Diario de un inmigrante: Ya soy canadiense

(Foto: nowtoronto.com)

Por Carlos Bracamonte

Un niño de unos diez años salió llorando al final de la ceremonia de juramentación para la ciudadanía canadiense. Su padre lo llevaba de la mano.

— ¿Y ahora tú por qué lloras? — le preguntó su papá.

— ¡Porque yo soy mexicano!

— ¡Pero naciste aquí, en este país!

— Sí, pero soy mexicano. ¡Es que me da coraje! ¿Por qué me hicieron cantar otro himno?

Papá e hijo siguieron su camino rumbo a la salida junto al resto de invitados: los nuevos ciudadanos, sus familiares y amigos. Acababa de concluir la ceremonia que duró dos horas exactas y se apuraban para fotografiarse en el vestíbulo al lado de la bandera de Canadá y mostrando el certificado que los declaraba como nuevos canadienses. Nosotros salimos también pero buscando algo para comer. Habíamos llegado tarde al evento y sin probar desayuno. Mi esposa me aseguró que aquí nos servirían al menos un solemne café con postre. A ella y a mi hija mayor se los ofrecieron la mañana en que se hicieron ciudadanas hace dos años.

— Uy, amor, pensé que hoy también nos iban a dar…

— Seguro recortaron el presupuesto. Los canadienses se habrán dicho: ¿encima que les damos ciudadanía también quieren desayuno? — respondí.

Era principios de agosto y habían pasado ocho meses desde la presentación de mi demanda de ciudadanía. Gracias a la ayuda de un especialista de L’Hirondelle (un organismo que orienta gratis a inmigrantes) envié mis documentos y el formulario de mi demanda al gobierno.

— Si nos tardamos mucho completando el formulario es porque esto se hace con calma, para evitar que el gobierno te devuelva tu dossier por algún error y pierdas más tiempo —, me explicó el amable especialista de L’Hirondelle que había llegado a Montreal con sus padres siendo un niño durante el exilio chileno de los años 70.

Con la tranquilidad que me inspiró ese hombre, envié mi solicitud a ojos cerrados y recibí la respuesta oficial en marzo siguiente: el gobierno me convocaba al famoso examen de conocimientos que, de aprobarlo, me permitiría la ciudadanía canadiense. Solo me daban dos semanas de preparación para el examen.

— ¿Por qué me avisan dos semanas antes del examen?, no les costaba nada darme más días — le comenté a mi esposa.

— Por eso te lo dije hace tiempo: comienza a estudiar, pero nunca me haces caso. Ahora vas a tener que memorizarte rápido el libro de la historia de Canadá en quince días. Es el libro que te envían por el correo postal— me respondió con tono de estudiante juiciosa.

— Pero no me han enviado nada…

— ¿Qué raro, ya no lo envían? Antes lo enviaban. Pero seguro puedes descargártelo de la página web del gobierno…

— Me han recomendado unas aplicaciones de Internet para estudiar. Te las bajas a tu celular. Dicen que ahí están todas las preguntas y respuestas fijas del examen.

— Sí, también las usé, pero mejor estudia el libro también.

Dos días antes del examen:

— ¿Y cómo vas con eso, mi amor, ya estudiaste?  — me preguntó mi esposa.

— Muy bien, ya respondo el 100% de las preguntas de las aplicaciones. Les achunto a todas. No fallo.

— ¿Y el libro? ¿Lo leíste, verdad?

— Este… No, aún no, pero con las aplicaciones…

— ¡Pero en las aplicaciones no está toda la información! ¿No te lo dije? ¡Por qué nunca me haces caso! ¡Ponte a estudiar el libro ahora mismo!

Pasé las dos madrugadas previas a mi examen memorizándome el libro. Y, efectivamente, había información que las aplicaciones no ofrecían, cosa que comprobé la mañana de mi examen en un amplio edificio del gobierno, donde tres mujeres supervisaron el examen como en la escuela: un mínimo intento de girar la cabeza para mirar la prueba ajena y te mostraban su cara de perro bravo.

Cuando culminé el examen, pasé a una sala de espera donde debí aguardar al agente de inmigraciones que me diría si había o no aprobado el examen. Todos los citados esperábamos inquietos el llamado. Mientras tanto, los correctores de los exámenes depositaban las pruebas en dos cajas distintas: la de los aprobados y la de “los burros”. ¿A qué caja iría mi prueba?

La larga espera me hizo dudar de mi seguridad inicial: ¿habré respondido bien las preguntas? Cada cierto rato, por una puerta lateral, salía un agente que cogía un dossier, habría la primera página y haciendo el ademán de que miraba una foto dentro del dossier miraba al instante a los presentes como queriendo reconocer ese rostro en la sala. Una vez que lo identificaba se acercaba y le decía: “venga conmigo”. Hundido en mis cavilaciones, angustiado, al fin un agente del gobierno con cara de mensajero fúnebre se me acercó para decirme: “sígame”.

En su oficina le presenté los documentos originales que me pidieron llevar. Me preguntó por qué había viajado tantas veces a mi país de origen, ¿qué es lo que ha estudiado usted en Canadá?, ¿en qué ha trabajado?, ¿cuántos hijos tiene?

— Señor Fulano de Tal, usted aprobó su examen. Se equivocó solo en una pregunta. Por lo tanto, en tres o cuatro meses recibirá una invitación oficial para la ceremonia de juramentación de ciudadanía. Eso es todo, puede irse.

No sonrió. No me felicitó. Parco como un ladrillo salió de la oficina ni bien terminó conmigo.

La mañana de la juramentación para la ciudadanía escuché el discurso de una destacada profesional inmigrante cuya prominente carrera era un modelo para los nuevos ciudadanos.

Minutos después me llamaron y me acerqué al escenario a recibir mi certificado. Juré por la reina levantando la mano derecha, y canté el himno. Primero lo hice en inglés; luego, en francés. Finalmente en una versión que combinaba ambas lenguas. Nos habían entregado la letra del himno en un papel.

¡Oh, Canada!, es la exclamación que todos los ciudadanos naturalizados recuerdan como inicio y estribillo final.

¡Oh, Canada!, repetíamos los asistentes con claridad aunque el resto de la letra la masticáramos entre murmullos.

El ¡Oh, Canada! retumbaba con convicción en la sala, y se hacía fuerte entre mis labios cuando pasaba de cerca uno de los vigilantes de la sala que supervisaban a ver si jurabas de verdad por la reina, si cantabas de veras el himno como se debe: erguido de patriotismo, a voz en pecho.

Como moscas, los vigilantes recorrían las filas sin quitarles la mira a los asistentes. Uno de ellos se detuvo cerca de mi fila como observando algo raro, ¿me miraba a mí? Yo seguí cantando leyendo la letra sin darle importancia, y de pronto preguntó:

— ¿Y usted, no canta el himno?

— Ya lo canté en francés — le contestó con seriedad mi vecina de asiento.

¡Oh, Canada!, tierra de lejanías y sueños, que ofrece a tantos una nueva oportunidad.

Afuera, mientras aguardábamos nuestro turno para fotografiarnos con la bandera blanca y roja, el niño mexicano lloroso que no quería cantar el himno estaba ya más calmado y posaba con su familia, junto a la bandera canadiense, en un retrato para la posteridad.


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Carlos Bracamonte es director de la revista Hispanophone de Canadá. Especialista en temas inmigratorios y comunitarios. Lea más artículos del autor.