Buscando velas (y cerveza) en un apagón en Montreal

Entre el jueves 11 y el viernes 12 de junio dos rayos cayeron en el mismo sitio, causando un corte eléctrico en una amplia zona de Montreal. Uno de los afectados hizo esta breve crónica.

Por David Arias

Nada hacía presagiar (salvo quizá las fuertes ráfagas de viento que habían comenzado a azotar la ciudad desde la tarde anterior) que aquel mediodía soleado y de cielo despejado fuera a caer un rayo. Y sin embargo cayó. Apareció (literalmente) como caído del cielo. Sin avisar ni anunciar su presencia. De repente se oyó un “coñazo” (como diría una venezolana que me crucé después en la calle), un ruido sordo y seco de descarga eléctrica que dejó pocos rastros de destrucción y un apagón que afectó a más de 130 mil personas en la provincia de Quebec y a más de 63 mil en la ciudad de Montreal.

A esa hora (las doce y cuarenta del día, aproximadamente) la luz del sol resplandecía, las ramas de los árboles se sacudían y el cielo brillaba de color azul. Solo unas nubes blancas como algodones lo adornaban a lo lejos. El rayo aquel del mediodía era una réplica de otro que había caído la noche anterior, el cual a su vez había ocasionado un corte eléctrico en el vecindario de aproximadamente treinta minutos de duración.

Pero esta vez, con el segundo rayo, lo que pensaba duraría otra media hora, o quizás una, se prolongó más allá de las cuatro de la tarde, momento en el cual, movido por la incertidumbre, resolví salir a buscar velas para evitar que la noche me sorprendiera en completa oscuridad.

Una vez en la calle, mientras caminaba, debí sujetar varias veces mi gorra para evitar que saliera por los aires y dejara mi cabeza al descubierto. Había leído en alguna parte que esas ráfagas de viento eran debidas a la confluencia de dos corrientes de aire, una de ellas pertenecientes al sistema de la tormenta tropical llamada Cristóbal, proveniente del Golfo de México y de los Estados Unidos (sucede con frecuencia que, en la provincia de Quebec, se sienten los coletazos ya moribundos de los huracanes y tormentas tropicales que se forman en el Atlántico, con vientos modestos de 40 a 80 km por hora que, no obstante, son suficientes para crear peligros y alguna que otra zozobra entre los residentes).

Me fui caminando en dirección suroeste por una calle comercial, buscando una tienda donde –estaba seguro– encontraría  las velas que necesitaba, cuando empecé a darme cuenta de que muchos locales estaban cerrados debido al “panne d’électricité”. El daño, al parecer, era más grave de lo que creía. No obstante, seguí caminando hasta dar con la dicha tienda, encontrando en ella lo que desde hacía varias cuadras me temía: un afiche en la puerta que anunciaba la suspensión del servicio por cuenta del corte eléctrico (por demás, el cierre de los establecimientos contrastaba con el movimiento en la calle, muy concurrida a esa hora por transeúntes).

¿Qué hacer entonces? Aprovechando el buen clima (y a pesar de, o tal vez a causa del viento que refrescaba) seguí caminando, con la esperanza de hallar solución distinta en el camino. Y fue así como, unos metros más adelante, me tropecé con un local de características similares al primero, en el cual, a pesar de la oscuridad, una pareja trabajaba. Así que entré y pregunté si vendían velas, a lo que, tras una breve confusión idiomática, respondieron que sí.

Salí de allí equipado con mis velas, ya de regreso a mi apartamento, cuando hallé casualmente en el camino a una vecina que hacía tiempo no veía. Había salido a buscar cerveza, pero para mi sorpresa, no estaba enterada del rayo ni del corte de luz generalizado. En su cuadra, que no estaba lejos de la mía ni de la calle comercial donde en ese momento conversábamos, todo marchaba en orden. No había corte de luz ni rayo que hubiese electrocutado ardillas. Qué raro, le dije. En cambio donde yo vivo, sí. En menos de veinticuatro horas ya han caído dos rayos, en el mismo lugar y sobre el mismo árbol, haciendo huir despavoridos a  algunos pájaros que con sus alas trataron de sobreponerse a la fuerza del viento y al sobresalto que supone ver caer un rayo tan cerca de su propia cabeza.

Los dos seguimos platicando en dirección del depanneur (esas tiendas de barrio en Montreal donde uno se aprovisiona de algunas cosas básicas como licor cuando se tiene pereza de ir al supermercado). Allí compraría su cerveza, pero, tal como lo temíamos, el local estaba cerrado también a causa del daño en los cables eléctricos (ciertamente, el depanneur había entrado en panne). Volvimos, pues, por donde habíamos venido, encontrándonos por el camino –y también por casualidad–con una pareja de venezolanos a quienes había conocido hacía tiempo en un asado. Ellos también estaban sin electricidad, y en ese momento esperaban sentados, con celulares en mano, un pedido de sushi que habían ordenado en un restaurante cercano. “Esto nos hace recordar a Venezuela”, dijeron ellos. “Allá estos cortes…eran cosa de casi todos los días”. Reunidos en esa esquina, los cuatro hablamos un poco, y a la pregunta de dónde podríamos conseguir cerveza, la pareja nos señaló un sitio ubicado una cuadra más arriba, un depanneur administrado por unos indios donde además de cerveza, vendían verduras y otros productos que solo hubiera imaginado encontrar en un supermercado.

Puesto que mi vecina iba por su cerveza, yo había decidido comprar la mía. Una vez hecha las compras, y ya en las afueras del depanneur, los dos nos despedimos, prometiéndonos (como ya es habitual cada vez que uno se encuentra con conocidos) ponernos de acuerdo para un futuro e  hipotético encuentro. Regresé, pues, a casa, provisto de velas, encendedor y cerveza (una combinación a mi juicio no despreciable para emergencias como la del momento). Al abrir la puerta, comprobé que la energía aún no había sido restablecida, por lo que me puse a escribir a mano (esa vieja costumbre que cada vez practicamos menos debido a la omnipresencia de celulares y computadores) y a tratar de leer un poco mientras bebía mi cerveza recién adquirida. Pensaba, entre tanto, que la ida a comprar velas se había convertido, sin haberlo planeado, en un encuentro casual de cuatro latinos en medio de una ciudad con dos millones de habitantes donde, según los datos, viven más de cien mil hablantes nativos de español. Se había producido, en otras palabras, una casualidad cada vez menos rara en esta ciudad multicultural.

Cuando perdía esperanzas de que el servicio se restaurara pronto (lo cual me hizo pensar que pasaría una noche en tinieblas, como en las zonas alejadas de los centros urbanos donde la gente solía acampar en los viejos tiempos, iluminada con luz de velas), una chispa de luz eléctrica brilló de repente e indiscreta en una de las bombillas de la lámpara: por suerte, ya no era más el rayo que caía de nuevo causando estragos, sino la electricidad que, después de seis horas prolongadas (y tras duros trabajos de restauración en medio de fuertes vientos) sumía de vuelta a los residentes del paralelo 45° Norte con 73° Oeste en la conectada y cada vez menos confinada realidad.


David Arias es colaborador y uno de los fundadores de la Revista HispanophoneLea más artículos del autor.