Historietas de Montreal: Música subterránea

Foto: Gilles Quénel / fuente: grandquebec.com

Por Gerardo Ferro Rojas

“Es como una película, es igualito a una película”, piensa Jerry.

Y así es. La mirada es amplia. Los cuerpos suben y bajan en cámara lenta por las cuatro escaleras eléctricas. Un violín frenético acuchilla el aire. El sonido del instrumento se va apoderando del ambiente, se sobrepone a los murmullos y a los ecos subterráneos de la estación. Los cuerpos fluyen, se desplazan hacia arriba y hacia abajo, se reconocen, se lanzan señas de identificación mientras el violín se desliza levemente, pesado, como si con su cuchillo estuviera desgarrando la piel de ese día en el subsuelo.

“Y también es como un sueño, igualito que un sueño”, vuelve a pensar Jerry.

Los pasillos alargados se interponen unos sobre otros. Cerca de las escaleras, Jerry cree ver a un pianista. Pero no se detiene a observarlo. Los cuerpos avanzan por los pasillos como guiados por la música. El eco del piano retumba entre las paredes hasta confundirse con el chirrido del metro que se acerca. El barrido azul del tren distorsiona el contorno de los cuerpos hasta convertirlos en un soplido de luz y colores. Un inmenso gusano de hierro devora el interior de la tierra. Hay una voz que canta como si pregonara un lamento, una voz que se entrecruza con el sonido del piano y del violín. Todos se detienen un segundo con la cabeza estática y los oídos atentos, como si intentaran identificar un mensaje oculto en el lamento de la voz. Es una voz de mujer la que canta. Con disimulo, todos tratan de buscarla por los alrededores, pero no la encuentran. Quizá la voz y la música, como el tren, viajen por los túneles del subsuelo. Entonces siguen adelante; todo el movimiento del subsuelo, todos los cuerpos del subsuelo, todos los espacios del subsuelo se sostienen en ese amalgama extraño de música y sonidos.

“Es como el sueño de una película”.

Ahora Jerry distingue al saxofonista. Está en la curva de un pasillo extenso iluminado con luces blancas. Se trata de una estación diferente a esa por la que venía andando. Jerry está convencido de que las estaciones del subterráneo están unidas por una red enmarañada de pasillos como ese, por el que ahora camina. Pasadizos que unen espacios, pero también tiempo, voces, sonidos y músicas. El saxofón se integra a los otros instrumentos y a la voz, el concierto subterráneo los sigue guiando, ayudándolos a identificarse. Allí está ella, la pelirroja del gabán negro. Jerry la observa. Ella, por su parte, voltea para ver al tipo de la chaqueta de cuero; sabe que él también la observa. Jerry, a su vez, cree sentirse observado. De hecho, así es. La pelirroja lo mira, lo identifica. También el hombre de la chaqueta de cuero lo identifica. Jerry se concentra en ellos y se vuelven a perder en el laberinto de un pasillo devorado por el metro que se aleja.

“¿A dónde vamos?”.

Todos los trenes han debido llegar al mismo tiempo porque el subterráneo se llena de gente que ya no camina en cámara lenta. El saxofón los electrifica, emite descargas para que los cuerpos se muevan, se crucen y choquen sin mirarse. El piano les traza un camino y el violín lo hace hilachas, de tal manera que todos quedan flotando en el limbo de la voz subterránea. A veces, la pelirroja le agarra la mano al hombre de la chaqueta, como si estuviera guiándolo por los pasillos, y luego vuelven a soltarse y él camina detrás de ella sin perderla de vista entre la multitud. Sin perderse de vista entre ellos, porque entonces Jerry se da cuenta que, además de la pelirroja y el tipo de la chaqueta de cuero, hay alguien más, un gordo de barba candado y cabellos ensortijados que viste con el uniforme de los taquilleros del subterráneo. Sí, es el taquillero, lo identifica Jerry. El taquillero también lo reconoce, y los dos desvían la mirada hacia la pareja que se sigue buscando en un vals subterráneo de murmullos y saxofón.

