Viaje al corazón de la selva (3)

Río Caquetá, Colombia (foto: David Arias).

El autor intenta salir pronto de la selva. ¿Pero cómo? Hispanophone publica la tercera parte de esta crónica de viaje en la Amazonía, mientras los incendios continúan. (Lea la segunda parte de la crónica).

Por David Arias

9

Esta mañana pasó por el sitio un hombre joven preguntando por la dueña de esta casa.

–No sé quién es–le respondí–Solo conozco al señor Hernando.

–Hernando es el encargado. La dueña es la madre de Andrés–me dice–, el muchacho que vive aquí.

–No la conozco. No la he visto en todo este tiempo.

–Debe estar por regresar. Ella se va por temporadas. Me dijo que en estos días estaría de regreso. ¿Puedo dejarle esto?

El hombre traía un remo en sus manos. Lo dejó a un lado. A continuación nos dimos la mano y nos presentamos. Entablamos una conversación en la que no me quedó claro a qué grupo indígena pertenecía. Creo que, como es habitual aquí, era hijo de un matrimonio mixto, lo cual quiere decir que sus padres pertenecen a etnias diferentes. Lo que sí me quedó claro es que su comunidad de origen (es decir, el sitio geográfico del que procede), es un poblado pequeño a orillas del Mirití.

–¿Y qué anda haciendo por aquí? –le pregunté intrigado.

–Estoy esperando un vuelo que me lleve a Mitú.

–¿En serio? Yo estoy esperando lo mismo. ¿Ha tenido noticias?

–Hasta ahora ninguna.

Al hombre parece no inquietarle la espera. Que alguien más necesite viajar a Mitú reconforta, ya que no me siento solo en la misma causa. Pero a la vez, no es conveniente  que el grupo de viajeros crezca demasiado, pues el tamaño de las aeronaves no permite transportar muchas personas.

Ayer estaba sentado en una banca, cuando vi aproximarse a los soldados del batallón de selva. Los vi venir caminando por la pista del aeropuerto. Dos de ellos se sentaron a mi lado a descansar. Intercambiamos algunas palabras. Me hablaron de sus novias y de cómo llegaron a este lugar como producto de un castigo. Yo les hablé de mi trabajo y de cómo llegué a este lugar no por castigo, sino por error. Hablamos diez minutos. Después se despidieron.

Hoy los soldados están haciendo trabajos de embellecimiento. Podan la hierba y pintan. Mientras tanto, en otro sitio, algunos trabajadores hacen tareas de pavimentación.

Anoche el muchacho que vive en la casa me enseñó una cerbatana y una máscara. También me mostró un estuche donde se cargan los dardos de la cerbatana. Entonó algunos cantos que se interpretan en las fiestas indígenas y me habló de cosas que para mí resultaron un poco oscuras. Volvió a hablarme de brujos y hechicerías, de bromas y bailes y de otros aspectos a través de relatos cifrados que fueron contados a la luz de una llama solitaria en medio de la oscuridad.

Las últimas noticias indican que mañana podríamos salir de aquí.

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En la mañana de hoy llegó a la casa otro hombre, un indígena llamado Leonardo, de la etnia matapí. Vino acompañado con su esposa y, mientras hablábamos, me di cuenta de que estaba borracho. El hombre decía sentirse triste por la  muerte de su hija. Según él, la había picado un pito, que es el mosquito que transmite la leishmaniasis. Leonardo se lamentaba una y otra vez, quejándose amargamente por no haber recibido ayuda oportuna. Su lamento me daba vueltas en la cabeza. Al final le expresé mis condolencias, haciéndole saber que lo sentía mucho. Nütba Deka, conmovido, le obsequió algunos objetos que traía en su equipaje. El hombre se fue agradecido, pero con la tristeza visiblemente a cuestas.

En la tarde escuché por casualidad un diálogo divertido entre un trabajador de la construcción y sus compañeros. El hombre venía de la costa atlántica, por lo cual me parecía intrigante saber cómo alguien venido desde tan lejos había venido a parar a este lugar. “Soy andariego”, decía a sus compañeros, “he andado mucho por todas partes”. Sin venir a cuento, soltaba frases como: “nos moriremos de viejos, pero no de pendejos”, o “esto le dijo la mula al freno: entre más caliente, más bueno”. La cereza en el pastel fue la historia de una visita suya a Bogotá, en la que alucinó que un edificio lo perseguía. Los compañeros, entre tanto, se reían a carcajadas. Yo también me reía con ellos desde un rincón de la casa.

11

Hoy es viernes. Son las nueve de la mañana. Hemos pasado casi una semana en La Pedrera. Pero el momento de partir ha llegado. Esta mañana arribó al poblado un avión de carga, un DC-3 al que algunos llaman “el bus de la selva”. Aterrizó para dejar algunos víveres. El avión partirá hacia Villavicencio, una ciudad de tamaño intermedio ubicada a menos de cien kilómetros de Bogotá. Quienes conocen Colombia sabrán que esto es absurdo. No tiene sentido salir de Bogotá y viajar más de mil kilómetros hacia el sur para, una semana después, dar marcha atrás y desandar hacia el norte los mismos mil kilómetros. En otras palabras, es casi como regresar a Bogotá.

