Historietas de Montreal: Día de elecciones

Ser inmigrante y votar desde el exterior por el nuevo presidente de tu país en unas elecciones ensombrecidas por la insalvable división y la tragedia de la historia. De eso trata este primer artículo de la serie Historietas de Montreal, del escritor colombiano Gerardo Ferro, que cada quince días abordará el universo de encuentros y desencuentros que se suscitan entre esta metrópoli y sus inmigrantes.

Por Gerardo Ferro Rojas

Jerry necesita votar temprano porque los domingos tiene turno en la Biblioteca de la rue Benny. Su trabajo, como el de sus otros colegas, consiste en atender la recepción, además de ordenar y clasificar libros durante toda la jornada. Empieza a las 10. Las mesas en el consulado las abren a las 8; si logra votar a esa hora tendrá tiempo suficiente para desayunar algo en alguna cafetería y llegar con holgura al trabajo.

El paradero del bus queda en la esquina de su edificio, sobre la Côte des Neiges. No hay mucha gente. Las características atmosféricas del día aún se desconocen.

La verdad es que Jerry todavía no está en el paradero. La verdad es que las elecciones serán al día siguiente. La verdad es que Jerry está en el estudio de su apartamento, leyendo en el somier un libro de tragedias griegas. Levanta la mirada de las hojas y mira la pantalla apagada de su televisor. En la pantalla, Jerry logra verse a sí mismo al día siguiente caminando hasta el paradero para ir a votar.

En el bus le toca sentado al lado de una ucraniana bellísima y un latino que no ha dejado de mirarlo de reojo desde que se sentó.

—¿Usted va a votar, verdad?—le pregunta el tipo por fin. Su acento lo delata: no hay duda de que es colombiano.

Entonces Jerry siente que todo el bus se silencia, que él y su compatriota se convierten en el centro de atención, casi como si estuvieran arriba de un escenario, o como si interpretaran la escena de una comedia de horror político.

—Sí.

—Hay que hacerlo, y hacerlo bien. De lo contrario nos seguirán jodiendo.

—Tiene razón, hay que hacerlo bien.

—Usted me parece un tipo sensato. No voy a preguntarle por quién va a votar, pero le diré algo: yo en Colombia jamás voté a conciencia, siempre fui obligado. Yo pude ser un muerto más, uno de los tantos que ya tenemos.

—¿Hace cuánto que vive aquí?

El tipo se queda pensativo.

—Me resulta difícil sacar la cuenta.

—¿Refugiado?—le pregunta Jerry bajando la voz.

—Ojalá los muertos nos ayudaran a ver. ¿Usted cree que pueden hacerlo?

En su estudio, Jerry piensa en la pregunta. Busca en su libro de tragedias griegas y encuentra la frase subrayada. “Y montones de cadáveres harán ver sin palabras a los ojos de los mortales”. El tipo está hablando como Esquilo, se dice, y piensa en una posible respuesta. Concluye que a pesar de los cadáveres hay demasiado ruido que impide escucharlos y verlos. Se vuelve a concentrar en la pantalla del televisor.

—Creo que sí—le responde finalmente—, creo que pueden ayudarnos a ver, pero igual la gente sigue ciega.

—Y sorda. ¿Ya se dio cuenta de que hay una niebla que revolotea sobre nosotros? No aquí, en el país, quiero decir.

—¿Una niebla estigia, acaso?

—Exactamente eso.

Jerry vuelve a identificar la cita en el libro. En el televisor, el bus continúa su camino.

—Cadáveres hermanos de hermanos—dice Jerry.

—Allí donde la casa se inundó de sangre.

—Y el Palacio respira muerte que gotea sangre.

—¿Está viendo a esos jóvenes sentados delante de Palacio?

Sí, claro que los ve. En el televisor también puede verlos. Jerry calcula que son unos 10 mil, según las últimas noticias reveladas. Eso mismo le dice.

—Deben ser diez mil. O más.

—Yo diría que más, créame.

