Por Alejandro Estivill, Cónsul General de México en Montreal
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Temer a la muerte es lo más normal del mundo. Filosóficamente, ese temor no responde a la muerte misma, ya que somos ese animal dueño de un “comprender afectivo” (en términos de Heidegger), que sabe bien que morirá y que ha aprendido a asumirlo. El temor es realmente a la “inexistencia”… la que se expresa en el olvido. Morir es tan aceptable como inevitable; ser olvidado es quizás intolerable.
La memoria (respetuosa y noble) es la base del Día de Muertos. Hoy es un emblema cultural que ha irrumpido en el ámbito internacional apoyado por las películas Coco (sensible explicación para la sensibilidad infantil) y Spectre de la saga de James Bond (espectáculo de calaveras y mojigangas que no hace justicia a la constricción familiar, particularmente íntima, que subyace al Día de los Muertos).
Es un entramado de rituales y simbolismos profundamente atractivo para toda audiencia moderna: detona inquietud al hilar elementos mórbidos y jocosos con ironía y exorcismo, a veces tan vitales como el baile, la fiesta, la risa y el erotismo. Muchos estudiosos se empeñan en transmitir una suerte de “autenticidad” en cada acto y cada ofrenda; señalan las reglas de un altar “correcto y completo” (siete niveles, cuatro elementos, colores, inciensos, copal, frutos y flores de especificidad única); hablan de un ritual “apegado” a las tradiciones, lo que resulta útil para separarlo en definitiva del Halloween de origen celta y germánico.
Desde tiempos prehispánicos, el Día de Muertos comparte con muchas otras tradiciones del otoño ser una ceremonia agrícola, pilar de los tiempos de cosecha, agradecida con los dones de la tierra. Para el caso mexicano, evoca el reconocimiento al sacrificio de los dioses para generar nuestra existencia. Establece un diálogo de dones entre el espacio de los vivos y el más allá.
Su lenguaje de colores ocre, sabores dulces y aromas de resina evaporada hablan de marchitamiento y resurrección de la naturaleza en un mismo trance, lo que desde los tiempos más antiguos distingue al Día de Muertos como un puente para celebrar la vida.
El crisol mexicano fundió lo prehispánico y lo católico al convertir las ofrendas prehispánicas a ras de suelo, abundantes en semillas que palpan la tierra, en altares aspirando lo divino. Sobre esos altares surge la creatividad expresada en un pan especial, las calaveras de azúcar personalizadas y las copas de aguardiente; luego llegan los gustos de los muertos que vendrán a visitar la ofrenda (tequila, chocolate, frutas, juguetes, revistas, prendas que adoraron en vida).
El artista y grabador José Guadalupe Posadas y su crítica política y social de finales del Siglo XIX y principios del XX usó el sentido igualador de la muerte para ricos y pobres, poderosos y subyugados. Construyó el ideario actual de La Catrina, su ironía y su caprichosa manera de perdonar o llevar consigo a unos u otros al más allá.
Sin embargo, lo que importa es (valga el pleonasmo) recordar que es un ritual de la memoria y el respeto. Hacemos venir del más allá, con todas las herramientas de la familiaridad y el cariño, a aquellos que nos precedieron. Lograr que su existencia vuelva a detonarse entre nosotros llega a ser una “forma de vida” que nos dan los que se han ido esperanzados en que habrán de preservarse entre nosotros, gracias a nuestra memoria.
El mexicano Octavio Paz, Premio Nobel de Literatura, está entre los pensadores que más clavaron su mirada en esta ceremonia. Su visión subrayó el gran gusto mexicano por la fiesta; ese factor amotinador que, al menos por un día, logra que las rudas reglas morales y económicas se reviertan: por un día se eleva al desposeído, se transforma al rico en plebeyo, se libera al recatado y se quitan las represiones sobre el diferente.
Paz añade a este sentido carnavalesco una pasión, muy mexicana, por el desgarro, “una ruptura con nosotros mismos” que, para el caso del Día de Muertos, resulta el intento por cruzar los límites finales que la muerte impone sobre la vida. En cierto modo, la invadimos con vitalidad. Incluso, lejos de evitar, como un tabú, la descripción misma de la muerte, le escudriñamos obsesivos en sus detalles, en sus huesos y dientes. Tal revisión de las peculiaridades de la muerte de tal o cual difunto reivindica el sentido de la vida que tuvo.
Los mexicanos diluimos, tal y como pasaba entre los antiguos mexicanos, la distancia entre el mundo viviente y aquel del fallecido. Ofrecemos una solución: todo es un ciclo infinito donde lo muerto está para dar energía a la vida y asegurar la continuidad de la creación.
Sabemos que hay fuerzas de comercialización muy poderosas sobre nosotros. Quizá la pandemia nos haga reflexionar y abandonar esa tendencia. De momento, en el mundo del consumismo, la muerte ha perdido significado y los hechos de la cotidianidad utilitarista se acomodan día tras día, como si ella nunca estuviera ahí; aunque el temor que le tenemos subyazga.
Celebremos este 2 de noviembre cuando el mexicano reencuentra el diálogo irónico con la muerte, cuando juega con ella, ríe, ironiza, bromea, respeta, rememora y, a fin de cuentas, establece un gran homenaje a ese ciclo infinito: fuente de vida. Nada de miedo, nada de necrofilia: solo el respeto por los que se han ido para que el sistema de la vida siga funcionando.
Alejandro Estivill es diplomático de carrera del Servicio Exterior de México, con el rango de Embajador. Se ha desempeñado principalmente en América del Norte, y en las áreas de cultura y asuntos consulares. Es escritor y ha publicado las novelas El hombre bajo la piel, Alfil, los tres pecados del elefante, premio AKRÓN novela negra 2019. Es promotor cultural y especialista en lingüística e intercambio cultural internacional.