Ahora que la Amazonía arde, Hispanophone publica la primera parte de una crónica de viaje a las entrañas de la selva cuando el fuego aún no se desataba.
Por David Arias
S
1
Esta mañana he despertado sabiendo que no hay más remedio que enfrentar el destino. La larga espera que hacía tortuosos mis días y mis noches ha terminado.
Anoche dormí intranquilo. Soñé que navegaba por un río. De repente, una tormenta violenta se desataba. La lancha en la que viajaba zozobraba y se hacía pedazos. Bajo los truenos y las luces de los relámpagos, los pasajeros, horrorizados, nadábamos cuales náufragos hacia una orilla imposible. Todo era oscuridad. La lluvia no paraba.
Entonces me desperté. Después de ir al baño regresé a la cama para seguir durmiendo.
Hoy es sábado. Se acerca el mediodía. En pocos minutos partiré. A veces me pregunto si volveré. A menudo pienso en la muerte. En cómo la vida se vuelve frágil e incierta.
Afuera, en la calle, el brillo del sol me enceguece. El cielo se divide en dos mitades: una gris y opaca de la que emana una luz plateada, y otra azul y diáfana que desprende una luz azulada.
He cargado mi equipaje. Es momento de partir y de despedirme.
Me encuentro ahora en el aeropuerto, esperando el llamado para abordar.
Cuando el avión alza el vuelo, mis miedos desaparecen. Sobre las nubes me siento tranquilo. Leer un libro sería buena idea, pero no logro concentrarme. Escucho hablar varios idiomas. Son los turistas extranjeros que hablan entre sí.
Minutos antes, cuando el avión despegaba, pude ver la gran ciudad desde arriba. Era esta una maqueta irregularmente diseñada de contrastes y colores. De repente, en un momento dado, el paisaje urbano cedió su lugar al verdor de las montañas, las montañas dieron paso a las llanuras, y las llanuras se convirtieron en selva. La selva: esa enorme alfombra verde que se extiende ahí abajo.
Cada cierto tiempo el avión se sacudía. Es un país turbulento, incluso en las alturas.
Tras casi dos horas de vuelo, iniciamos el descenso a través de grandes nubes cargadas de agua. Gotas de lluvia se deslizaban por la ventanilla. El avión daba saltos repentinos. Las sacudidas nos petrificaban. La idea de la muerte rondó de nuevo por mi cabeza. Al cabo de varios minutos, la aeronave tocó por fin tierra. Los pasajeros respiramos.
Heme aquí lejos de casa, a más de mil kilómetros de mi ciudad de origen. He atravesado medio país para venir al encuentro de la selva. Estoy en Leticia, capital del departamento del Amazonas. Ciudad de la triple frontera donde confluyen los territorios de Brasil, Colombia y Perú.
Puedo sentir la humedad en el aire, el cielo gris sobre mi cabeza, la lluvia menuda que moja mi piel. Puedo además distinguir las dos filas que hacen los pasajeros y ver la señal del agente de policía que me indica ubicarme en la fila de los turistas.
“Pero no soy turista”, le digo cuando me acerco. “No importa”, responde este. Entonces, mientras avanzo en la fila, reflexiono. Si bien estoy en mi país, en una de sus fronteras, es cierto que no soy nativo de esta zona. Pero tampoco soy turista. ¿Qué soy entonces? Un simple observador que se dispone a contar su experiencia.
Cuando estoy en la ventanilla, la funcionaria me saluda y me pregunta por el motivo de mi visita. “Trabajo”, le digo. “¿Qué clase de trabajo?”, me interroga. “Investigación. Con indígenas”. La funcionaria hace los trámites. “Diecisiete mil trescientos pesos”, me dice. “Pero…no soy turista”, insisto. “No importa. Son diecisiete mil trescientos pesos”, repite.
Hurgando en uno de mis bolsillos, logro extraer un barullo de billetes húmedos y arrugados. Con ayuda de la otra mano los separo, haciendo entrega a la mujer de un billete de veinte mil. Esta lo recibe y lo extiende sobre el escritorio. Después me mira por un momento sin decir palabra. Enseguida abre un cajón, donde guarda el billete, escoge el cambio y luego sella un papel que me entrega.
