La historia de los españoles que fueron a cuidar vacas a Quebec

Fotografía tomada el 15 de agosto de 1962 y entregada como recuerdo a todos los viajeros del vuelo Montreal- Madrid de ese día. Este viaje fue organizado por Adolfo Iglesias, que tenía una agencia de viajes en el Centro Español de Montreal. Foto: Revista Agramar
Miles de campesinos españoles fueron a trabajar a Canadá en los años 50 y 60 del pasado siglo con el primer programa de emigración organizado por la dictadura de Franco. Se llamó “Operación Bisonte”.
Por Juan Gavassa

En mayo de 1957 cuatro aviones despegaron de Madrid con destino a Montreal. En su interior viajaba la primera remesa de emigrantes organizados por la dictadura franquista mediante la Operación Bisonte. El Instituto Español de Emigración, que había sido creado tan solo un año antes, había convocado a través de las hermandades de labradores de todo el país un programa para llevar “obreros agrícolas” a las granjas de Quebec, donde había gran demanda de brazos para cuidar las vacas y mantener en orden las granjas.

En ese primer viaje cruzaron el charco 107 matrimonios de labradores procedentes de Teruel, Santander, La Rioja, Galicia, Madrid y Castilla León. Huían del hambre y de la miseria que asolaba aquella España sumida en la autarquía del dictador. Firmaron con los ojos cerrados un contrato que ataba sus destinos a un país del que no sabían nada. La promesa de una vida mejor estaba envuelta de incertidumbres y misterios. La mayoría de ellos apenas había pisado la escuela y tenía dificultades para ubicar el Canadá en el mapa. Sabían que estaba cerca de Estados Unidos y que nevaba mucho. Poco bagaje para tan largo viaje.

Villarquemado, el pueblo de la Operación Bisonte

El pequeño pueblo de Villarquemado, en la provincia de Teruel, fue uno de los que proporcionalmente más voluntarios aportó a la Operación Bisonte. A lo largo de los años, de los 1.500 habitantes que tenía censados la localidad, cerca de 200 emprendieron la aventura canadiense. Algunos regresaron, muchos echaron raíces en Quebec y ya nunca volvieron.

Los seis matrimonios turolenses que tomaron el primer vuelo aquel 14 de mayo de 1957, los pioneros, se fueron armados con un buen arsenal de miedos. La ignorancia y la desesperación alimentó en las semanas previas al viaje una muchedumbre de leyendas y rumores, muchas de ellas fraguadas en la amargura de los que se quedaban.

“Ahí se gana mucho dinero pero hay bandas de indios que en cuanto huelen que el emigrante ha hecho dinero, le cortan el cuello y se llevan su dinero”, contaba Álvaro Iritia que le decían los del pueblo en El tiempo en la maleta, el documental dirigido en 2010 por José Miguel Iranzo que narraba la epopeya de aquellos españoles.

En el Canadá, con el artículo determinado por delante, se sabía que había muchas vacas, osos, lobos, indios y también nieve, mucha nieve. A uno de Teruel la nieve no debía persuadirle pero llegó noviembre y comprobaron con estupor que había nevadas y nevadas.

La circular emitida por la Delegación Provincial de Sindicatos establecía que los aspirantes a viajar a Canadá debían estar casados, ellos no superar los 45 años y ellas no estar embarazadas. No tener hijos era una ventaja y, por supuesto, la otra era saber ordeñar vacas. Aquellos con problemas de reuma, artritis, pies planos, varices o taras físicas debían abstenerse. Las mujeres trabajarían en las tareas domésticas de la granja. “Todo lo que fuera abandonar la miseria del pueblo nos valía”, recordaba Armonía Esteban, que tenía 24 años cuando llegó a Montreal, en el documental de Iranzo.

Circular emitida por el Instituto Español de Emigración.

Lo que dejaban atrás era la miseria cotidiana y el hambre, la incertidumbre diaria de encontrar un jornal al amanecer, siempre pendientes de la última voluntad del patrón, que repartía a su antojo las miserables peonadas. Jornadas interminables en los campos de remolacha sin derechos ni descanso, casi sin comida. Esa era la vida en buena parte de los pueblos de España a finales de la década de los 50.

Los que optaron por quedarse vieron aliviados cómo disminuía la competencia, menos jornaleros para repartir, pero también recelaban de su propio destino y de la suerte de los que decidieron largarse. Las remesas que enviaron en los siguientes años fueron el sustento de muchas familias.

Sin embargo, como explicaba Armonía Estéban, las autoridades locales no lo pusieron fácil. Los candidatos tenían que conseguir un certificado de buena conducta del alcalde, el cura y el cabo de la Guardia Civil. Algunos seguían arrastrando a su pesar los estigmas del bando perdedor pese a que no conocieron la guerra. A ella el guardia civil de turno le expidió un documento manchado de falsedades y evocaciones de un marxismo que solo anidaba en la mente calenturienta del oscuro funcionario. Pero logró el permiso; en Canadá esas obsesiones no hacían hueco.

Canadá y el impacto de la abundancia

Cuando pisaron suelo canadiense las familias fueron distribuidas por diversas granjas de la provincia de Quebec y comenzaron a trabajar para jefes que les trataban con respeto, les ofrecían todas las comodidades de las casas canadienses y les garantizaban sus derechos. Era un país moderno, tolerante y diverso, la antítesis de la España cuartelaría de Franco.