El bus avanza sin contratiempo. Jerry sigue el recorrido en el televisor.

—Yo voto porque es la única forma de hacer algo. A veces no es fácil elegir, pero en este caso debería serlo.

—Pero no lo es. La gente no escucha ni ve.

—Bueno, usted sabe que los desterrados nos alimentamos de esperanzas.

—¿Y cuál es su esperanza?—le pregunta Jerry.

—Que expulsemos de sus casas a los homicidas. Que no olvidemos a los muertos. Que expiemos sus asesinatos.

—¿Cómo?

—Eligiendo correctamente. Siendo coherentes. ¿Usted ha pensado en todo esto, verdad?

Claro que lo ha pensado, lleva días pensándolo, aún frente al televisor sigue haciéndolo, y también en el recorrido que imagina en el bus.

—Nuestras armas son escasas—le dice.

—Pero poderosas. Recuerde que los dones de un hombre malvado no proporcionan provechos.

Jerry identifica la sentencia en un parlamento de Medea. El bus se aproxima a la siguiente parada.

—Debemos bajarnos en la esquina—le dice Jerry.

Los dos hombres se bajan en la rue Sherbrooke. Las condiciones atmosféricas siguen siendo desconocidas, pero desde el somier de su estudio, Jerry ve en la pantalla del televisor las características de un día soleado que lucha por sobrevivir a un grupo de nubes amenazantes. Sólo unos cuantos metros los separan del consulado y, al otro lado de la pantalla, Jerry empieza a sentir una angustia anticipada que el otro Jerry, el que camina al lado del desconocido, también siente.

—Ya estamos aquí­—le dice el hombre cuando llegan a la entrada de un inmenso edificio de puertas giratorias. El consulado está en el noveno piso.

—¿No siente un poco de angustia por lo que pueda pasar?

—Ya no. Antes sí, pero ya no. Recuerde que quien no nutra su corazón con miedo, aún puede venerar a la Justicia.

Las Euménides, piensa Jerry frente al televisor.

—Las Euménides—se atreve a decirle.

—Yo ahora puedo estar en todas partes—le dice el otro.

Jerry no entiende qué quiso decir. El que mira el desarrollo de la escena en la pantalla, tampoco.

—No entiendo.

—Claro que entiende—le dice, y le extiende la mano con una sonrisa—. Fue un placer conocerlo.

—¿No me acompaña a votar? —le pregunta Jerry, sintiendo el frío de la mano al estrecharla.

—Lo acompaño hasta aquí. Aún es temprano y hay gente a la que debo hablarle, quizá también puedan escucharme como usted lo hizo.

Y al decir esto recoge sus pasos hasta volver a la Sherbrooke donde se pierde de vista. Jerry mira el reloj. Las mesas de votación tienen 5 minutos de haber sido abiertas. Entre la posibilidad de seguir al otro hombre y la de entrar al edificio del consulado, elige la segunda. No todas las elecciones en la vida son siempre tan fáciles.

El otro Jerry, en cambio, sigue los pasos del hombre unos cuantos metros más sobre la rue Sherbrooke, y mientras lo ve avanzar en la calle, se percata de la delgada capa de neblina que lo cubre. Todavía es capaz de escuchar su voz, sus silencios, sus pasos, de imaginar sus gemidos y su sangre, de sentir en su propia respiración la respiración del otro. Entonces considera que ya ha sido suficiente por esa noche. Deja el libro en el espacio correspondiente de la biblioteca, y se va a acostar. Es tarde; al día siguiente tendrá que levantarse temprano para ir a votar.


Gerardo Ferro Rojas (Colombia, 1979). Escritor y periodista, magister en Estudios Hispánicos de la Universidad de Montreal. Ha publicado los libros de cuentos Cadáveres Exquisitos (2003) y Antropofobia (2006), y las novelas Las Escribanas (2012) y Cuadernos para hombres invisibles (2016). Acaba de publicar el libro de cuentos Nunca olvidamos nada, nena Reside en Montreal desde 2012. Leer más artículos del autor.