Francisco Velásquez es un joven experto en finanzas que ayuda a la comunidad hispana de Montreal. Dejó su país por amenazas de muerte. Su sueño era traer a su madre. Hoy es Director de Desarrollo de Comunidades Culturales para el conjunto de cajas Desjardins.
Por Carlos Bracamonte
El ultimátum iba en serio: “tienen 15 días para irse del país”. El colombiano Francisco Velásquez y sus familiares no dudaron y comenzaron a empacar. Francisco tenía sólo 21 años y estaba culminando la carrera de derecho, pero la guerra decidió por él: su madre era una alta funcionaria de un organismo de derechos humanos y un atentado en su contra parecía inminente. Canadá asomó entonces como una posibilidad incierta para volver a empezar.
Un día de otoño del año 2009, Francisco y sus dos hermanas (una mayor que él y la otra aún niña) arribaron a la ciudad de Saint-Jérôme, en Quebec. Un organismo de ayuda humanitaria los aguardaba para darles asilo. Una iglesia del barrio les tendería la mano. La madre tuvo que separarse de sus hijos. No había otra salida, debía darles seguridad. Se quedó sola en Colombia, a su cuenta y riesgo, velando los últimos años de los abuelos.
El joven Francisco Velásquez se comunicaba a diario con su mamá. La mantenía al corriente de sus avances y retrocesos. Ella le recordaba siempre los consejos que le dio en casa. Durante años, la madre había trabajado a sol y sombra para mantener a sus hijos. Francisco, que cuando llegó a Quebec era todavía un veinteañero delgado, imberbe y bastante alto, debía seguir el ejemplo materno y afrontar con madurez los avatares de su nueva vida en Canadá. Tomó las riendas y buscó cualquier empleo, lo primero que encontrase. Y lo primero que halló, apenas tres días después de arribar a Quebec, fue un trabajo como obrero en una fábrica de salsas. Formaba parte de una cadena de producción llenando cientos de tarros al día con un pimiento súper picante zambullido en vinagre. La producción se hacía con rigor aunque bajo condiciones de seguridad infames: mientras los empleados locales usaban hasta máscaras, a Francisco sólo le dieron una bata blanca percudida y un par de guantes de plástico. En tal estado manipular ese pimiento cruel era insensato: bastaba una leve salpicadura de la salsa para que se te echara a perder la ropa y se te encendiera la piel. Francisco hacía malabares para evitarlo. No duró mucho ahí.
– ¡Fue mi peor empleo! – recuerda.
Luego trabajó como lavador de ductos, limpiador de morgue, barrendero nocturno en fábricas y oficinas. Con lo ahorrado se compró un auto de tercera: un Chevrolet Cavalier mecánico año 2001 con 200 mil kilómetros de experiencia. Sin embargo, mes a mes, Francisco notaba el despilfarro de su juventud. Pensó: “Debo dejar estos empleos. Tengo que estudiar y trabajar al mismo tiempo y en otra cosa”.
En medio de esa encrucijada, averiguó los requisitos para ingresar a la Universidad de Quebec de Montreal (UQAM). Tenía un mes para conseguir otro empleo antes de que empezaran las clases. Debía hallar una ocupación menos sacrificada que le permitiese estudiar gestión internacional y finanzas. Trazó su plan: pagó 80 dólares por un curso on line intensivo de un día que lo acreditaba como barman. Imprimió un centenar de copias de su currículum vitae, se montó en su viejo automóvil y repartió la mitad de los ejemplares en todos los restaurantes y bares de Saint-Jérôme; la otra mitad la distribuyó a pie en Montreal. Con un poco de suerte algo pescaría.
Comenzó como limpia mesas. Luego escaló con rapidez de mesero a jefe de barman de unos de los bares más reputados de Montreal. Ya le pagaban bastante bien y con ese salario costeó sus estudios. Buena parte del personal era latino así es que ellos le cubrían las espaldas para que él estudiara sus materias en los ratos libres escondido en el almacén del bar o en el valet parking.
Al otro lado del teléfono, mientras conversamos, Francisco se ríe al acordarse de esos años de ajustes y agitación. Sólo había un reto que le quitaba el sueño.