En las afueras del aeropuerto me esperaba Nütba Deka. Lo conocía desde hacía tiempo, cuando estudiábamos en la universidad. Desconocía su nombre indígena, pues en las aulas le llamaban Luis Ernesto. Más adelante me dirá que Nütba Deka Jïtü Deka, que es su nombre completo, significa “Árbol fuerte y frondoso”. Nütba Deka había estudiado antropología y era además artesano. Pese a que no éramos amigos, cuando nos vimos nos alegramos y nos dimos un fuerte abrazo. “Vamos al hotel”, me dijo entonces. “No queda lejos de aquí”.
Caminábamos sobre la ruta que conduce al hotel cuando dos motociclistas que pasaban por allí se ofrecieron llevarnos. Los dos aceptamos, de modo que en menos de cinco minutos estuvimos en el hotel. En el vestíbulo Nütba Deka me presentó a su hermano, quien aunque indígena como él, tenía muy poco parecido. Nütba Deka me explicó que eran hijos del mismo padre, pero de distinta madre. Poco antes del anochecer, los tres salimos a dar una vuelta por la ciudad. Los dos primeros ya la conocían. Para mí era la primera vez.
Pasamos por el mercado, donde el hermano de Nütba Deka se despidió. Yo, entre tanto, empezaba a respirar ese aire de plenitud que invade el alma cuando se está en zonas alejadas. La sensación no era nueva para mí y me resultaba agradable. ¿De quién fue la idea de venir a poblar este sitio? ¿Cómo lo consiguieron? Pensando en cómo responder a estas preguntas, se me ocurrió que el ser humano es como esos insectos que sobreviven en todas partes y se multiplica. Tan laborioso como las hormigas, tan resistente como las cucarachas. Especie débil pero inteligente. Especie que hace de su debilidad una fortaleza.
Seguimos caminando hasta que, de repente, en una calle cualquiera, empecé a notar la presencia de militares y policías. Era el inicio de la frontera que separa Colombia de Brasil. Bastaba caminar unos cuantos pasos para salir de Leticia y entrar en Tabatinga, la ciudad brasileña donde la gente ya habla otro idioma y luce un aspecto diferente. Fue en la misma Tabatinga donde compré un par de chanclas y vi por primera vez el río Amazonas. “¿Es ese el río?”, pregunté a Nütba Deka no tanto porque dudara, sino porque quería compartir con él la experiencia del que ve algo muy esperado por vez primera. “Ese es el río, compañero”, respondió alegre compartiendo mi emoción. “Pero ese no es todo el río. Es solo uno de sus brazos”.
Río Amazonas. Selva amazónica. Es increíble estar aquí.
Escuchando portugués, caminamos por algunas calles de Tabatinga, ciudad donde, a simple vista, parecían reunirse numerosas iglesias cristianas. En una calle más bien desolada, retirada de las iglesias, divisamos un bar en el cual decidimos entrar a degustar por primera vez una cerveza brasileña. La cerveza, llamada Antártica, venía empacada en envase grande de un litro, suficiente para compartir. Me pareció de principio a fin muy sabrosa. En verdad que caía muy bien en medio del calor y la humedad de la selva.
Ya de regreso en el hotel, los dos caminantes charlamos un poco en la habitación. Era casi la medianoche y poco a poco me adormecía. Nütba Deka me hablaba, recordándome una y otra vez que al día siguiente estaríamos lejos, en lo más profundo de la selva.
“La selva tiene muchos misterios”, me decía. “Misterios que el hombre blanco no conoce ni puede descifrar”. “¿Cómo cuáles?”, preguntaba yo. “Muchos, compañero. Ya lo verá”.
Nütba Deka seguía hablando. Su voz se oía cada vez más lejana.
