me dice, “este no exige visitas de retorno. A la salida, usted tendrá doscientos dólares en el bolsillo. ¿No le parece un buen negocio?”.

Doscientos dólares en el bolsillo, cuatro noches en otro lugar. Estaré acompañado de otras personas que, al igual que yo, se prestarán para hacer las veces de conejillos de Indias en un estudio experimental. Poner la sangre y las venas al servicio de la medicina y de la industria farmacéutica. Entre eso y no tener nada…

“Tendrá que hacer esto mismo cuatro veces, en intervalos de entre dos y tres semanas por cada estadía”, continúa el agente, decidido a reclutarme. “En total recibirá cuatro mil dólares”, me recuerda.

Cuatro mil dólares. ¿Cómo negarse a obtener cuatro mil dólares en mi situación? No tengo trabajo. No estoy haciendo nada en casa. Mi familia está lejos. Vivo solo. No tengo mucho que perder. Al otro lado de la línea, el hombre espera mi respuesta.

“Está bien”, digo por fin. “Leeré el contrato. Si algo no me gusta, puedo retirarme, ¿no es verdad?”. “Claro, claro”, me dice el agente. “Su participación es voluntaria. Podrá retirarse en cualquier momento si así lo desea”. Muy bien, me digo.

La llamada concluye. Sentado en una silla, pienso y medito. Pasados cinco minutos, mi teléfono suena de nuevo. Esta vez no es una llamada, sino el sonido que notifica la recepción de un correo electrónico.  Miro de reojo. El mensaje viene acompañado de un archivo adjunto con las veintidós páginas del consentimiento informado del que momentos antes me  ha hablado el agente. Doy un vistazo a la primera página: “Estudio de dosis única para evaluar la equivalencia entre las formulaciones comerciales de risedronato 35 mg fabricadas en dos sitios entre pacientes sanos”.

No entiendo nada, pero el grado de detalle con que está presentada la información me da una gota de confianza. El risedronato, aprenderé enseguida, es utilizado para el tratamiento de la osteoporosis. En cada estadía nos será suministrada una píldora de 35 miligramos, a lo cual seguirán treinta y seis tomas de sangre, algunas de ellas en horas de la noche. El texto explica, entre otras cosas, posibles riesgos y efectos secundarios del estudio, dejando en claro, además, que la sangre podrá ser utilizada con fines comerciales. Decido hablar con una amiga enfermera, quien desde ese momento se convierte en mi asesora personal en temas de salud.

“A mí me parece algo loco hacer esto”, le confieso. “A mí también”, me dice ella. Luego, para tranquilizarme, me dice: “Pero no te preocupes. El cuerpo elimina eso”.

Es lo que yo pienso. Me digo a mí mismo que cada quien escoge a quién empeñar su alma. Y también su cuerpo.

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Los exámenes médicos han salido bien. El electrocardiograma ha arrojado un valor por encima de 110 y he sido seleccionado para participar en el estudio sobre el risedronato.

Ahora es domingo por la tarde y dentro de poco debo partir a la clínica. Como si estuviera a punto de emprender un viaje, he empacado algunas cosas en mi maleta: ropa, libros, computadora, un cuaderno…Afuera, mientras tanto, ha oscurecido. Los primeros copos de nieve rasgan la fría atmósfera de la ciudad.

Al llegar a la clínica, veo agrupadas en la entrada a unas cuantas personas. Me sumo a ellas en silencio, sin decir palabra ni mirar a nadie. A las cinco y media en punto las puertas se abren. Instalados en una sala de espera, los conejillos acudimos obedientes al llamado a lista. Pruebas de alcoholemia, sangre y orina, acompañadas de un corto cuestionario y una requisa, son parte de las etapas previas a nuestro ingreso al recinto.