– Pese a que me la pasaba estudiando todo el tiempo, incluso a la hora del almuerzo en el sous-sol del bar, lo que en verdad quería era traer a mi mamá – confiesa con voz calmada. Su madre conversaba con él, como siempre, a diario, acompañándolo con su voz. Ella tuvo que dejar la defensa de los derechos humanos en Colombia para evitar más amenazas.
Cuando Francisco culminó la universidad, cambió de empleo. Nuevamente imprimió casi un centenar de copias de su currículum y lo distribuyó entre Montreal y Laval. Al final lo contrataron en una institución financiera. En cada reunión del equipo de trabajo, Francisco se sentaba al fondo de la sala. Siempre callado, observador, intimidado, como esos alumnos que no quieren que el profesor les pregunte algo. Eso llamó la atención de su jefa que un día lo convocó a su oficina. Ella era una quebequense resuelta, madura y frontal que en dos minutos le cantó una verdad.
– Mira, Francisco, no tengo quejas de tu trabajo. Al contrario, los resultados son excelentes. Pero hay algo que no entiendo. Te lo diré y no te molestes: tu trabajo está muy bien, tienes todo el potencial, incluso eres mejor que muchos del equipo, el problema es que… Es que tienes tanto miedo, tanta pena. Pareces esos pollitos que acaban de romper el cascarón y se quedan con el pedazo que les cubre la cabeza y desde ahí observan con timidez el mundo. ¡Debes tomar el control de las cosas, transmitir seguridad a tus colegas!
– Creo que se trata de nuestra idiosincrasia – nos explica hoy Francisco – la forma de ser de los que venimos de Latinoamérica. Allá crecimos y vivimos con muchos miedos. Por ejemplo, el miedo a perder tu puesto. Tú nunca le vas a dar a tu jefe un no. Haces lo posible para que todos estén felices, para que nadie se ponga bravo. Tratamos de complacer a todos. Lo que esa señora me dijo era cierto. Desde ese día cambié mi actitud.
Casi al vuelo habían pasado ya cuatro años desde que Francisco y sus hermanas pisaron por primera vez Canadá, y todo ese período sin ver a su madre. Meses y meses de estudio y trabajos al punto que en ese lapso sólo hizo un buen amigo, un policía colombiano jefe de seguridad de la universidad al que conoció en su primer día de clases.
– La verdad es que no tuve tiempo de sentarme a extrañar Colombia. Estuve corriendo en esos años, día y noche, hasta que me dije: “Ya tengo una nueva carrera, es un nuevo comienzo y es lo más seguro”. No me arrepiento de mi decisión de venir a Canadá. Si vuelvo a Colombia, ¿a qué podría dedicarme? Acepté quedarme. Sin embargo, sé que no soy totalmente de aquí. No soy canadiense. Es una sensación extraña. Vivo dividido.
La soleada tarde del 3 de julio del 2014, la mamá de Francisco Velásquez bajó del avión que la trajo de Colombia y se reencontró con sus hijos. Días antes Francisco se había mudado a un lugar más amplio con todas las comodidades posibles para ella. En el aeropuerto, cuando la vio de lejos, notó que su madre no había cambiado: seguía siendo la mujer atractiva y de porte decidido que los sacó adelante. De cerca hasta le pareció más bonita que antes.
– Yo era un pelado que salió a los 20 años de Colombia. Aquí hice un poco de ejercicio físico, engordé, trabajé duro. El rostro y la expresión me cambiaron…
– Ya tienes cara de hombre – fue lo primero que le dijo su madre al verlo.
Hoy Francisco Velásquez es Director de Desarrollo de Comunidades Culturales para el conjunto de cajas Desjardins. Desde allí promueve actividades comunitarias para unir a los latinoamericanos de Montreal y los ayuda a planificar de la mejor manera posible su proyecto de vida: ¿cómo te ves dentro de 5 ó 10 años?, ¿crees que vale la pena quedarte aquí o te estancarás?
En su propio plan de vida ha apuntado un nuevo proyecto: crear una cooperativa latinoamericana en Canadá y promover las iniciativas de la comunidad. Ahora que ha evadido varios miedos, quizá su camino sea menos tortuoso.
Carlos Bracamonte es editor de la revista Hispanophone de Canadá. Especialista en temas inmigratorios y comunitarios, en comunicación, interculturalidad, gestión de proyectos y responsabilidad social empresarial. Lea más artículos del autor.