En memoria de don Ernesto Barreda.
Por Luis Seminario
El techo del cuarto es de calamina. Tres vigas paralelas lo sostienen. A mitad de la del medio –la más gruesa– pende la cuerda con que me voy a ahorcar.
Honestamente, hubiera preferido un medio menos lento y laborioso para morir. Honestamente, hubiera preferido obviar varias cosas; entre ellas, escribir un testimonio antes de matarme. Pero he sucumbido, como la mayoría de suicidas, a escribir unas últimas palabras; aunque es irónico que el escrito más importante de mi vida lo redacte cuando ésta ya no me importa, sin opción de corregirlo, y sin destino ni destinatario específicos.
El hecho que escriba dónde y cómo, es muestra de que me mato en pleno dominio de mis facultades y no presa de un súbito desprecio por la vida, ocasionado, digamos, debido a un problema sentimental o económico (motivos comunes del suicidio y no desconocidos por mí). No obstante, no soy capaz de reconocer algo ni descartar nada como probable causa de esta decisión. Sólo sé que es una idea largamente acariciada y nutrida por cada milésima de segundo que compuso hasta hoy mi existencia. Pues nunca pude dejar de pensar en la muerte; ni siquiera en los momentos que podría denominar felices. Paradójicamente, la muerte ha tenido una presencia vital en mi vida. Ha sido mi sino, mi elemento y, sin exagerar, lo que hasta hoy me mantuvo vivo. Más tarde, al leer estas palabras, alguien podrá decir, no sin desdén, que por vivir pensando en la muerte he sido yo un muerto en vida. Ante esto, pregunto: ¿acaso la muerte no es superior a la vida?, ¿no somos testigos a diario de su supremacía? Además, ¿cuánto dura la vida, y cuánto la muerte? Aquella resulta tan breve e insignificante comparada con ésta, eterna y, verdaderamente, esencial.
Por razones obvias, no imprimiré mayor contundencia a mi argumento, que, ciertamente, no he debido enunciar. En todo caso, no me interesa justificarlo; tampoco convencer a nadie. El resto, futuros cadáveres, puede pensar lo que quiera. Por mi parte, he vivido pensando en la muerte y ahora me procuraré la propia. Tengo todo dispuesto: la soga amarrada con doble nudo a la viga, los menudos y escasos muebles arrimados a las paredes grises del cuarto, la puerta asegurada con llave, la ventana atrancada a su marco (y cubierta por una cortina, desgraciadamente, casi transparente). El centro de la habitación lo ocupa sólo la cuerda y un alto banco de fierro. Ambos cumplirán esta noche la tarea más benévola y trascendental de su existencia: ayudarme a morir. A mis padres les debo la vida; al banco y a la soga les deberé la muerte. La primera es deuda contraída involuntariamente; en consecuencia, renunciable. Razonando, deduzco que al final les deberé más al par de objetos que a mis padres. Pues éstos al darme vida me obsequiaron el regalo más infame, doloroso e insoportable que se pueda recibir; por ende, el banco y la soga vienen a ser mis verdaderos padres, y como tales, pronto aliviaran a su hijo de este tormento.
Sin embargo, abominar a mis progenitores sería injusto. Tendría que abominar igualmente a sus padres y a los padres de sus padres. Y no. No lo haré; menos a mi edad. Sobre todo porque su único delito es haberme traído al mundo. Ellos no tuvieron la culpa de procrear un apologista de la muerte. Bueno. Basta. Mejor aclaro que para cuando esté pataleando por el rotundo dolor, arrepentirme no será opción: antes de saltar del banco y sentir el tirón de la cuerda estrujándome el cuello, me cortaré las venas de las muñecas. Esta acción dolerá, lo sé; pero ante este desangre lento, doloroso y mortal, morir ahorcado será como una salvación, pues no tendré escape: poco de un ácido ha bastado para convertir la llave en mancha plateada sobre el piso negro. Soy mi propio prisionero en este cuarto de mala muerte (pronto esto será literal). Y aquí vivo solo desde hace años, en una quinta nauseabunda donde, gracias a Dios o al demonio, a nadie le importa la vida ajena.
Sobre la mesa en que escribo –apartado y de espalda a la ventana–, además de esta hoja y el lápiz, descansa impaciente la navaja que usaré en breve y un reloj con forma de pez, a veinte minutos de marcar la una a.m. del día cuya luz ya no veré. Escribiendo esta frase decido (escribir atiza la imaginación, ahora lo sé) aumentar una acción intermedia entre soltar el lápiz y coger la navaja: prender fuego alrededor de la habitación. Por suerte, entre los objetos testigos de mi última noche hay cerillos y algo de alcohol.
No añado este hecho debido a una lujuria suicida sino a un ánimo de perfección: si en los siguientes minutos algún impertinente tratara de “salvarme”, el fuego le apagará cualquier ánimo de heroísmo al plantearle la disyuntiva de si vale la pena arriesgarse a morir carbonizado por salvar a un hombre que “desprecia” la vida. Así aseguraré que me descuelguen sólo muerto. Que el fuego después cause pánico no es mi problema. Ya no estaré para verlo. Aunque, si la gente actúa adecuadamente, la candela se limitará a calcinar mis bienes: la cama, la silla, esta mesa, el banco, la soga, el lápiz con que escribo, mis enseres y, si tengo suerte, mi cuerpo entero.
Todo. Todo en mi cuarto arderá, excepto esta hoja. Ya que lo he escrito, salvaré este testimonio como último acto de vanidad. También será la mejor prueba de que procedí con lucidez hasta el final.
De la causa esencial de mi “fatal decisión” (así la llamarán más tarde los diarios) no escribiré nada; como expuse anteriormente, no sé definirla. Tal vez carezca de causa, o quizá todo lo sea. Esta incertidumbre no alterará ni un ápice el acontecimiento.
Mi arraigada misantropía me prohíbe tentar una despedida; también el desconocer al futuro poseedor de este escrito, que, simplemente, debe leerse como las últimas palabras de un hombre que no quiso vivir más.
Esto es todo.
P.d.: Con mi cuerpo, o sus restos, pueden hacer lo que quieran. Tengo la firme esperanza de no volver a necesitarlo.
Cuando salí de mi cuarto –alertado por el humo invasor–, el pasillo de la quinta todavía no era ocupado totalmente por la nube gris y estaba sin gente. Terminé de despertar cuando advertí que el escenario del incendio era el cuarto vecino al mío, y corrí a socorrer a su inquilino. Al mirar por la ventana, cuyo cristal había sido roto debido a la intensidad del fuego, el cuadro que vi fue aterrador: entre la candela, el cuerpo del hombre vestido de gris, oscilaba lentamente, de espalda, colgado del cuello a un madero del techo. Las llamas empezaban a quemarlo.
El reducido espacio entre los barrotes de la ventana no permitió mi ingreso a la habitación. Antes que salieran los demás inquilinos y se amontonaran los curiosos, traté de forzar la puerta pero fue en vano. El espeso humo que salía por debajo de ésta, casi no me permitió descubrir el testimonio del señor Barreda, que hoy forma parte de éste, mi primer libro de cuentos. Y, como sé que él no lo aprobaría, a modo de disculpa lo titulo sólo como lo que es y lo dedico a su memoria.