Por Carlos Bracamonte
La mujer que todos los días iba con nosotros en el bus arribó por primera vez a Montreal hace 30 años. Proviene del sur de Portugal y en la flor de su juventud cruzó el océano Atlántico siguiendo el consejo de una prima que, sin pensarlo dos veces, cambió el calor marino del Mediterráneo por el frío glacial de Canadá.
Cada mañana, cuando mi hijo y yo llegábamos al paradero, atolondrados porque perderíamos el bus, impuntuales pero con suerte, la mujer ya estaba esperando con exactitud, sentada en la banca del frío, envuelta en su abrigo rojo de siempre. Al vernos, una belleza madura se avivaba, un rostro lavado de mamá gallina sonreía. Subíamos juntos al bus apurados por el viento y la nieve. Subíamos mi hijo de un año, la señora y yo. Una vez dentro, ya acomodados para el viaje de veinte minutos, la mujer se volvía para mirar a mi hijo que no cesaba de hacerle gestos que ella recibía con emoción de abuela primeriza. Ella le hablaba en portugués, en francés, en un español claro y sin acentos. Él le respondía con sonidos guturales, con ráfagas de mamá, de papá, de pa-pa-paaa…
En cada viaje, ella me relataba una página de su vida. Al pisar Canadá, a los 24 años de edad, consiguió empleo en una empresa de manufacturas donde trabajó por 12 años envolviendo productos comestibles. Entre sus sueños estaba estudiar alguna profesión o algún oficio que le diera el tiempo de seguir trabajando en la fábrica porque debía subsistir en un país ancho y ajeno sin dejar de enviar dinero a Portugal para su madre.
— ¿Y cómo la pasaba en la fábrica?
— No estaba mal. Era joven y tenía fuerzas. Trabajar ocho o diez horas de pie no es el problema cuando eres joven. El problema estaba en convencerte de que no te quedarías ahí para siempre. Muchos amigos se quedaron. Los entiendo pues la fábrica les garantizaba un empleo seguro. Muchos inmigraron sin oficios empujados por la guerra en sus países. Pero con el paso del tiempo cada uno decide…
La mujer nunca me precisó cuándo conoció a su esposo canadiense. Sólo me contó que un amigo de la fábrica se lo presentó. El quebequense quedó prendido de aquella belleza morena del sol ibérico. Se casaron, se fueron a vivir lejos de la ciudad y tuvieron dos hijos que hoy son universitarios y viven aún con sus padres.
Le digo que eso es extraño, que en este país los muchachos se van muy jóvenes de casa y usted aún vive con sus hijos…
— Tengo muchos amigos latinos, por eso aprendí el español y mi cultura es muy parecida a la de ustedes. Siempre les dije a mis hijos que no se fueran de casa muy jóvenes, que se preocuparan sólo en estudiar para que tengan un buen empleo y no sacrifiquen su juventud en empleos simples… He querido evitar que ellos hagan lo que yo hice: irme lejos y pasarla duro… Es muy difícil porque el entorno de aquí te empuja a irte de casa apenas terminas la escuela; incluso los padres invitan a los hijos a irse, a hacer su vida. Esa no es mi cultura.
Una década después de trabajar en la fábrica, ella siguió un entrenamiento para cuidar ancianos, y hasta hoy trabaja en una casa de reposo para longevos adinerados que ya nadie visita. Ahí es donde la conduce el bus todos los días.
— Conozco gente que sigue estos cursos sólo por el buen salario. No tienen vocación y maltratan a los ancianos, porque ellos se ponen más difíciles que los bebés. La verdad es que nunca pensé dedicarme a ellos; descubrí mi vocación ya en la práctica.
— ¿Y se encariña con ellos? — le pregunto.
— Te entrenan para no hacerlo y trato de no hacerlo. Pero eso para mí es imposible… Un día llegas y ya no están. Eso duele. Hay una ancianita que tiene 90 años y que cuando me ve grita: “¡llegó mi ángel!”. No quiere que nadie más la atienda, solo yo. Así son, se engríen y así terminaremos todos si llegamos a esa edad. En mi país los ancianos envejecen en casa, rodeados de sus hijos y nietos. Mi madre vive con mis hermanos en Portugal. Yo la visito en mis vacaciones. Nunca está sola. No envejecen solos como aquí. La familia sólo aparece el día que mueren para firmar los documentos para el funeral y hacer todo lo más pronto posible. Como si se quitaran un peso de encima.
Una semana antes de la última Navidad, la mujer nos esperó nuevamente en el paradero del bus. Llevaba un bolso en la mano. Cuando vio a mi pequeño hijo, se lo dio.
— ¡Feliz Navidad, bebé!, tu es très mignon…
— Muchas gracias, señora…
— Descuida, cuando no hay familia de sangre, los amigos son la única familia que tenemos aquí. Ustedes tienen poco tiempo en este país y están solos. Espera y con los años entenderás lo que te digo…
Subimos al bus, abrí el bolso y había un libro infantil con dibujos: “Los tres chanchitos”. Uno de los cuentos que mi madre me contaba. Al fondo del bolso, una tarjeta blanca y rectangular decía: “Les deseo una Feliz Navidad, cuídense mucho. Isabel, la señora del bus”.
El presupuesto en casa es muy precario, pero a inicios de enero el crudo invierno nos obligó a comprar un automóvil de segunda mano que más parecía de tercera. En este país de climas extremos, cuando tienes niños, tener auto es casi un mandato.
Desde entonces, con el carro, nuestros horarios han variado sin el apuro de salir corriendo a la hora exacta para tomar el bus. Cuando pasamos por el paradero, ya no hemos vuelto a ver a nuestra amiga, la señora del bus.
Carlos Bracamonte es director de la revista Hispanophone de Canadá. Agente en temas comunitarios y de inmigración. Lea más artículos del autor.