Cuando le comuniqué esto a la coordinadora del proyecto, casi no musitó palabra. No lo podía creer.

–Y ya que vamos a estar ahí tan cerca–le dije medio en serio, medio en broma– ¿no podemos seguir hasta Bogotá para volver a empezar de cero?

–¡Ni se les ocurra! –fue su respuesta– ¡No tendría carta de presentación! Cuando lleguen a Villavicencio, den media vuelta y váyanse de inmediato a Mitú.

La noche anterior me quedé un rato solo en la casa. Nütba Deka había salido a dar uno de sus paseos vespertinos acostumbrados, y Hernando se había ido a alguna parte a conseguir algunas cosas con el dinero que le dimos. En esas llegó el muchacho de quince años junto con un desconocido. En cuanto los vi entrar, fui hasta el rincón donde guardaba mi equipaje y, disimuladamente, saqué una navaja y la guardé en mi bolsillo. Los dos muchachos se sentaron y se pusieron a hablar. Yo, entre tanto, empuñaba mi navaja en el bolsillo con todas mis fuerzas. “Estos no me van a robar”, pensaba mentalmente, dispuesto a lo que fuera para defender el patrimonio del cual dependía mi subsistencia en la selva. Los dos muchachos estuvieron cerca de media hora hablando conmigo. Al final se despidieron y salieron. En ese momento aflojé la navaja y volví a respirar tranquilo.

Esa última noche en La Pedrera desperté varias veces. Pude escuchar el caminar apresurado de las patas de las cucarachas sobre las tablas y algunos ruidos extraños en el techo. Sentí, de pronto, que algo líquido me mojaba. De inmediato encendí la linterna: el toldillo, en efecto, estaba manchado. Pero más allá no veía nada. No vi sombras ni nada que me hiciera pensar que un animal me había orinado. Pensé entonces que podía tratarse del excremento de algún insecto, o de algún murciélago que hubiese pasado por encima rociándome con sus desechos. Afuera, mientras tanto, todos los ruidos se unían en un solo silbido interminable.

Cuando nos despedimos de Hernando, este sintió mucho nuestra partida. Pidió que diéramos noticias de su existencia a la organización indígena, pues sentía que él estaba allí en ese lugar abandonado a su propia suerte. Le agradecí infinitamente la hospitalidad dispensada durante los días que estuvimos en La Pedrera.

En su recorrido hacia Villavicencio, el DC-3 pasó por encima de Jirijirimo, el lugar al que buscábamos llegar. Al menos eso fue lo que nos dijo el hombre que viajaba con nosotros en el avión, el mismo que –me di cuenta después de observarlo un rato– vociferaba la otra noche en la taberna. Aquella mañana el mismo hombre parecía otra persona, un ser muy diferente del que me crucé aquella noche.

Convertido en guía de viaje, el hombre llamado Pedro nos enseñó algunos sitios, narrando la historia de cada uno, de cómo habían sido fundados y en qué situación se encontraban al día de hoy. En su recuento había mencionado un sitio llamado San Miguel, una comunidad en la que, según él, el mito de El Dorado era cosa reciente. El hombre apuntaba con un dedo hacia unos cerros, después hacia otros.

–En esos cerros hay oro. En esos otros, también –decía el hombre una y otra vez.

La historia de esos lugares podía resumirse en periodos de bonanzas seguidos de temporadas largas de olvido y pobreza. Para Pedro, la explotación de los recursos naturales era la única salida del atraso de esos pueblos.

–A mí me critican porque me interesa vender los recursos de las comunidades. Yo por lo menos los vendo. Hay otros que pelean y al final los regalan. ¡Los regalan!

Mientras hablábamos, el DC-3 continuaba imperturbable su vuelo. Volaba tan bajo, que desde arriba podíamos ver la sombra del avión sobre las copas de los árboles. No nos causaba preocupación el hecho de que el avión se moviera un poco de vez en cuando. Por alguna razón, cuando se está cerca del suelo uno siente confianza de que nada sucederá, o de que si algo sucede, hay posibilidades de sobrevivir.

Después de casi tres horas de viaje, llegamos por fin a Villavicencio. Eran las doce del mediodía y el sol apretaba fuerte. Estábamos cansados, pero contentos. El avión se detuvo poco a poco. De repente, alguien abrió la puerta trasera para que saliéramos.

–Anden rápido–nos dijeron–. No se queden ahí en la pista.

Y así salimos los tres, corriendo a hurtadillas cual si fuéramos clandestinos.

(Continuará)

Lea la primera parte

Lea la segunda parte


David Arias es colaborador y uno de los fundadores de la Revista HispanophoneLea más artículos del autor.

 

 

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