Por Carlos Bracamonte
Antonia insistió en contarme la historia. “Aunque el final no es muy feliz”, me advirtió. Por su actitud un tanto melancólica intuí que ella tenía algo que ver con aquel relato, pero no fue hasta una semana después, bajo una tarde de viento intenso, que lo supe: se trataba de su propia historia y de la decisión que le ha cambiado la vida.
Cada día, cientos de madres solitarias sacan adelante a sus hijos. Por esa condición ardua, ellas reciben en Canadá merecidas ayudas sociales para afrontar mejor el desafío. La hondureña Antonia es una de ellas. En su país se enamoró de un canadiense. Luego se casaron y él la convenció de venir a Montreal. Eso había ocurrido hace veinte años. Por entonces la juventud le pareció eterna y quizá por eso Antonia no estudió ningún oficio. Obtuvo la residencia permanente en Canadá, aprendió el francés trabajando en lo que podía y completó su nuevo hogar quedando embarazada. Seis meses después de dar a luz a Gabriel, su único hijo, tuvo que afrontar su crianza sola en un país desconocido y con un futuro incierto lejos de su familia.
En vez de volver a Honduras, resolvió quedarse en Canadá. Se presentó en las oficinas públicas para la búsqueda de empleo (Emploi-Québec) donde encontró asesoría y oportunidades. Poco a poco fue perfeccionando su dominio del francés. Estudió un curso técnico para conseguir con prontitud un trabajo seguro. Dentro del mar de opciones eligió un taller básico de carpintería. No estaba mal para una mujer resuelta, detallista y de porte enérgico como ella. Tuvo un día de prácticas y se emocionó más de la cuenta. “Nunca había sido tan feliz con un trabajo”, me aseguró con nostalgia. Pero ese fue el primer y último día porque su agente de empleo le indicó que las ofertas laborales para esa especialidad se estaban yendo en picada. Revisó nuevamente el menú de oficios y optó por el de técnico en soldadura. Pronto encontraría a las afueras de Montreal un empleo con un salario aceptable.
A medida que el presente de Antonia se aclaraba, su hijo Gabriel crecía y demandaba más atenciones. Una vecina le daba una mano cuidando y llevando al niño a la escuela mientras ella se enrumbaba a su empleo madrugador. Antes de irse, Antonia le dejaba todo listo a su hijo: su desayuno, su almuerzo y una lista de indicaciones para que se fuera completo a la escuela. Al regresar del trabajo pasaba al vuelo por el niño. De ese modo se fue configurando su rutina por largo tiempo.
Hoy su hijo Gabriel tiene 15 años. Desde pequeño había sido despierto y temperamental. Con no poco sentimiento de culpa, Antonia considera que a causa de su situación personal, hizo madurar a su hijo antes de tiempo forzándolo a ser altamente responsable a temprana edad y a comprender sus circunstancias familiares. Ella le dio una crianza basada en los buenos hábitos y no exenta de alguna nalgada. Antonia corregía con rigor; sin embargo, su autoridad era de cristal porque a los pocos minutos de reprender al niño el sentimiento de mala madre le estrujaba el pecho. Entonces conciliaba cediendo a los caprichos de su hijo. Pronto Gabriel se hizo un adolescente alto, fornido y gritón, y las furias de la edad de la rebeldía redoblaron el carácter enérgico del muchacho. Esa fue la primera señal.
Gradualmente, Gabriel pasó de los gritos a los insultos, y de los insultos a los golpes contra su madre. Antonia llegaba moreteada al trabajo o salía corriendo rumbo a su casa cuando su hijo caía en un estado de histeria que desfogaba rompiendo lo que encontraba a su paso: sillas, mesas, vasos, loza. Algunas veces los vecinos llamaban a la policía y los agentes sosegaban al muchacho. La madre temía pedir ayuda en los Centros de Servicios Comunitarios Locales (CLSC) pues varios amigos se lo desaconsejaron. Además, ella misma había tenido una experiencia poco afortunada ocho años antes cuando vio en su hijo Gabriel los primeros atisbos de una rebelión incontrolable. Aquella primera vez, Antonia pidió auxilio en el CLSC de su distrito donde una asistenta social con aires de mariscal le enseñó técnicas para reprimir al niño aplicándole unas llaves de lucha libre que la madre empleó con angustia y pena hasta que notó su inutilidad. Pero eso había ocurrido hace mucho.
Desde hace varios años Antonia no ha vuelto a darle nalgadas a su hijo, más aún si ahora se trataba de un muchachón robusto y más alto que ella que la amenazaba casi a diario con llamar a la policía si le tocaba un pelo. Las golpizas y forcejeos contra su mamá continuaron hasta que ella no aguantó más y acudió nuevamente al CLSC donde esta vez conoció a una asistente social de buen corazón que se hizo cargo del caso con sesiones independientes y conjuntas entre madre e hijo.
Al principio, Gabriel mostraba su lado más amable. Luego revelaría su fondo explosivo al punto que ya no le importaba guardar las formas delante de la asistenta social que siempre los visitaba en casa y que se había comprometido con el caso desde el primer día como si se tratara de su propia familia. En apariencia, la histeria del muchacho obedecía a razones fútiles: porque su madre lo castigó quitándole su tablet, porque ella le cambió la contraseña del Internet o porque no quería lavar los platos que ensuciaba en sus vacaciones. Le hicieron un test para descartar autismo o algún mal psiquiátrico y los resultados fueron contundentes: de lo único que padecía el muchacho era de un ligero problema de concentración, nada fuera de lo normal.
