Historietas de Montreal: Sábato en la quincaillerie

Escritor argentino Ernesto Sábato (fuente: fmbanier.com/oeuvre/ernesto-sabato/)

Esta crónica revela que los espejismos pueden aparecer en cualquier parte, incluso en una ferretería de Montreal, y que abren tenues portales entre el pasado y el presente, y entre la vida y la muerte.

Por Gerardo Ferro Rojas

Un día, no hace mucho, Jerry se encontró con Sábato en la quincaillerie en la que trabajaba.

Seguramente pensarán que está loco. Sábato está muerto y enterrado desde el año 2011 en Santos Lugares, provincia de Buenos Aires, Argentina, por lo que resulta imposible encontrarse con un muerto. Jerry pensó lo mismo. “Estás loco”, se dijo, “Sábato está muerto”.

Pero las equivocaciones abundan cuando se trata del más allá. La muerte resulta tan indescifrable como la vida porque, en realidad, son una sola cosa, una sola energía que fluye sin necesidad de la materia, o a pesar de la materia, o más allá de la materia. Algo así. Esa es la idea. En resumidas cuentas, cuando se trata de cuestiones de muerte siempre es más lo que se ignora, sobre todo cuando la muerte penetra en la vida para decirnos algo.

Aquella mañana pintaba igual que las otras en la quincaillerie. Es decir: monótona, aburrida y desesperante. La gente entraba, caminaba por los pasillos, agarraba productos (la mayoría de los cuales, en realidad, no necesitaba) y pasaba a la caja registradora donde Jerry y otros como él, la mayoría inmigrantes, los esperaban. Algunos sonreían, otros ni siquiera contestaban el saludo. Pero Jerry, siempre diligente, trataba de hacer un buen trabajo. Era lo único que tenía en ese momento y debía cuidarlo. Sin embargo, le resultaba imposible no preguntarse, una vez más, las razones por las cuales estaba allí; repasar una y otra vez, como acto masoquista para alimentar el vacío, los vericuetos que la vida había dado para llevarlo justo a ese momento, lejos de casa, lejos del mar, en medio de un invierno que no quería irse, y detrás de una caja registradora para ganarse la vida.

Fue entonces cuando apareció Sábato.

De inmediato se dio cuenta de que era él, aunque no lo fuera. Es decir, aunque intentara pasar desapercibido entre los vivos, era él. Sábato hizo la fila como los otros clientes, y cuando fue su turno, Jerry pasó sus productos por el escáner sin dejar de mirarlo a la cara. Ni siquiera veía lo que escaneaba, algo de lo que se arrepentiría luego, pues dadas las circunstancias, habría resultado fundamental saber qué tipo de productos eran tan importantes y necesarios que hasta los muertos regresaban al mundo de los vivos para adquirirlos, si es que existe tal división de mundos y no se trata, como ya se dijo, de uno solo.

Sábato se dio cuenta que el cajero lo miraba con detenimiento, y lo observó con curiosidad.

Ya había terminado la transacción cuando Jerry se atrevió a hablarle:

—Excusez-moi, monsieur —le dijo— . Est-ce que vous connaissez un écrivant latino-américain qui s’appelle Ernesto Sábato ?

Sábato frunció el ceño y se quedó mirando a ninguna parte, reflexivo. Quería engañarlo, hacerse el difícil para no quedar al descubierto de inmediato.

Ce nom me dit quelque chose… —le respondió finalmente, y de inmediato dejó de mirar el vacío para volver a mirar los ojos tristes del cajero—. Pour quoi, est-ce qu’il me ressemble ?

Empezaban a entenderse.

—Vous avez le même visage, monsieur —le dijo Jerry—, vous êtes identiques.

Entonces, descubierto como ya estaba, Sábato no tuvo más remedio que revelarse sin más disfraces: se concentró en los ojos de quien tenía al frente, y con una voz pausada, clara y profunda, como si viniera de un lugar cercano y distante al mismo tiempo, le dijo:

—C’est moi !

Un escalofrío eléctrico recorrió el cuerpo de Jerry de arriba abajo. Y ese flujo de energía que salió de sus palabras directo hacia él, fue suficiente para transportarlo a ese viaje que siempre deseó hacer, pero que la muerte truncó un 30 de abril del año 2011. De repente, ya no estaba detrás de la caja registradora de una quincaillerie, sino que tocaba la puerta de una casa grande, vieja, tapizada de hojas secas en alguna calle de Santos Lugares. De repente estaba en una estancia cálida, semi oscura de aquella casa, y Sábato (el otro Sábato) leía para él un aparte de su carta a unquerido y remoto muchacho”, ese texto suyo de Abaddón el exterminador, que siempre lo ha llenado de fuerzas y que Jerry acostumbra a releer cuando me siente decaído. Su lectura fue como un abrazo.

Todo lo anterior ocurrió en una fracción de segundos. Luego de decir lo que dijo, Sábato agarró la bolsa con su compra, y Jerry, aún con la boca abierta por el asombro y la felicidad, le extendió la mano.

Merci, maestro —le dijo, y Sábato le sonrió estrechándosela.

Luego dio la vuelta y salió del almacén. Su voz y su sonrisa fueron también un abrazo.

Ese día no fue como los otros en la quincaillerie. Una fuerza de otro mundo lo había hecho diferente. La vida (y la muerte) tienen formas extrañas de hablar y sonreír.


Gerardo Ferro Rojas (Colombia, 1979). Escritor y periodista, magister en Estudios Hispánicos de la Universidad de Montreal. Ha publicado los libros de cuentos Cadáveres Exquisitos (2003) y Antropofobia (2006), y las novelas Las Escribanas (2012) y Cuadernos para hombres invisibles (2016). Acaba de publicar el libro de cuentos Nunca olvidamos nada, nena Reside en Montreal desde 2012. Leer más artículos del autor.

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