Diario de un inmigrante: Vamos a perder contra los rusos

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Compartiré historias de inmigrantes como yo. Las he escuchado en el metro, en el bus, en clases, en los insólitos empleos que jamás pensé hacer. Serán relatos cortos sobre esfuerzos, incertidumbres y nostalgias. Algunos parecerán cuentos, pero la realidad supera cualquier ficción. En muchos casos cambiaré los nombres de los protagonistas salvaguardando su identidad: ellos me confiaron sus historias, pero quizá otros, leyéndolas, se sientan más acompañados en esta tierra de lejanías y sueños.

Por Carlos Bracamonte

El chileno Felipe subió al auto y nos dijo con falsa esperanza: “Muchachos, lo he meditado toda la semana: hoy nuestro juego dependerá de Christophe. Si él está inspirado, tendremos una mínima chance de ganar el partido. Lo digo en serio”.

El peruano Christian conducía el vehículo y celebró el sarcasmo. Yo, de copiloto, lancé la primera cobardía camuflada en pretexto: “he estado con dolor de garganta en los últimos días”. Christian me secundó: “yo también”. En media hora jugaríamos la final de un campeonato de fútbol 7. La primera final de nuestro equipo de latinos en varios años. Sin embargo, era una noche de invierno crudo, noche total de mal augurio.

— Tampoco me he sentido bien. En realidad, creo que hoy vamos a perder contra los rusos. Nos van a matar. Son unas bestias, unas moles, unas máquinas. No hay nada que hacer, muchachos. Será algo de puro trámite. Pero si Christophe está inspirado, quizá, quizá haya una chance…  Tenemos que darle el balón siempre a él — insistió Felipe vendiendo ilusión.

Llegamos al campo de césped sintético. Había gente y bullicio. El frío se colaba por las rendijas del alto techo para agravar el nerviosismo. Nuestro rival, el equipo ruso, ya nos había vapuleado 9 a 0 a ritmo de niños en un partido de la primera ronda. Los demás equipos del campeonato eran tan malos que no nos fue difícil ubicarnos en el segundo lugar de la tabla de posiciones y aseguramos así la final contra nuestros papás, los rusos.

El equipo latino se fue completando en el vestuario. El aguerrido colombiano Carlos nos repartía aliento en vano: “no hay que ser maricas, hay que jugar, a esos rusos les ganamos, hay que meter”. Asentíamos a la arenga con floja seguridad. A su lado, Diego, nuestro delantero colombiano, estiraba las piernas quizá confiado en meter el gol del honor. Sólo faltaba el director técnico, el macizo peruano David, que en su remota juventud había sido un defensa eficiente y recio, aunque de eso sólo quedaban sombras. Pese a cierta vacilación en el ambiente había unanimidad en el equipo: pasara lo que pasara, debíamos darle el balón a Christophe y él se encargaría de organizar nuestro fútbol desde el mediocampo si las patadas rusas lo dejaban.

Al fin llegó David. Entró hecho un tren al camarín y nos dio con frialdad la noticia que no queríamos oír: “muchachos, por si acaso, Christophe no viene hoy. Ah, y antes que se me olvide, independientemente del resultado, me devuelven las camisetas al final”.

El chileno Felipe parecía resignado al matadero. Intuí que los demás, en cierta medida, también. Hasta que una inconfundible voz mexicana surgió desde el desánimo: “Tranquilos, muchachos, tómense estas margaritas, este coctelito, margaritas se llama, de tequilita, y van a ver cómo vuelan en el campo, es para calmar los nervios, beban, beban”. Se trataba de Gerson, centrocampista robusto de gran remate con una particularidad: no dormía nunca. El hombre trabajaba de sol a sol en frigoríficos y en otros menesteres, y encima jugaba bien al fútbol. Su secreto se fundaba en el consumo masivo de margaritas, ese suave y eficaz brebaje que le borraba el cansancio pero no la cara de sueño. “Beban, beban, que acá tengo varias, y verán cómo les ganamos a esos pinches rusos”.

Varios le dimos sorbos a esa pócima de alcohol y nos dirigimos envalentonados al campo. Ya en el césped calentamos los músculos algunos minutos mientras veíamos de reojo a los rusos: soberbios, corpulentos, duros, albas aplanadoras siberianas.

Miré a mi equipo y comparé: sólo tres de nosotros era medianamente alto, y sólo uno parecía tener aguante suficiente para chocar con los europeos sin rebotar. El resto: chaparritos. Comenzó el partido.

Los rusos atacaban por todos los flancos y sin tregua por aire y tierra. Inexplicablemente no estaban finos: sus tiros a nuestro arco no acertaban. Tampoco les dejábamos avanzar con soltura. Por nuestra parte, no hilvanamos muchas jugadas; en nuestro afán recibíamos pisotones y puntapiés a granel. Era un empuje de ardillas contra bisontes bravíos. Aguantamos lo que pudimos el cero a cero, y así llegamos hasta los últimos cinco minutos del partido. La cosa pintaba para el empate, para irnos a penales (que ya era bastante), cuando en un segundo nos quitaron la ilusión: un disparo ruso a diez metros de distancia de nuestro arco cruzó como torpedo submarino por entre las piernas de la defensa. David, nuestro sagaz entrenador que esta noche fungía de arquero de emergencia, y que hasta ahora se había lucido, se lanzó en cámara lenta para evitar el gol, pero el balón se le escurrió como jabón mojado. Uno a cero.

Vamos, muchachos, nos alentaban los suplentes. Todavía hay tiempo.

En la última jugada del partido, a pocos metros del arco rival, el mexicano Gerson recibió el balón. Desde esa posición lateral, sin ángulo, sin espacio y encomendado al poderío de sus margaritas, Gerson pateó a ojos cerrados -tal vez pensando en Donald Trump-, y el balón salió adolorido hacia arriba y echando candela. El arquero ruso vio pasar el misil sin moverse. ¡Golazo, pinches!

Los rusos yacían congelados como los confines de su patria. Su blancura lechosa se transparentó. Con el empate nos fuimos al tiempo extra, y en ese tiempo extra la diosa Fortuna nos echó la suerte porque les encajamos tres goles más y con un hombre menos (el peruano Edward fue expulsado tras patear sin empacho a un ruso en venganza por un puntapié que recibió, con la diferencia de que al ruso no le dolió).

Al escuchar el pitazo final, aún si creerlo, el chileno Felipe corrió buscando un abrazo. Gerson, eufórico de margaritas, parecía haberle ganado a Estados Unidos. Desde la banca de suplentes, Roger fotografiaba todo. En medio del alboroto, David, nuestro impasible entrenador, insistía en que no se olvidaran, que le devolvieran sus camisetas. Luego, más abrazos, risas y sed, mucha sed que debía aplacarse en el bar.

— Se los dije en el camarín y no me creyeron. Te lo dije, güey, que se tomaran las margaritas…

Artículo publicado originalmente en NM Noticias en octubre de 2016.

Carlos Bracamonte es periodista. Publica una columna sobre historias de inmigrantes en NM Noticias. Es editor de la revista Hispanophone de Canadá. Lea más artículos del autor.