Sentadas ante una mesa, dos enfermeras nos hacen entrega de tres bolsas plásticas.  En la bolsa blanca irán los efectos de aseo; en la bolsa grande y transparente quedará la maleta vacía que, minutos después, depositaremos en un casillero; finalmente, en la bolsa pequeña y también transparente, guardaremos las pertenencias que llevaremos con nosotros dentro de la clínica. Esta sencilla operación de guardar mis cosas en tres bolsas me toma algunos minutos. Se nota que no soy experimentado. Los nervios me hacen sudar. Cuando por fin he terminado, espero un rato sentado en una silla en compañía de otros conejillos. Minutos más tarde, un hombre aparece para conducirnos a los dormitorios. Se trata de dos recintos (uno de hombres y otro de mujeres) con unos cincuenta camarotes dotados de sus respectivas cómodas para guardar las bolsas con nuestras pertenencias.

Los camarotes están identificados con papeles de colores y los números de cada participante. Esta vez me ha correspondido el camarote de arriba. Guardo la bolsa con mis  cosas en la cómoda y paso a buscar las sábanas y las cobijas en el despacho respectivo. En medio de peripecias logro poner las sábanas y las cobijas. Las barras de la escalera tallan como el diablo, por lo que es preciso usar calzado. Cuando termino de hacer aquello tomo un respiro. Me siento entonces como un recluso recién ingresado a la cárcel. Tranquilo pero expectante, espero las instrucciones de cualquier persona que me indique qué hacer o a dónde ir.

Ocho y cincuenta de la noche. Dos enfermeras pasan por los dormitorios avisando que a las nueve recibiremos nuestra primera colación. Primera advertencia: comer todo cuanto nos den. Terminada la colación, una enfermera explica a todos los participantes reunidos en el comedor los aspectos generales del estudio y las actividades a realizar el día siguiente. Minutos antes de las once me voy a dormir. Apenas cruzo palabra con otras personas.

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Día lunes, cinco de la mañana. No he dormido en toda la noche. Las enfermeras han pasado hace algunos momentos despertando a todo el mundo. Me levanto sin sueño y me dirijo al comedor. Allí me ubico en una silla marcada con el número setenta al respaldo.

A este primer desayuno se le conoce en la clínica como “desayuno crítico”. Comienza a las siete y media de la mañana y consta de dos panes tostados con mantequilla, tocineta, huevos, leche y dos papas aplanchadas. Uno de los participantes bromea diciendo que lo crítico no es el desayuno, sino el  hambre que a esa hora tenemos.

Tras el desayuno crítico sigue la ingesta del medicamento, una pequeña píldora acompañada de un vaso de agua que debemos beber por completo. Una vez acabamos el agua, los enfermeros revisan nuestras bocas con palitos y linternas para cerciorarse de que no queden restos del medicamento en la boca. De regreso a nuestras sillas, se inicia la maratón de tomas de sangre, las primeras cada media hora, las que siguen cada hora. Mis venas responden bien a los primeros pinchazos. Pero no todos tienen la misma suerte. Hay quienes sufren un poco más las consecuencias de las perforaciones de las agujas.

A diferencia de otros participantes, no soy amigo de mirar cómo la aguja perfora mi piel. Sin embargo, noto con cierta sorpresa que las enfermeras la introducen exactamente por el mismo agujero por el que han perforado la primera vez. El objetivo de esta práctica es hacer que el dolor de la punzada disminuya. Esto, por supuesto, me alivia. Pero al mismo tiempo me impresiona.

Por disposición del estudio, debemos pasar esta primera mañana sentados en nuestra silla. Cuanto menos nos movamos, mejor. Tampoco podemos cruzar las piernas. Si alguien necesita del baño, debe alzar la mano y esperar que una enfermera se acerque con una silla de ruedas para conducirlo hasta allí. Para los hombres, la instrucción es orinar sentados. Para todos, que no soltemos el inodoro después de hacer lo que hagamos. La idea es hacer el menor esfuerzo. Esta disposición, exagerada para algunos, será levantada después del mediodía. A partir de ese momento estaremos menos controlados. Cada quien tratará de llenar estas primeras horas y también las siguientes como puede: por fortuna, el uso de computadores, teléfonos celulares, libros y otros objetos de distracción personal está permitido. También podemos interactuar con los vecinos. El sitio cuenta además con dos salas provistas de televisores para quienes gustan de las películas y los programas de televisión.