“El ambil y la coca son para los indígenas lo que el vino y la hostia para los cristianos”, decía. “Son la fuerza, las dos cosas sin las cuales no puede vivir el indígena. La coca es como la mujer para el hombre. Es la compañía, el complemento, la fuerza interior del hombre…”
“¿Y qué pasa con el tabaco?”, interrumpí de repente, saliendo de aquel estado de duermevela en que me encontraba.
“El tabaco también lo usamos. Lo soplamos por el cuerpo para ahuyentar a los animales, que son como hombres transformados. El tabaco lo ayuda a uno a protegerse de los peligros”. “¿Qué peligros?”, pregunté. “Muchos, compañero. La selva tiene muchos peligros. A la selva hay que respetarla”.
Con estas palabas me fui quedando dormido, pensando en que al día siguiente estaríamos lejos, más lejos todavía, en lo más profundo de la selva.
2
Amanecer del día domingo.
Desde las ocho de la mañana Nütba Deka y yo esperamos en el aeropuerto de Leticia el avión que nos ha de llevar hasta La Pedrera. La mañana ha sido lluviosa, circunstancia que ha ocasionado que se retrasen las operaciones.
Solo a las diez podemos al fin abordar la nave. Los dos viajamos en asientos separados. A mí me acompaña una mestiza brasileña de cabello rubio. A Nütba Deka un hombre joven de aspecto indígena.
El viaje hasta La Pedrera duró cerca de media hora. Un sol de fuego nos recibió cuando bajamos del aparato. La mestiza pasó a mi lado y se alejó. Yo la seguí con la mirada hasta perderla de vista. Nütba Deka apareció de repente. Venía acompañado del indígena.
–Es Gavirio–me dice–, un aliado en el camino.
Gavirio era un hombre joven que había tomado su apellido de la etnia a la que pertenecía: Letuama.
En una cafetería, Nütba Deka, Gavirio y yo nos reunimos con dos indígenas más. Estos últimos eran los contactos que Nütba Deka había hecho antes y los que supuestamente nos acompañarán hasta Jirijirimo, donde viven los cabiyarí. Gavirio es oriundo de la región del Pirá. Rápidamente, sobre un papel, el letuama empezó a trazar el mapa con los caminos, los ríos y las comunidades de la zona. Los otros cuatro seguimos atentos sus explicaciones. Gavirio era el único que conocía la zona. Los otros dos no tenían ni idea. Nütba Deka y yo mucho menos.
En un lenguaje sencillo, el letuama nos explicó que en La Pedrera un galón de gasolina costaba doce mil pesos y que para llegar a Jirijirimo necesitaríamos más de doscientos. Eso significaba que debíamos pagar alrededor de dos millones y medio de pesos en combustible, lo cual era imposible, pues no teníamos ese dinero. A eso había que sumar el alquiler del bote y del motor, la comida y el pago a los dos acompañantes por sus servicios. La travesía, estimaba Gavirio, podía tomar entre una y dos semanas, teniendo en cuenta diversos factores como el clima y las condiciones del río en el momento de navegarlo.
El impacto de un rayo sobre mi cabeza no hubiese sido tan terrible como escuchar aquello. Debía encontrar otra salida, una manera distinta de llegar a Jirijirimo. ¿Qué hacer? ¿Qué camino tomar?
Era evidente que la planificación del viaje había sido errónea. Habíamos escogido la ruta equivocada para llegar a Jirijirimo. El hecho, además, de que nuestros acompañantes no conocieran la región complicaba aún más las cosas. De modo que cuando estuvimos solos, me acerqué a ellos y les dije que lo sentía mucho, pero que honestamente no podíamos viajar con ellos hasta Jirijirimo. “No tenemos con qué pagarles”, les dije en voz baja. Visiblemente contrariados, los hombres me dieron la mano y se despidieron.
Después de varios minutos en silencio, Nütba Deka tuvo una idea:
“¿Y por qué no le decimos al letuama que nos lleve con él? Él va hacia el Pirá. Nos puede llevar hasta allá y de ahí nosotros miramos cómo acabamos de llegar a Jirijirimo. Le ofrecemos cubrir la mitad de los gastos de gasolina. A él le conviene, a nosotros también”.
