Por Federico Puebla
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Yo era un junkie, lo admito; pero no del tipo que se inyecta sustancias ilícitas, sino del que glorifica la tecnología y el progreso económico. Aquel que consulta ante todo el valor de una organización en la bolsa de valores para evaluar su pertinencia. Yo era de los que creían que la tecnología podía, por sí misma, salvar el planeta. Y, sin vergüenza alguna, era aquel que, cuando Elan Musk profería “F*** Earth”, sentía secretamente una admiración por su visión y descaro.
Hoy, mis sentimientos son opuestos. No hay epifanía en mi caso, más bien un lento encaminamiento durante el cual enfrenté batallas contra mi confort y mis propias creencias.
Las trampas del progreso
Ronald Wright, arqueólogo, historiador y autor canadiense, popularizó el término “trampas del progreso” para definir los comportamientos que, a priori, parecían buenos, pero que se vuelven nefastos a largo plazo.
Para ilustrar este concepto, vayamos hasta la edad de piedra, cuando nuestros ancestros cazaban mamuts. Mientras comenzábamos a desarrollar herramientas más sofisticadas permitiéndonos matar dos o tres mastodontes a la vez, algunos tuvieron la buena idea de atraer manadas enteras hasta los bordes del acantilado, para así matar de dos a trescientos a la vez. Una práctica que puso a la especie paquiderma en peligro de extinción. Ese festín inmediato se transformó en un escenario donde ambos perdían a largo plazo.
Tomemos un ejemplo de actualidad como el famoso 5G, la red de comunicación móvil de quinta generación. En un principio ¿quién no querría un poco más de velocidad? Pero si lo pensamos, nuestros amigos pueden seguirnos en directo, en alta definición desde sus teléfonos en un vagón de tren quince metros bajo la ciudad. ¿Tenemos necesidad de construir nuevas antenas y reemplazar millones de teléfonos para recibir una señal cien veces más rápida en pleno centro del Sahara?
Según un estudio de CompareCam, el 48% de los jóvenes de 18 a 19 años de edad a escala planetaria sufren de cyberdependencia; la cibercriminalidad está en crecimiento exponencial y sabemos que ciertos materiales esenciales para la creación de nuestros aparatos son extraídos de minas inseguras, nocivas para la salud, que hacen trabajar a niños. Aun así continuamos consumiendo insensatamente, cada vez más rápido, y por todas partes. ¿Qué tipo de cultura abusa de los más jóvenes para vender productos, a precios absurdos, contaminando al mismo tiempo el único planeta disponible para vivir?
A pesar de su costo astronómico y de la falta de debate social, el 5G, por desgracia, se ha puesto en marcha. Es cierto que algunos sectores específicos se beneficiarán de los mayores anchos de banda, pero la gran mayoría de los miles de millones generados vendrán de los consumidores, a menudo incluso de los que tienen bajos ingresos y esto parece más que suficiente para satisfacer el apetito del homo economicus. Por un automatismo incomprensible, si tecnológicamente “es posible hacerlo”, entonces seguirá adelante, sin preguntarse demasiado sobre las consecuencias para los suyos.
Estas trampas del progreso representan, yo creo, un riesgo latente y furtivo. Aunque nuestras pupilas se exalten al primer contacto, nos arriesgamos a desarrollar un cáncer social a mediano plazo. Sólo con discernimiento, empatía y compromiso colectivo podremos detectar y eliminar estos riesgos, idealmente, antes de que sea tarde.
Cultura de la ideología
En Francia, en un censo de abril pasado, a la pregunta “¿Según usted, el protocolo a base cloroquina es un tratamiento eficaz contra el coronavirus?”, el 59% de las respuestas fueron Sí, el 20% respondió No, y solamente un 21% dijo “No lo sé”. Mientras que los científicos aún lo desconocen, ya que obtener resultados concluyentes en un laboratorio toma muchos meses o años, solamente dos personas sobre diez admiten no conocer la respuesta.
Este ejemplo ilustra la cultura que estamos desarrollando: aquella donde nos informamos lo suficiente solo por responder, pero no lo suficiente para admitir que nos equivocamos.
De hecho, si discute con sus amigos o colegas, se dará cuenta de que no sólo tiene que saber la respuesta, sino que a menudo tiene que demostrar que la otra persona está equivocada, y lo peor que puede pasar es admitir la ignorancia, más aún si está en una posición de liderazgo.
Si nuestro conocimiento y saber han escalado exponencialmente estos últimos siglos, nuestro cerebro ha evolucionado poco. Apenas 0,2% desde el punto de vista biológico al compararlo con el de nuestros ancestros. Nuestro disco duro todavía es muy primitivo. Sin embargo, estamos lanzando una avalancha de información a un ritmo demasiado vertiginoso e inmenso. Imagínese una vieja Pentium con un módem de 56k, intentando descargar 55 millones de artículos de Wikipedia, mientras trata de completar tareas en paralelo. En lugar de oír el ventilador del ordenador trabajando duro, ¡es nuestra capacidad cognitiva la que está “remando”! No es de extrañar que, entre tanto ruido, resulte difícil escucharse a uno mismo pensar y, por lo tanto, forjar nuestras propias ideas.
Para confundirlo todo, con las redes sociales, nos convertimos en un estudio de información móvil. A veces desinformando más; otras, transmitiendo sensacionalismo, añadiendo a menudo decibeles de ruido al ambiente. Ya no se expresan opiniones, todo se convierte en una ideología y demasiado a menudo con declaraciones mordaces, a veces acompañadas de falta de civismo o incluso de violencia.