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Día martes, cuatro y media de la mañana.

Sentado en una silla, bebo un poco de agua. Me siento cansado y psicológicamente desgastado. Ya son dos noches sin dormir. Las imágenes recurrentes de drogadictos inyectándose en las venas me han asaltado durante toda la noche. Las tomas de sangre no paran. ¿Cómo dormir si a cada hora nos levantan para tomarnos una muestra de sangre? El solo hecho de ver a las enfermeras alistando sus agujas me aterroriza, como también me aterroriza ver los gestos de dolor de aquellos cuyas venas no responden a los pinchazos. No estoy seguro de poder resistirlo más. Cada toma de sangre se ha convertido en un suplicio silencioso que, si bien no me causa dolor físico, hace estragos en mi mente. Mis manos sudan cada vez que pongo uno de mis brazos ante la aguja. Me siento débil. Hago presión con el algodón por más de dos minutos. Intento levantarme, pero estando de pie empiezo a ver sombras. Busco de nuevo una silla para sentarme y descansar. Recuesto mi cabeza sobre la mesa. La conejilla sesenta y nueve se acerca para preguntarme si estoy bien. Le digo que sí. Ella se va entonces hacia su dormitorio. Yo la sigo después en dirección del mío. Pasarán dos horas antes de que nos vuelvan a llamar para una nueva toma de sangre.

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Es la primera vez que logro dormir un poco desde que estoy en la clínica. Ya ha pasado lo más difícil y hemos sobrevivido. Ahora las tomas de sangre son cada dos horas, y así seguirán hasta las dos de la tarde. Después de esa hora volverán a pincharnos a las ocho de la noche y luego a las ocho de la mañana del día siguiente. Solo falta esperar y tratar de llenar las horas que nos quedan de la mejor manera posible. Dormir, jugar, ver películas, leer y conversar forman parte del repertorio de actividades disponibles.

El miércoles en la tarde las enfermeras nos preguntan si queremos salir a dar una vuelta  por las afueras del edificio. A causa del frío, la mayoría prefiere aguardar encerrada hasta el día siguiente, cuando termine nuestra primera estadía. Puesto que yo quiero salir, aviso a la enfermera para bajar al primer piso con los conejillos que también quieren caminar. Una vez nos ponemos las botas y los abrigos, las enfermeras nos revisan los bolsillos mientras nos cuentan una y otra vez. La excursión alrededor de la clínica dura media hora. Salir me hace bien, si bien aumenta mi sensación de estar recluido en alguna cárcel.

El jueves en la mañana los conejillos estamos sonrientes y de buen humor. Nos toman la última muestra de sangre y recibimos el refrigerio. Después nos entregan un cheque, no de doscientos dólares, como me había informado el agente, sino de cuatrocientos. Creo que, después del esfuerzo, esos cuatrocientos dólares son más que merecidos. Por mi parte, nadie me espera en casa. Sé que echaré en falta la compañía de otras personas y el hecho de no tener que pensar qué debo preparar para comer.

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Han pasado tres semanas y el momento de regresar a la clínica se acerca. Puesto que soy un conejillo inexperto, me pregunto si esta segunda estadía será tan difícil como la primera. Por extraño que parezca, me siento ansioso y expectante por volver al sitio.

En la sala de espera me saludo con algunas personas. La conejilla sesenta y nueve me dice que esta segunda estadía será para ella como un descanso, ya que se siente agobiada por los problemas de la casa y del trabajo. El conejillo cincuenta y seis me dice que para ser mi primer estudio he comenzado por uno muy difícil. “Usted empezó por las grandes ligas, debió hacer uno más pequeño para irse acostumbrando. Este es muy largo y muy duro”.

A diferencia de lo que sucede a la conejilla sesenta y nueve, estar en la clínica no es para mí un descanso. Pero tampoco puedo decir que represente un enorme sacrificio. Es, simplemente, la continuación de la vida y la rutina que llevo hace ya algunos meses, pero en otro lugar y con otras personas. La manera de romper el silencio y la soledad que hoy imperan en mi vida.