La idea me pareció más que razonable, así que nos fuimos en busca del letuama, quien para ese momento aún se hallaba por allí cerca. Gavirio aceptó la propuesta sin reparos. Sin embargo, minutos más tarde, sorpresivamente se retractó. Con el alma en vilo salí a buscarlo al embarcadero, donde se disponía a partir.
“¿Qué pasó?”, le pregunté contrariado. “No puedo llevarlos”, me contestó muy tranquilo. “La asociación no me ha dado la autorización”. “¿Por qué?”, pregunté. “Me dicen que no los conocen, que no saben quiénes son ustedes ni tampoco el objetivo de su visita. Por eso no puedo llevarlos”. “Pero…necesitamos ir a Jirijirimo”, repliqué con urgencia. “Estamos buscando a los cabiyarí. ¿No podrías darme un número de alguien con quien hablar para convencer a esa persona de que nos lleves?”. “No puedo”, dijo Gavirio. “No estoy autorizado para dar números”. “Pero…somos gente confiable. Necesitamos salir de aquí para llegar a Jirijirimo. No nos vamos a quedar donde ustedes, si es eso lo que les preocupa”. “Yo sé, pero no puedo. Lo siento mucho. Si fuera por mí, los llevaría. Pero ese bote no es mío. Es de la asociación”.
Al darme cuenta de que de nada valía seguir insistiendo, le hice al letuama una última pregunta: “¿Cómo salimos de aquí? ¿Cómo llegamos a Jirijirimo?”
Gavirio pensó un momento su respuesta. Después respondió: “No sé. Pueden esperar un bote o un avión”. “Y… ¿tienes idea de cuándo llega un avión o un bote por aquí?”, pregunté. “No sé”, volvió a decir el letuama. “Puede que llegue más tarde, puede que llegue mañana. En el peor de los casos podrían regresar a Leticia dentro de ocho días, en el mismo avión que nos trajo hasta aquí”.
Aquella última propuesta parecía un chiste, de no ser porque el letuama la pronunció muy serio. “Ocho días es mucho tiempo”, le dije. “No podemos permitirnos pasar tanto tiempo aquí. Pero bueno, si no hay más remedio…”.
Gavirio guardó silencio.
“Muchas gracias”, le dije al final, ofreciéndole la mano. “De nada”, me dijo, despidiéndose de mí con un apretón de manos y un “lo siento”.
De regreso al poblado, conté a Nütba Deka lo sucedido. Este, exaltado, exclamó: “¡Entonces ese es un pobre diablo! Me había dicho en el avión que era un líder de su comunidad, pero no parece. Si eso es así, no tiene ningún poder entre su gente”.
“Quién sabe”, respondí. “Lo único que sé es que ahora estamos aquí varados, en esta especie de cárcel sin barrotes llamada La Pedrera”.
El resto del día lo pasé haciendo averiguaciones en un lado y en otro para saber cómo salir de La Pedrera. Infortunadamente, no hallé una sola respuesta concluyente. Mientras unos me decían que era mejor esperar alguna embarcación, otros me aconsejaban aguardar un avión. Sobre los precios tampoco había certeza alguna, pues todo dependía de lo que negociáramos con los encargados.
Cuando volví a encontrarme con Nütba Deka, me di cuenta con gran alivio que este no había perdido su tiempo. Mientras yo averiguaba desesperado cómo salir, él había averiguado cómo permanecer. Sus gestiones, por fortuna, habían dado frutos: había conseguido alojamiento gratis para los dos en una vieja casa de madera. Teniendo en cuenta el panorama, la noticia era muy buena. La mala era que, según los rumores, en dicha casa vivía un ladrón.
Lea la segunda parte
David Arias es colaborador y uno de los fundadores de la Revista Hispanophone. Lea más artículos del autor.
[…] Váyase en el primer avión, que aquí hay muy mala energía, le aconseja alguien al autor de esta historia sobre un lugar remoto de la selva. Hispanophone publica la segunda parte de esta crónica de viaje acerca del vasto enigma que es la Amazonía, mientras los incendios la arrasan. (Lea la primera parte de la crónica). […]