A un líder le corresponde mostrar humildad intelectual en primer lugar. Un “no sé la respuesta, pero sé que encontraremos la solución juntos” puede estabilizar y afirmar su liderazgo, en lugar de debilitarlo.
La ética atrofiada
Los invito a un breve ejercicio mental con un salto en el tiempo. No de cien mil años o mil años atrás. Vamos solamente 85 años atrás. Veríamos un Québec muy diferente donde, por ejemplo, las mujeres no tienen el derecho al voto. Un planeta muy diferente, donde nuestros vecinos del sur obligan a los afrodescendientes a sentarse al fondo del bus. Nos resultaría evidentemente chocante asistir a semejantes injusticias. Y estaríamos más indignados aún al ver que la vida continúa como si nada, y sin embargo…
Ahora, hagamos el esfuerzo de imaginar el mismo escenario, esta vez en sentido opuesto. ¿Qué diría una persona que llega a este 2021 viajando 85 años al futuro? Yo creo, sinceramente, que estaría igual de consternada.
Esta persona concluiría probablemente que nuestra sociedad sufre de una grave distorsión de la realidad. Sobre todo, al ver que convertimos nuestro planeta en un gran parking de concreto. Vería nuestra inconsciencia viendo a algunos de nosotros tomar el avión dos a tres veces por año solo para fotografiarse al lado de un animal exótico o de un paisaje bucólico y tener más “me gusta” en Instagram. O, peor aún, se sentiría consternada al saber que en solo algunas décadas hemos perdido el 60% de los mamíferos salvajes y, en algunos años, el 60% de los insectos.
Ahora que nuestra especie no representa más que el 0,01% de la vida terrestre — es decir, 200 veces menos que la cantidad de hongos — esta actúa como si reinase sobre todos. Sin gran sorpresa, todo se centra en nosotros: hablamos de feminicidio, de homicidio, de genocidio, pero muy raramente de ecocidio o de zoocidio, aunque seamos los principales autores de la cuarta parte de la exterminación masiva de la vida en la Tierra.
Este viajero del futuro estaría sin duda tan decepcionado al constatar que nuestras arquitecturas sociales están intrínsecamente ligadas a las elecciones económicas que, para ser honesto, incitan ávidamente a la obtención de ganancias sin sentirse jamás satisfechas.
¿Cuándo fue la última vez que usted escuchó a un responsable del gobierno hablar seriamente de solidaridad, de ética, de simbiosis o incluso de estrategias a largo plazo? Sí, nuestro querido viajero en el tiempo estaría decepcionado, ya que, como bien dice el refrán, “el pensamiento a corto plazo es un problema a largo plazo”.
La cibercriminalidad está en crecimiento exponencial y sabemos que ciertos materiales esenciales para la creación de nuestros aparatos son extraídos de minas inseguras, nocivas para la salud, que hacen trabajar a niños.
Federico Puebla
Una reorientación del espíritu
Ya he oído la expresión “es imposible despertar a la persona que pretende dormir”. Creo que debemos dejar de pretender dormir para ponernos a trabajar más sobre lo que cuenta realmente. Es decir, dejar las trivialidades.
La juventud, la sociedad, la democracia, nuestro planeta: nada puede darse por hecho, como han demostrado claramente las elecciones estadounidenses. Por lo tanto, debemos luchar cada día para protegerlas.
En un mundo de recursos finitos, ya no hay razón para esta espiral económica perpetua, estas ideologías polarizantes, este consumismo malsano no tiene razón de ser. No obstante, sí hay espacios para la asociación de conceptos, para una sociedad capaz de conjugar un pensamiento algo más sofisticado donde ya no se hable de blanco o negro, nacional o internacional, rural o urbano, hombre o mujer, joven o viejo.
No se trata de decrecimiento, sino más bien de equilibrar lo que debería crecer versus lo que disminuye. En particular, tener más empatía, más lucidez y compasión; y menos egocentrismo y miedos infundados.
Pero la cultura no se transforma de manera instantánea. Ella no puede ser manufacturada, ni instagramisable, ni pedida por Amazon Prime. Una cultura no tiene fecha de producción ni de caducidad. Una cultura es nutrida y conducida día a día, por cada gesto, cada palabra y cada decisión.
Quizás una transición saludable de la cultura polarizadora a la unificadora sería cambiar nuestra narrativa colectiva del éxito. Si permitimos que desarrolladores de juegos como Fortnite entreguen un cheque de 3 millones de dólares a un joven de 16 años por ganar su campeonato anual, y que este tipo de CEOs acaben en las portadas de respetadas revistas, ¿cómo espera que nuestra narrativa colectiva sea asociada al éxito con otro tipo de valores? ¿En qué momento se convirtió esto en algo obsceno?
Está en nuestro ADN ser exploradores e ir siempre más lejos. Ser creadores y deslumbrar por medio del arte. Los miembros de nuestra especie han creado obras maestras trascendentes, han erigido pirámides magistrales y han comprendido la física cuántica. Pero está también en nuestro ADN el aspirar enlazar todo este genio, esa creatividad sin límites y esta fecunda innovación a dimensiones más humanas. Como la dignidad, la equidad y la decencia. Henos aquí, más que nunca, en la hora de un despertar ético.
Artículo publicado originalmente en Les Affaires.