La segunda estadía es una copia de la primera. Volvemos a hacer y a vivir lo que ya vivimos en la primera estadía, pero con algunas variaciones. Es volver a comer el mismo desayuno crítico, tomar la misma pastilla, el mismo vaso de agua, las mismas comidas, la misma leche, los mismos espaguetis, el mismo pollo, la misma carne, la misma lechuga, el mismo pan, la misma miel, la mantequilla, el queso, las frutas, las compotas, el cuscús y todos los otros productos condimentados a la misma hora, en el mismo comedor y con los mismos vecinos. Los mismos procedimientos, los mismos horarios… lo único que ha cambiado es el camarote donde dormimos (esta vez, por ejemplo, no me tocó en el de arriba, sino en el de abajo), algunas caras nuevas de enfermeras y de otros empleados que no conocí la primera vez, y el hecho de que las relaciones con algunos conejillos evolucionan en diferentes sentidos (con unos trabo lazos, con otros afianzo los que ya existían desde la primera vez y de otros me voy alejando). Hay, por ejemplo, un jamaiquino muy divertido al que le gustan todas las mujeres, un indio que fue boxeador y con el que hablo de meditación, y un canadiense de Ontario que me enseña a jugar cartas y me cuenta algunos chistes. También me encuentro con un colombiano cuya conversación me resulta agradable, y unas latinas y quebequenses que conversan divertidas. No falta quien se queja de la comida (unas por la calidad, otras por la cantidad, que para algunos es excesiva), o quien resiente los pinchazos de tal o cual enfermera, así como quienes a duras penas soportan la presencia de ciertas personas.

Pero una cosa sí es cierta (y en esto tenía razón la conejilla sesenta y nueve): este segundo periodo es mucho más llevadero que el primero. Prueba de ello es que, a diferencia de la primera vez, estas dos primeras  noches he dormido mucho mejor y ya no he tenido esas pesadillas de drogadictos inyectándose en las venas. Tampoco me duelen los brazos y ni siquiera las venas, que a pesar de todo responden muy bien a los pinchazos. Por lo demás, recibir el dinero los jueves en la mañana al término de cada estadía es el mejor incentivo para regresar. Si la primera vez fueron cuatrocientos, esta segunda serán ochocientos. El miércoles, como de costumbre, saldremos de nuevo a dar un paseo alrededor del edificio, y el jueves partiremos temprano con otro cheque en el bolsillo y las caras satisfechas por el dinero recibido y con la disposición de celebrar felizmente la Navidad y el Año Nuevo.

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“Ya la gente está tranquila, todo el mundo está más relajado esta vez”, me dice la conejilla setenta y uno.

Es la tercera estadía y tengo la misma percepción que ella. Puesto que ya nos conocemos, la gente está más abierta.  Nos contamos nuestras vidas, jugamos cartas, echamos chistes, hablamos de otros conejillos, de hombres, de mujeres, del conejillo que refunfuña y pelea con las enfermeras, de los que trabajan en sus computadoras, de los que prefieren dormir o mirar televisión, de los que hablan por teléfono…

Yo, por mi parte, paso mi tiempo escuchando música y leyendo. Disfruto de la compañía tanto como de la soledad. Soy como el péndulo que oscila entre el silencio de la introspección y el espíritu abierto de las conversaciones. Después de un rato entre la gente, me veo de repente apartándome a los sitios solitarios de la clínica. No soy el único que lo hace. En un corredor, la espalda apoyada contra una pared, empiezo a leer un libro que me ha prestado una conejilla. Alterno la lectura con la contemplación del paisaje invernal que se extiende más allá de la ventana. Los carros inmóviles en el parqueadero, un puente lejano por el que pasan los vehículos. Edificios en construcción con enormes grúas que los vigilan. Voy a la cama, intento dormir. No me gustan los ronquidos, pero me causa gracia escucharlos. Mi teléfono vibra. He recibido un mensaje. Alguien me escribe.