— ¿No quisieras enviarlo a un centro de internamiento? — le preguntó la asistenta social a la mamá.
— No, de ninguna manera — contestó de inmediato Antonia aterrada de sólo imaginar no ver a su hijo siquiera un día. Pero ese temor se fue disipando conforme las intimidaciones de Gabriel subieron de tono. Con el corazón en la mano, Antonia aceptó a regañadientes la propuesta de la asistenta social: su hijo necesitaba ayuda urgente y especializada.
Pocos días después, Gabriel fue enviado a un centro de acogida (centre de jeunesse), una suerte de internado provisional donde pasaban sus tres primeras noches niños y adolescentes con problemas serios (trastornos de conducta, violaciones, delitos, maltrato físico, orfandad). Ellos aguardaban ahí a que una jueza revisara sus casos y decidiera finalmente a qué centro de internamiento serían enviados. Sin embargo, para Gabriel las tres noches se convirtieron en cinco pese a que él mismo había autorizado su traslado al nuevo internado (desde los 14 años de edad las leyes canadienses otorgan a los adolescentes una serie de derechos sin aprobación paterna para así dotarlos de a pocos de cierta autonomía). El retraso se debió a que las autoridades requerían de la aprobación de su papá, pero nunca encontraron al hombre, así que la jueza resolvió el caso al quinto día.
En ese lapso y ya más calmado en la soledad de una habitación, Gabriel llamaba todas las noches a su mamá para pedirle que lo sacara de ese lugar donde a diario recaían delincuentes juveniles que armaban alboroto, y que se lo llevara a donde le habían prometido ayudarlo. A Antonia no le fue difícil ubicar en la calle la ventana de la habitación desde donde su hijo la telefoneaba. A partir de la segunda noche, parada frente al centro de reclusión, Antonia esperaba en la avenida a que su hijo encendiera la luz de la habitación (así lo habían acordado) para que ella distinguiera a la distancia la ventana, para que él supiera que su madre lo acompañaba desde afuera.
— Gabriel, mira por la ventana, aquí en la avenida, te estoy haciendo señas con mi celular, tengo una pancarta —, le dijo su mamá.
El muchacho se asomó y vio a su madre agitando un cartel con la frase: “Te amo, hijo”.
— Sí, mamá, sí te veo. Yo también, yo también te amo, mamá. No debiste esconderme mi tablet ni cambiar la contraseña del Internet. ¿Por qué lo hiciste?
Gabriel no era consciente del trasfondo de su delicada situación. Mientras duró en ese internado provisional, su mamá fue siempre a desearle las buenas noches desde la calle. Al sexto día, Gabriel pasó a un internado aledaño muy parecido a una casa de retiro con campos deportivos y juegos por doquier. En dicho centro, los especialistas de la Direction de la protection de la jeunesse (la entidad que está ayudando a Antonia y a su hijo) estaban sorprendidos por la conducta del muchacho: era un adolescente modelo y educado, con iniciativa y muy solidario, casi un ángel. No entendían las razones de ese quiebre emocional, más aún cuando Antonia siempre indagaba por los avances de su hijo e iba a verlo sin falta en el horario de visitas, cosa que no hacían los otros padres.
Antonia me confiesa: “Si seguía con esa conducta, Gabriel podría agredir a cualquiera, a una novia, a su futura pareja, y quería evitar una desgracia. Por eso tuve que separarme de mi hijo y acepté el internamiento. Los especialistas de la Direction de la protection de la jeunesse me han dado tranquilidad y han roto muchos mitos en los que a veces uno cree cuando es inmigrante. No me han quitado a mi hijo. Al contrario”.
En teoría, el tratamiento de Gabriel durará hasta diciembre y es muy probable que el muchacho se quede por más tiempo ya que la buena conducta no le duró demasiado: hace poco empujó a otro joven que se burló de su origen latino.
Hoy, Antonia intenta pasar la mayor parte del tiempo ocupada para no deprimirse, y trata también de llegar lo más tarde posible al silencio de su departamento. Espera con ansias cada domingo para visitar a su hijo. Ahí conversan de todo lo que hicieron en la semana, de temas que no dañan. Gabriel la ha comenzado a tratar con más respeto y cariño. Ella siempre lo sienta a su lado dándole la espalda al reloj para olvidarse de que la visita en algún momento terminará. Hasta la tarde en que conversamos, el final de esta historia era, más que infeliz, inconcluso: Antonia debe esperar otra decisión judicial para saber si pasará la próxima Navidad con su hijo en casa y para comprobar si valió la pena su decisión. Bajo el peso de esa incertidumbre, sigue reuniéndose con la asistenta social del CLSC, aquella que le sugirió el internamiento y que, a decir de Antonia, es su sostén emocional.
Mientras tanto, Antonia reúne trazos del pasado con su hijo mirando muchas fotografías. La tarde en que conversamos vi una en su celular: madre e hijo abrazados y sonrientes en alguna lejana noche de patinaje en Montreal.
Carlos Bracamonte es director de la revista Hispanophone de Canadá. Agente en temas comunitarios e inmigratorios, y especialista en gestión de proyectos y responsabilidad social empresarial. Lea más artículos del autor.