“¿Por qué nunca alcanzamos a coger el metro?”.

Es cierto: nunca llegan a tiempo para montarse al metro. Las puertas se cierran mucho antes de que ellos se aproximen. Ni siquiera se esfuerzan por llegar. Es como si buscaran uno en específico, y no fuera ninguno de los distintos trenes que han partido sin ellos. Entonces a la música y al lamento de la voz se integra el sonido desafiante de una batería. Los instrumentos suenan distantes, vienen de lejos haciendo el recorrido entre los túneles del subsuelo. La música subterránea es parte del viento que cada tren arrastra consigo, se dice Jerry. No ha perdido de vista a la pelirroja, que a su vez es seguida de cerca por el hombre de la chaqueta; detrás de ellos camina con parsimonia el taquillero obeso del tren. Otro gusano azul se va devorando las entrañas de la tierra, y ellos siguen bajando escaleras. Hay otros que suben. La mayoría no los distingue, pero hay algunos que sí. Se identifican. Hacen parte del mismo grupo, de la misma comunidad, del mismo colectivo, de la misma cofradía del subterráneo. “Era el tren del amor”, recuerda Jerry que le escuchó decir al hombre de la chaqueta de cuero. “Debe funcionar como una especie de cofradía”, le explicó el taquillero a Jerry en una oportunidad.

“Parece que hemos llegado”

Eso cree Jerry, pero nunca se puede estar muy seguro. Lo que sí está claro es que la música se percibe más claramente. La voz de mujer que canta el lamento es más fuerte y nítida. La pelirroja ahora camina más lentamente; le hace señas al hombre de la chaqueta de cuero para que este se acerque y la tome de la mano. A medida que avanzan por el pasillo de la estación el número de personas es mayor. Parece como si se aproximaran al epicentro de algo. Jerry voltea y allí está: el taquillero los sigue de cerca. La pelirroja y el hombre de la chaqueta de cuero se detienen; Jerry y el taquillero hacen lo mismo. En el centro del tumulto, en medio de un círculo de gente, está la mujer cantando: es negra y viste atuendos coloridos y tribales. A su lado hay un viejo, también negro, que rasga la guitarra. Los otros instrumentistas no se ven por ningún lado, pero los sonidos del violín, del saxo, del piano y la batería, llegan hasta ese círculo de forma clara y nítida. Es el centro de la música subterránea. El tren se aproxima. El barrido azul vuelve a distorsionar la luz y el color de los cuerpos. Las puertas se abren. La pelirroja le acaricia el rostro al hombre de la chaqueta de cuero. Él también se percata del metro. Le sonríe. Ambos sonríen. Jerry se da cuenta de un detalle: se aprietan aún más las manos y, sin necesidad de decir nada, entran al tren.

Entonces Jerry se despierta. Abre los ojos de repente sacudido por el chirrido del metro que se acerca. La mujer pelirroja que estaba sentada a su derecha se levanta de la banca. El hombre sentado a su izquierda, el de la chaqueta de cuero, hace lo mismo. El tren se detiene y las puertas se abren. Jerry se pone de pie, de algún lado proviene el cántico triste de una mujer. Jerry siente que alguien le toca el hombro desde atrás. Es el taquillero obeso que lo mira con una sonrisa en su rostro regordete y bonachón. Lleva un libro en la mano y un cuaderno de apuntes bajo el brazo.

— Tengo que contarte lo último que se me ha ocurrido—le dice el taquillero—. ¿Estás apurado?

Jerry no lo piensa mucho. Un gusano azul vuelve a devorar las entrañas de la tierra.


Gerardo Ferro Rojas (Colombia, 1979). Escritor y periodista, magister en Estudios Hispánicos de la Universidad de Montreal. Ha publicado los libros de cuentos Cadáveres Exquisitos (2003) y Antropofobia (2006), y las novelas Las Escribanas (2012) y Cuadernos para hombres invisibles (2016). Acaba de publicar el libro de cuentos Nunca olvidamos nada, nena Reside en Montreal desde 2012. Leer más artículos del autor.

Tags from the story
,