“¿Cómo va ese brazo?” pregunta desde algún lugar incierto mi asesora en temas de salud. “Muy bien”, le escribo. “Fuerte y resistente. Le daré descanso a partir de las ocho de esta noche”. “¡Ay, pobre brazo!”, exclama ella. “No”, le digo. “Ya están entrenados para el dolor. Ambos son fuertes”. “¿Y… cómo te sientes?”, pregunta ella. “Bien”, le digo. “Este trabajo es muy bueno. Será difícil cambiarlo por otro”. “¿Quieres decir que participarías en otro estudio?”, pregunta ella. “Probablemente”, contesto.

Epílogo

Debo hacer nuevamente la maleta, meter en ella mis pertenencias y partir para este cuarto y último viaje a la clínica. Una extraña sensación recorre mis adentros. Poco a poco me he convertido en un conejillo más experto. Ahora sé exactamente qué llevar y cómo empacarlo. Ya no tengo problema en hacer caber las cosas en las bolsas plásticas. Mis venas están listas, preparadas para esta última estadía. Quisiera sentir el dolor de la aguja al traspasar mi piel. Quisiera que esa aguja perforara mi alma y permaneciera allí clavada por el resto de mi vida. Solo así me volvería fuerte, un hombre dispuesto a soportar cualquier clase de dolor físico y del alma.

El ritual se repite por cuarta vez. En la entrada de la clínica los conejillos nos saludamos. No somos más esos viejos desconocidos de la primera vez que a duras penas nos mirábamos a los ojos.  Ahora somos como viejos amigos que nos reencontramos. Un conejillo se me acerca y me saluda. Me dice que este es un grupo agradable y de gente sonriente. En el aire hay una pregunta: ¿son las sonrisas el reflejo del temperamento alegre de los participantes, o más bien obedecen estas al hecho de haber arribado, después de ciertos sacrificios, a la última estadía? Al fin de cuentas hemos pasado muchas horas juntos, el equivalente a dos semanas.

Ahora camino por el corredor que conduce al dormitorio. Me detengo un momento ante una ventana. Afuera está oscuro. Los copos de nieve son como luciérnagas blancas que caen silenciosas en medio de la noche. Dentro de poco me iré a dormir. Mañana será un largo día.

Al día siguiente nos despertarán a las cinco de la mañana. Tendré un poco de sueño porque habré dormido cuatro horas. El desayuno crítico ya no será tan crítico. Pasaremos el día sentados en las mesas, esperando el llamado para poner nuestras venas a merced de las agujas. Algunas veces dolerá, otras veces no. Las horas se deslizarán imperceptibles y apenas caeré en la cuenta de que me habrán perforado las venas más de veinte veces. La noche volverá a ser larga e interrumpida y el sueño brillará por su ausencia. Pero lo poco que dormiré será suficiente para reparar mis fuerzas y también mi ánimo.

Después de aquella segunda noche, la noche tempestuosa que va de lunes a martes, reinará en la clínica un ambiente de calma. La mayoría de los conejillos nos iremos a descansar y en el recinto se instalarán el silencio y la tranquilidad. Será el descanso que sobreviene al agotamiento. La serenidad que sucede a esa tormenta difícil de la segunda noche.

Entonces observaremos con esperanza la llegada del último día, ese último día en el que recibiremos el último cheque, el más generoso de los cheques que será para nosotros como el diploma del graduando. La nostalgia llegará con las despedidas. Salvo algunas casualidades, sé que nunca volveré a encontrarme con mis compañeros. Nadie hará una convocatoria en la que se invite a los participantes del estudio ARG… a una fiesta de reencuentro. Nadie lo hará, claro que no. Aunque no sería mala idea. Entonces oiré las frases, escucharé a más de uno decir cosas como “te doy mi número”, “seguimos en contacto”, “hablamos pronto”, “nos vemos de nuevo”. Veré algunos gestos acompañados de palabras conmovedoras. Y mientras el mundo y la vida siguen su curso, yo seguiré sentado en esta silla, tratando de poner punto final a este relato.


David Arias es colaborador y uno de los fundadores de la Revista HispanophoneLea más artículos del autor.