Álvaro Iritia y su mujer, Elvira Sánchez, a la izquierda, en la granja de Quebec donde trabajaron al llegar a Canadá.

La mayoría de ellos conoció por primera vez, al entrar en esas esplendorosas viviendas, que existían los baños, las televisiones, la nevera o la aspiradora. Nunca habían vista nada parecido en sus pueblos. Había luz eléctrica en las casas, las despensas estaban abarrotadas de comida y los fines de semana descansaban. “Cuando comprobabas que hacías lo mismo que en España pero aquí no solo no te insultaban sino que te respetaban y se preocupaban de ti, comprendías que algo malo había pasado en las vidas que habíamos dejado atrás”, rememoraba Álvaro Iritia en el documental El tiempo en la maleta.

El impacto de la llegada a Canadá marcó sus vidas para siempre porque enfrentó dos mundos opuestos y distantes. Pero el largo viaje no les libró, pese a todo, del yugo de la iglesia católica. A finales de los años 50 Quebec vivía la oscura etapa del primer ministro ultraderechista Maurice Duplessis. Lo reflejó muy bien Alfred Hitchcock en su película de 1957 Yo confieso, rodada en Quebec.

Era una sociedad sometida a la asfixiante moralidad del crucifijo, que negaba la comunión a las mujeres que no habían quedado embarazadas en su primer año de matrimonio. Como explicaba Armonía en el reportaje publicado por El País en 2017, cuando se cumplieron 60 años de la primera Operación Bisonte, “yo eso no lo había visto nunca en España”.

La “gran oscuridad” dio paso en 1960 a la “revolución tranquila” con el triunfo del liberal Jean Lesage en Quebec. La mayoría de los españoles abandonó tan pronto como pudo aquellas granjas recónditas y aisladas y se instaló en el próspero Montreal. Hay un personaje, Ramiro Sanz, que ejerció en aquellos años de ángel de la guarda de la colonia española. Él les buscaba alojamiento y trabajo. Cuentan que era un bon vivant, un tipo simpático, carismático y bien conectado que conocía a Pierre Trudeau y se relacionaba con las altas esferas de la política quebecois.

Septiembre de 1957, delante de la casa de huéspedes situada en la calle Laval, donde vivieron al llegar a Montreal muchos españoles. Al fondo, Elvira Sánchez y Armonía Estéban; delante de ellas, Isaac Pérez y Alfredo Coedo; y en primer plano,  Álvaro Iritia, Ramiro Sanz y Félix Julián. Foto: Elvira Sánchez y Álvaro Iritia 
De las granjas al próspero Montreal

Lejos ya de “las farmas”, como pronto llamaron a las granjas, muchos empezaron a trabajar en la vieja fábrica de tabaco, donde ganaban a diario quince veces más de lo que conseguían en España. “Después de haber trabajado como burros en el campo en España, a mí ese trabajo en la fábrica de tabacos me parecía un juego”, relataba Álvaro Iritia. “A mí me decían que trabajaba muy duro y yo les respondía a los canadienses, si supierais cómo trabajaba en España sabríais lo que era realmente trabajar duro”, contaba Asunción Sánchez.

Detrás de aquella primera hornada llegaron otras muchas, algunas bajo la Operación Bisonte y otras con nuevos programas para emigrantes como la Operación Alce o la Operación Marta, creada especialmente para trabajadoras del hogar. Todos iban a parar a la calle St. Laurent, el corazón de la inmigración y entonces la zona más barata de Montreal.

Esos españoles que huían del hambre se encontraron con los españoles que veinte años antes habían escapado de la dictadura tras el final de la Guerra Civil. Nunca hubo buena relación entre ellos. El rencor del exilio político chocó con la amargura del éxodo económico y aquello se convirtió en una afrenta de reproches y dignidades mal entendidas. Los primeros consideraban a los recién llegados unos esclavos del franquismo. Estos no lograban descifrar el amargo rencor en el que ahogaban sus penas los veteranos. Las dos Españas, esta vez irredentas.

Combatieron la nostalgia a base de pasodobles y paellas en los clubes españoles que abrieron para engañar a la distancia y a la memoria. Se hicieron famosas en Montreal sus fiestas, la orquesta española y aquellas jóvenes solteras y divertidas que habían llegado para servir en las casas de los adinerados canadienses. En Quebec se liberaron de la férrea vigilancia moral de España y alegremente reescribieron su destino.

En esos centros sociales, que se anunciaban invariablemente con la figura de El Quijote y la cabeza de toro, celebraron bodas, navidades, cumpleaños y nocheviejas cientos de emigrantes. Y el nacimiento de los nuevos hijos, que ya fueron canadienses sin dejar de ser españoles del todo. Muchos regresaban de vacaciones a España y en cada viaje comprobaban que el país estaba cambiando, era más moderno y, sobre todo, más libre. “Llegó un momento en el que ya no había diferencias entre Canadá y España”, recuerdan, ya no reconocían la tierra de la que huyeron porque no les daba de comer.

Pocos quedan ya en Montreal de aquella primera Operación Bisonte. La mayoría volvió a su tierra tan pronto como pudo y otros echaron raíces en Quebec y se quedaron para ver crecer a sus hijos y a sus nietos. Estos son los que mantienen orgullosos ahora el legado de aquella generación de españoles que cruzó el Atlántico a ciegas para enfrentarse a la amenaza de los osos y de los indios canadienses.


Artículo publicado originalmente en Lattin Magazine.

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