Por Alejandro Estivill, Cónsul General de México en Montreal
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Fueron Juegos Olímpicos con una estrella inolvidable: Nadia Comăneci. Y para México, los juegos de la primera medalla de oro en pista y campo: la victoria en marcha, 20 kilómetros, de Daniel Bautista. También un bronce en boxeo para Juan Paredes, una actuación memorable del clavadista Carlos Girón y muchos momentos de lucha y mejoramiento individual sin paralelo. Fueron los juegos de las actuaciones en equipo. Pero más que eso, recientemente aprendimos que fueron también los juegos de una confraternidad de amigos, de lazos insospechados de invaluable humanismo. Aprendimos por ejemplo que la clavadista Norma Baraldi aceptó casarse con el waterpolista Maximiliano Aguilar Zalazar, ambos ahora comparten posiciones de enseñanza deportiva en la Universidad Nacional Autónoma de México y un matrimonio feliz de justamente 45 años.
La pandemia del Covid-19 ha traído desdichas; ha acarreado la confrontación con la enfermedad y la soledad. Miles de cancelaciones y posposiciones de los eventos de nuestra vida cotidiana han pululado. Entre tantas afectaciones, la pandemia retrasó por 12 meses los Juegos Olímpicos de Tokio provocando la paradoja de nominar las hazañas atléticas con el año 2020, cuando ocurren en el 2021. Tal retraso permitió, quizá, que el italiano Gianmarco Tamberi ganara el oro en salto de altura gracias a contar con un mejor tiempo para la sanación de su pierna; había vivido una grave lesión en el ligamento deltoideo que lo privó de ir a Río de Janeiro 2016. Todos vimos su amuleto: su férula donde se escribía “Road to Tokio 2020”, con el 2020 tachado y el 2021 sobrescrito.
Para nosotros, la posposición permitió una efeméride que de otro modo nunca existiría: conmemorar en medio de este agradable ambiente olímpico, los 45 años de Montreal 1976 y hacer una reunión de los mexicanos que compitieron en esa gesta. Qué mayor honor para un consulado que reunir a quienes fueron los genuinos embajadores mexicanos en esta ciudad, capital olímpica, hace 45 años. Algunos han fallecidos, otros han recorrido caminos tales que se dificulta su localización, pero pudimos hacer un encuentro memorable de una veintena de atletas: los marchistas Daniel Bautista (acompañado de su medalla), más Raúl González (quién pronto haría hazañas hasta convertirse en el atleta mexicano más reconocido de la historia) y Domingo Colín, la clavadita Norma Baraldi, el maratonista Mario Cuevas, el equipo de basquetbol, décimo mundial, con figurones como Samuel Campis, Rubén Alcalá, Rafael Palomar, Manuel “Meme” Sáenz, Antonio Ayala, Manuel Raga y Arturo el “mano santa” Guerrero y, en Waterpolo, Maximiliano Aguilar y Marco González. La fiesta, con todos ellos, explotó.
Esta conmemoración fue humanidad olímpica desbordándose: nos enseñó algo especial. Los juegos se viven a otro nivel en las personas que compiten. La televisión, las crónicas periodísticas, incluso los libros más profundos están lejos de captar —tal y como los participantes nos lo hicieron saber— el viraje de vida de quien pasa por un triple escollo consigo mismo para llegar a una justa olímpica: es duro y complejo en sí misma la decisión de dedicase de lleno al deporte de alto rendimiento, cruzar el umbral hacia el sacrificio del entrenamiento y vivir años en condiciones de esfuerzo y muchas veces de dolor perenne. En segundo término aparece la demandante batalla por lograr ser elegido representante nacional de un país para ir, en este caso, a Montreal 76 (tiempos mínimos por romper, competencias selectivas en varios países, secuencia agotante de pruebas, camaradería y torneos contra amigos y connacionales). Y al final la lucha desmesuradamente difícil de colocarse en la propia competencia frente a “los mejores del mundo” y —se dice fácil—derrotar los límites propios y ajenos.
Raúl González, en tono muy amistoso, nos expuso en esta reunión de amigos a 45 años de una experiencia olímpica, la responsabilidad única que tiene el competidor cuando “se sabe”, más allá de lo que digan cronómetros y entrenadores, con la “posibilidad de triunfar”; es un enorme peso. Nos hizo sopesar que una de esas marcas que se escuchan lejanas de las medallas (quinto, octavo, décimo… “del mundo”) es en realidad un logro inconmensurable que, más aún, pervive sin estallar dentro del atleta que lo logró siendo muy difícil de compartir.
Me hizo recordar la enorme experiencia que fue para mí, como diplomático, estar en Londres 2012 muy cerca de la línea de llegada cuando el corredor mexicano Juan Luis Barrios obtuvo un remarcable octavo puesto en la final de los 5 mil metros. Lo vi cruzar atrás de campeón histórico británico Mo Farah. ¿Atrás? Apenas; unos dos cuerpos atrás que marcan, en un parpadeo, la diferencia entre la primero y el octavo lugar.
Pero el ejemplo más notable, entre saludos, dicharachos y genuinas muestras de cariño, nos lo dieron los miembros del equipo de basquetbol mexicano, el “dream team” que no hemos vuelto a tener en este deporte: ese equipo supo conjuntar jugadores aguerridos y entregados, con algunos otros jugadores de formación en Estados Unidos. Provocó un nivel de confianza entre sus miembros que pervive 45 años después. Su amistad no tiene parangón y el reconocimiento que cada uno de ellos hace del apoyo que recibió de otro, de la calidad de su compañero para marcar, para anotar, para cubrir una posición, muestra que realmente terminaron por ser una sola voz, una sola fuerza.
Se dice que la forma verbal “hubiera” no se debe conjugar. Pero al preguntar a los basquetbolistas cómo hubiera sido su actuación si les hubiera tocado jugar en nuestra época, todos ellos tuvieron la magia de decir algo a favor del éxito esperado de sus compañeros. Me quedo con su frase: “si la regla de que los tiros de larga distancia cuenten tres puntos “hubiera” existido en Montreal 1976, “hubiéramos” alcanzado las medallas con la mágica puntería de Manuel Raga y del “mano santa” Guerrero.
Reviva aquí el encuentro con los deportistas mexicanos organizado por el Consulado General de México en Montreál 45 años después de las olimpiadas: https://fb.watch/7CaFfMLS1m/
Alejandro Estivill es diplomático de carrera del Servicio Exterior de México, con el rango de Embajador. Se ha desempeñado principalmente en América del Norte, y en las áreas de cultura y asuntos consulares. Es escritor y ha publicado las novelas El hombre bajo la piel, Alfil, los tres pecados del elefante, premio AKRÓN novela negra 2019. Es promotor cultural y especialista en lingüística e intercambio cultural internacional.