El reciente deceso del compositor mexicano Mario Lavista, el recuerdo del escritor Carlos Fuentes, y la adaptación a la ópera de una novela del quebequense Larry Tremblay enmarcan la reflexión del autor: los senderos de la cultura acercan a México y Quebec.
Por Alejandro Estivill, Cónsul General de México en Montreal
Lire en français
Soy yo quien elige quiénes son mis abuelos. La tradición no es algo con lo que debemos cargar, sino algo que nos libera (Mario Lavista)
Me resulta inevitable hablar, en este momento, de la forma en que los astros se alinearon recientemente para incentivar mi memoria. Tal y como diría Prust sobre el súbito recuerdo que detona una experiencia sensible, la vida cultural de México y Quebec se han acercado en estos días por una vía inesperada.
Hace unos días, tuve el privilegio de ser invitado al estreno de la ópera L’orangeraie, recreación de una de las novelas quebequenses más memorables de los últimos años, la de Larry Tremblay. Fue montada por el grupo Chants Libres con música de Zad Moultaka y libreto del propio Tremblay. Debo decir que conozco bien a Larry no sólo por la lectura de su novela, sino por haber platicado largamente durante la cena que ofrecimos a autores mexicanos y quebequenses con motivo de que México era el país invitado de honor al Salón du Livre de Montréal de 2016. Él me explicó entonces muchos de los vericuetos y vueltas dramáticas que implica la trágica vida, dentro de su ficción, de los hermanos Amed y Aziz, uno predestinada a la muerte, el otro predestinado a la muerte en vida; ambos con la condena de vivir o morir marcados por la lucha ideológica que incorpora dramáticamente sacrificio y crimen.
Ahora L’orangeraie (ópera) se logra montar en la sala del Monumento Nacional, después de meses de dificultades causadas por la pandemia que me permitieron acceder hace poco más de un año, a un curioso adelanto cibernético a la ópera: una elocuente versión inmersiva y digital en la que los espectadores éramos convertidos desde nuestra pantalla en seres deambulando entre los cantantes, en drones para inmiscuirnos entre los cantos.
Ahora, tan pronto concluye la presentación, recibo una triste noticia: este 4 de noviembre, todo México queda conmovido por el fallecimiento de un músico único, pináculo de la composición, la enseñanza y la difusión de la música contemporánea en mi país, Mario Lavista. Él fue uno de esos nodos amables y gratificantes, no sólo de la expresión musical, sino también de toda poesía, artes plásticas, ópera y edición cultural a través de su obra misma, su diálogo constante con la elite creativa del país y de la importantísima revista Pauta, cuadernos de teoría y crítica musical que Lavista creó en 1981 instigado por otro gran músico: Carlos Chávez.
Lavista fue genial en su manejo de las cargas filosóficas, teóricas e incluso proféticas en su obra, así como en su manera de conectar ideas y resolver contradicciones. Superó cualquier nacionalismo esclerótico y dotó a las voces antiguas de una proyección modernísima basada en una explicación, siempre bien sustentada, sobre la superación de los límites de lo tonal y la apertura del abanico exploratorio musical que hoy, desde la posmodernidad, nos caracteriza.
Pero la epifanía del momento no proviene sólo de su lamentable fallecimiento, ni del hecho de que también a inicios de noviembre (el día 11 para ser exactos) se cumplieron 93 años de que el escritor Carlos Fuentes naciera (y aclaro aquí que Fuentes era amante de la ópera y gustaba que ésta influyera en su escritura como lo demuestran su declaración en torno a la redacción de El Instinto de Inez donde usó el ritmo a la manera de Berlioz y La Condenación de Fausto).
Mi memoria voló de inmediato a un primer contacto con la obra de Mario Lavista ocurrido en 1989 en el estreno de Aura (música de Lavista, libreto del dramaturgo Juan Tovar y trama también basada en una novela, breve, dual, intensa y de ambientes plásticos, en este caso Aura de Carlos Fuentes). En esa ocasión entré al Palacio de Bellas Artes gracias a las influencias que para conseguir entradas tenía un amigo, Gerardo Kleinburg, extraordinario y ameno crítico musical que no me canso en recomendar. Fue mi más sensible contacto con un dilema que prevalece: el trabajo de conversión virtuosa en ópera de una novela, rebasando el trabajo general de un libretista.
Las novelas hechas ópera son múltiples y algunas representan atrevimientos sublimes. Pocos mejores ejemplos que lo realizado por Benjamin Britten (confabulado con E. M. Forster y Eric Crozier) para (re)crear Billy Budd en ópera con base en la novela de Herman Malville; el propio Benjamin compuso Muerte en Venecia con ayuda de Myfanwy Piper reviviendo con filosa emoción la novela de Thomas Mann. Destacamos una tradición vieja que tiene como pináculo, quizás, Carmen donde Bizet elevó por encima de sí misma la novela de Prosper Mérimée. Y haciendo memoria rápida, nos llegan óperas basadas en Alicia en el país de las maravillas, en Pinoccio o en la saga de Gösta Berling.
En América Latina, este acto operístico no tiene tanta tradición, con excepción quizás del Bomarzo que Alberto Ginastera musicalizó como ópera en 1967, basada en la obra maestra de Manuel Mujica Laínez. Ya en nuestro siglo tenemos una ópera Comala de Ricardo Zhon-Muldoon basada en Pedro Páramo, de Juan Rulfo y, sobre todo, Antes que anochezca, basada en la autobiografía de Reinaldo Arenas, con música de Jorge Martin.
Mi epifanía se complementa en la voz operística misma entre L’orangeraie y Aura. ¿Se parecen como composiciones? No, pero sí determinan una prioridad para atraer la afinidad y simpatía del público cuando una novela conocida se transforma en ópera: mensaje, sonido, leitmotiv dedicados a la lucha entre dos fuerzas muy confrontadas: las vidas escindidas de los hermanos Amed y Aziz en Tremblay, reencontradas en el dolor y la redención del que sobrevive…; reencontradas igualmente en los juegos de juventud. Y las ediciones de los personajes de Aura: la joven y bellísima Aura, separada y fusionada con la vieja Consuelo y Felipe Montero, separado y fusionado finalmente con el general Llorente (esposo de Consuelo).
Lo cercano en estas dos óperas y lo que quizá más me hizo recordar a Mario Lavista en el momento mismo de su fallecimiento, estando cerca de la música, es la capacidad que tienen estas óperas para ir encajando su fuerza dramática en la dualidad (paridades sonoras, intervalos, acordes en sucesión aparejada que se reencuentran constantemente) y la reunificación final en una suerte de valoración de la juventud inicial. Nada, concluyo, está exento de la posibilidad de su reencuentro con la vida o con la memoria; ¡que la memoria detonada en un teatro de Montreal devuelva vida a Mario Lavista!
Alejandro Estivill es diplomático de carrera del Servicio Exterior de México, con el rango de Embajador. Se ha desempeñado principalmente en América del Norte, y en las áreas de cultura y asuntos consulares. Es escritor y ha publicado las novelas El hombre bajo la piel, Alfil, los tres pecados del elefante, premio AKRÓN novela negra 2019. Es promotor cultural y especialista en lingüística e intercambio cultural internacional.