Diario de un inmigrante: La mudanza, un suplicio

Fuente: LaPresse.ca
Julio en Montreal es sinónimo de festivales, harto sol y mudanzas. Aquí la singular historia de una de éstas hecha por unos amigos hispanos, solidarios pero inexpertos.

Por Carlos Bracamonte

Dos días antes de la mudanza, Julián recibió de su esposa la mala noticia: “El camión que renté no nos alcanzará para llevarnos todo”. Julián pensó que era una broma, pero esos ojos de susto no mentían.

Su esposa había alquilado el vehículo sólo por algunas horas y la pareja no tenía dinero suficiente para recargos por sobretiempo. Tampoco podían llamar a la compañía para descambiar el camión, no porque vetaran devoluciones de último minuto, sino porque ya casi no había ni un solo vehículo desde hacía varias semanas. Cuando Julián arribó a Montreal (un año después que su esposa), quedó boquiabierto al saber que en la ciudad todo el que quería mudarse lo hacía casi siempre el primer día de julio. En ese mes vencía la mayoría de los alquileres anuales y los inquilinos proyectaban con antelación su traslado en caravana. Para Julián ese ordenamiento era imposible en el caos urbano de su patria, donde irse sin pagar la renta no era novedad.

– ¡Y ahora qué hacemos!- exclamó la mujer.

– Algo se me ocurrirá – respondió el marido con el aplomo de quien viste los pantalones, pero rumiando aún la mala nueva. Minutos después cogió su celular y marcó.

Al otro lado de la línea le contestó Ricardo aún bajo los bostezos de la siesta. Ricardo, como Julián, era delgado y de mediana estatura; llevaba pocos meses en Canadá. “Tengo un problema con la mudanza, hermano, el camión es muy pequeño, pero ya tengo la solución ¿puedes venir mañana?”, le preguntó Julián.

– Mientras no me agarres de burro de carga, ahí estaré, compadre – prometió Ricardo, un talentoso ingeniero industrial que en unas semanas más trabajará de noche como mesero en rumbas interminables y, de día, cargará pesadas cajas en los almacenes de Dollarama partiéndose el lomo como peón en cañaveral. Pero como todavía no lo sabe, su peso y su vigor siguen intactos.

Al día siguiente Ricardo tocó puntual la puerta. Julián lo recibió con su esposa al costado y le pidió que los acompañara al supermercado a cuatro cuadras de allí. “Vamos, en el camino te explico, compadre”.

Eran las seis de la tarde y el sol veraniego aplazaba con ímpetu su ocaso. La avenida Côte-des-Neiges hervía de gente. En las terrazas de los cafetines los jubilados veían pasar con resignación el desenfado de la juventud y la belleza. Sobre la marcha, Julián le explicó el plan a su amigo: “vamos a coger dos carritos del supermercado y con eso trasladaremos las cosas que pesan poco pero que me hacen bulto”. Al escucharlo, Ricardo vaciló. Pero antes de que objetara algo, Julián continuó: “no te asustes, compadre, me estoy mudando a un departamento que queda a dos calles de donde estoy”. Eso no basto para sosegar a su compadre:

– ¿Pero, Julián, los vamos a pedir prestados o los vamos a coger, nomás?

– Ricardito, hermano, ¿cómo les vamos a decir al supermercado que nos preste dos carritos para la mudanza? ¿Eso pasa en tu país?

– Ah ya, o sea, los vamos a coger, nomás… ¿Y si nos dicen algo?

– Compadre, tú coges el carrito nomás y listo. No pasa nada. Luego los devolvemos.

Cada vez menos convencido del plan, Ricardo bromeó camuflando su miedo “¿Y si nos agarran y llaman a la policía, y nos denuncian por robo y nos deportan?”.

Para calmarlo, Julián le respondió: “ya, como eres bien marica, te vas con mi esposa, compran algo y salen con el coche”.

Y así fue.

Ricardo y la esposa de Julián fingieron ser una pareja compradora que salía del supermercado buscando en el estacionamiento el auto que no tenían. Julián fue más avezado: observó a su alrededor y cogió uno de los carritos aparcados afuera del local, dio media vuelta y caminó sereno sin detenerse ni mirar atrás. Cuando llegó a la esquina echó un vistazo. Nadie lo seguía. En algún momento su esposa y Ricardo habían cruzado la avenida y marchaban en la vereda del frente sin novedad. “Buena táctica para despistar”, pensó Julián. Ya a dos calles lejos de la tienda, Julián aceleró hasta casi correr y esperó a sus cómplices en la puerta de su casa.

“¡Ya ves que no pasó nada!”, dijo Julián. “Bajemos todo rápido antes de que se vaya el sol”.

Llenaron los coches con documentos de valía, con platos, ropa, lámparas y demás adornos menores del hogar, y enrumbaron en mínimo tropel hacia el departamento.

– Compadre, está cerca, ¿no? – preguntó Ricardo.

– Sí, compadre, está cerquita – respondió Julián.

En efecto, el departamento se hallaba a dos calles, pero Julián omitió decir que eran dos cuadras interminables que más parecían cuatro normales.

En su trayecto de malabares se percataron que no debían acelerar: los carritos brincaban sin tregua por lo irregular del asfalto. Sus rejillas quejosas causaban tal estrépito que sobresaltaban a los vecinos tendidos en sus balcones, desde donde los observaban con extrañeza, quizá creyendo que eran dos indigentes más paliando el hambre, recogiendo lo inservible dejado junto a la basura, los restos aún con cierta vida que abandonan las gentes que se mudan: sofás despanzurrados, colchones amarillentos, retazos de maderas, sillas solitarias, mesas de noche…

Por fortuna, el nuevo departamento de Julián estaba en un primer piso. De manera que no hubo que subir muchas escaleras con las cosas. El viaje inicial fue un juego de niños. Pero a partir del quinto ya parecía una doliente penitencia. Bien entrada la noche, la calma volvió al vecindario. El maltrecho Ricardo se despidió, pero Julián lo comprometió a volver en dos días para la mudanza total. “Sí, compadre, aquí estaré de todas maneras”, le respondió más por civismo que por convicción. A la mañana siguiente, Julián devolvió con cautela los carritos del supermercado, uno por uno.

El día de la mudanza, muy temprano, llegaron Fabiola y su esposo Jorge desde los pacíficos parajes de Mascouche. Fabiola era una conductora diestra, así es que se fue con la esposa de Julián a recoger el pequeño camión. Dejaron a los varones el trabajo duro. Jorge, su marido, conocía las mañas para cargar peso sin molerse demasiado. Había aprendido esa técnica a la mala siendo obrero de construcción en su década como ilegal en los Estados Unidos. Su historia es un guión inédito para Hollywood digno de un Óscar cuando lo filmen. Minutos después arribó el afanoso Ricardo: recompuesto, desayunado y fiel al castigo. El último en tocar el timbre fue Pedro, un robusto ingeniero informático padre de dos niñas, que al fin había hallado empleo tras muchos correteos. Cargaba al cinto una surtida caja de herramientas.

Los cuatro cargadores comenzaron mal: arañaron el piso de parqué al arrastrar por flojera los dos sofás camas de la sala. No repararon en su ineptitud y continuaron la faena. Todo lo hicieron muy rápido. Ya con los ambientes vacíos, de a pocos montaron las cosas en la camioneta que hizo tres viajes de ida y vuelta. Cuando descargaron todo en la puerta del nuevo edificio, Fabiola partió veloz para devolver el camión a tiempo. Los muchachos subieron las pertenencias con pasos de hierro.

“¿Un departamento en el primer piso tiene balcón?”, es lo que no comprendía Julián cuando buscaba dónde mudarse porque en su país no existe el sous-sol (ese sótano que le gana medio cuerpo de altura al nivel del suelo), y eso hacía que un primer piso se elevara hasta dos metros sobre la acera y hacer necesario un balcón, como en el nuevo departamento de Julián.

La brigada acomodó sin ningún criterio las cajas y bolsas en todas las habitaciones. Sólo restaba lo más pesado: los dos sofás camas tremendos. Los obreros aplacaron su trajín con cervezas heladas mientras especulaban por dónde subirlos.

– Estos sofás no van a pasar por la escalera – les aseguró Jorge con la gravedad de la experiencia – Hay que levantarlos y meterlos por el balcón.

– ¡Pero si somos bajitos! – dijo Julián mirando a sus hombres.

– Empínate, pues, compadre – le replicó Jorge.

Pedro y Jorge pararon el primer sofá cama y lo alzaron con determinación. Julián y Ricardo salieron por el balcón para recibir el cuerpo colosal y tironearlo hacia adentro de la sala como dos hormigas a un elefante dormido. La flaqueza los minaba. La vieja baranda del balcón, que hacía las veces de punto de apoyo, tenía un diseño recto que se curvó de inmediato por el peso. Con el penúltimo impulso, los dos hombres de arriba jalaron el sofá y lo arrastraron hasta el fondo desordenado de la sala. Del mismo modo operaron para cargar el segundo sofá, pero a mitad del suplicio Julián sintió un leve crujido en el piso del balcón y pensó lo peor. Al voltear vio que uno de los extremos de la baranda se había desprendido de la pared anunciando la tragedia. Ricardo, a su lado, parecía no haberlo notado porque estaba encorvado como una ce respirando con toda su enjundia. No hubo tiempo para decir nada. Julián lanzó un gruñido de guerra y al fin dominaron el bulto con los arrestos finales de sus fuerzas.

El sol ardía como en desierto. Con el desafío cumplido, los amigos fraternizaron con cervezas, comentaron entre risas la ardua jornada y se despidieron de a pocos. Al rato, la esposa de Julián entró al departamento y se quedó de una pieza al ver el desbarajuste. Entonces trazó en su imaginación dónde iría cada mueble, dónde cada cuadro, cada artefacto, cada rama del nuevo nido.Y lanzó:

– ¡Mi amor, tenemos que ordenar todo cuanto antes!

Julián asintió sin protestar, porque en realidad pensaba en el antiguo y maltrecho balcón: si acaso se desplomaría sin avisar y con él adentro cuando quisiera disfrutar de un atardecer del verano.

Publicado originalmente en NM Noticias el 26 de mayo de 2016.

Carlos Bracamonte es periodista. Publica una columna sobre historias de inmigrantes en NM Noticias. Es editor de la revista Hispanophone de Canadá. Lea más artículos del autor.