Por Carlos Bracamonte
Esta historia me la contaron así:
El enorme jefe judío gruñó en inglés: “¡okey, y ahora quién de ustedes se sube!”.
Con potencia paquidérmica había hundido la alta y pesada escalera de metal sobre los montones de nieve.
Todos miramos al más bajito, el mexicano Margarito:
— ¡Me vale madre, yo no subo!
El jefe se acomodó su barba de Santa Claus y emitió otro gruñido sin dejar de mirar a Margarito con una expresión de “te subes o te rajo”, a lo que Margarito respondió sin demora:
— Nomás no me suelten la escalera, pinches, agarren bien…
Margarito subió rumiando más insultos. Debía quitar un cartel colgado de un extremo al otro en la entrada de la sinagoga. Desde el cielo caía la nieve de marzo y la escalera, aun sujetándola con fuerza, podía caerse de un momento a otro llevándose consigo a Margarito sin darle chance para el insulto final: ¡echen paja, cabrones!
— Tranquilo, mi cuate. Si te caes, la nieve te aguanta —, le aseguré desde abajo.
— ¡Y por qué no subes tú, cabrón!
Conseguí este empleo para hacer limpieza apenas dos semanas después de mi arribo a Montreal. Una amiga colombiana confiada en mis buenos oficios me recomendó con su jefe, el dueño de una empresa de aseo. Así llegué a la sinagoga, el templo judío, para ayudar a Miguel, un joven odontólogo colombiano que no se daba abasto para limpiar el lugar donde desde hacía varios días se celebraba una fiesta sin fin.
Miguel había dormido mal por tres días y ya mostraba signos de muerto fresco. Quiso aprovechar la ocasión festiva haciendo horas extras de siete de la mañana hasta la medianoche, pero el empeño le duró poco, por eso telefoneó a la empresa para quejarse y reclamar refuerzos.
— ¿Usted sabe usar productos de limpieza? —, me preguntó la demacrada secretaria de la empresa.
— No, no sé… —, le respondí pasando saliva.
— No importa, acá va aprender. Firme aquí.
Así que en mi primer día de empleo me enrumbé hacia la sinagoga bajo una nevada atroz. Mis zapatos de cuero auténtico parecían de cartón. La nieve se extendía a sus anchas alfombrando las calles. En la puerta trasera del templo fui recibido por el colombiano Miguel o por lo que quedaba de él.
Miguel me dio un curso intensivo en el arte del trapero. A ver, me dijo, pasa el trapero, y yo moví el trapero encorvándome y con fuerza. Así no lo hagas, compadre, cógelo con calma como quien baila con una mujer y muévelo de lado a lado, de derecha a izquierda, derecha, izquierda, como un vals, y así no te matas la espalda. Miguel llevaba cinco años en Montreal. Había intentado sin suerte ingresar a la orden profesional de odontólogos, por ello estudió un oficio cercano (higienista dental), pero tampoco conseguía un buen empleo y las deudas lo acosaban. Mientras hallaba algo mejor, esta chamba lo mantenía a flote. El templo judío era tremendo y laberíntico, repleto de salas de reuniones, amplios comedores, salones para ritos, una escuela para niños, etcétera. Una vasta arquitectura limpiada desde hacía seis meses por Miguel, de lunes a viernes, sin desmayo y a 10 dólares la hora.
Comenzamos por los baños y seguimos por los salones. Debíamos dejar todo como de estreno porque luego el jefe supervisaría pasando el dedo. Íbamos a buen ritmo hasta que Miguel me dejó solo en un amplio salón tapizado, con piano de cola, vitrinas empotradas y adornos de alta cristalería… Mala idea, Miguel. Había un formidable espejo oval antiquísimo donde vi mi inseguro reflejo de nuevo inmigrante. El espejo reclamaba su brillo y la orden era simple: “límpialo con el líquido azul, compadre, ya vuelvo”. Y en el coche de la limpieza había dos botellas con líquido azul. ¿Y ahora, cuál será? ¿A dónde habrá ido Miguel? ¿Tardará? Con esa penosa sensación de “si no cumplo, pensarán que no sirvo”, decidí sin preguntar y de Tin Marín, de Do Pingüe, escogí una botella y al compás de mis frotadas el espejo fue cogiendo un tono azul jabonoso. ¿Así será el efecto del limpiador? Y continué frotando. Al ver que ni lo opaco ni lo jabonoso cedían me detuve en el preciso instante en que unas pisadas fuertes venían por detrás. Eran las del gran jefe: el robusto judío ortodoxo cuyo nombre he olvidado, pero no su esponjosa barba, su terno y sombrero negros, y su camisa blanca. Me observó en contrapicado desde su metro ochenta como quien reconoce a una hormiga. Sus ojos azules estaban fijos bajo el grosor de sus cejas, hundidos en sus ojeras de mil rezos. El hombre miró el espejo y se volvió para decirme en inglés: “¿dónde está Miguel? ¿Qué líquido le echaste al espejo?”.
Afuera de la sinagoga anochecía y nevaba. Había llegado a las nueve de la mañana y me iría a las once de la noche. Saqué mis cuentas: 10 dólares la hora por 14 horas son 140 dólares. No está mal.
La sinagoga se vaciaba de gente y debíamos limpiar y acomodar todo de prisa porque al día siguiente continuaría el festín. En el salón de los adornos finos, el jefe me preguntaba otra vez con qué había querido limpiar el espejo. Le señalé la botella. El jefe la olió. “Esto es muy fuerte para limpiar el espejo. Trae un poco de agua del baño que te mostraré cómo limpiarlo. ¿Tú eres el nuevo, no?”.
Moví la cabeza afirmando y salí como un cohete. Volví de inmediato. El hombre se quitó el saco, se remangó la camisa blanca y me explicó cómo debía pasar el paño, dulcemente. “¿Viste cómo se hace? Continuarás mañana, ahora baja al salón y ayuda a Miguel a voltear las sillas”. Luego me miró como queriendo sonreír y se fue.
Abajo, en el primer piso, el esclavo Miguel acomodaba las sillas sobre las mesas. Arrastraba los pies como si tuviera grilletes. Me miró con los cuencos oscuros de su calavera y afirmó como agonizando: “mañana yo no vuelvo, compadre, hoy me muero en mi casa. Le diré a la empresa que mande más gente. ¡Mira cómo han dejado el salón estos huevones y ni hemos comido nada!”. Sobre el piso se esparcían las sobras de una gula bíblica que llegaban hasta la puerta de la cocina desde donde una filipina sonriente nos hacía señas para que nos acercáramos. Fuimos rapidito.
Coman, coman, muchachos, que no han comido nada, nos dijo. Y presurosos cogimos los platos antes de que viniera el jefe. La comida estaba fría y eso no importaba para silenciar el ronquido del hambre. Las maternales cocineras filipinas, sin dejar de sonreír, nos repetían que en tal bandeja había más y más comida, que probemos y nosotros, ya saciados, que no, que ya no, gracias, y les rogamos por un café caliente que nos desatorara el buche porque aún teníamos harto por limpiar.
A la mañana siguiente volví repuesto; Miguel, también, aunque ya se le escapaba una tos de perro viejo. Me presentó a Margarito, el gran refuerzo: un mexicano chaparrito y conversador, antiyanqui hasta la médula y defensor de los derechos laborales de los inmigrantes: “yo ya le dije al dueño de la empresa que nos debe pagar mucho más y no quiere, ¿10 dólares la hora?, ¡esto es un abuso, compadre! Nomás espérate y lo denuncio a este cabrón”, me dijo mientras aspirábamos las alfombras del templo donde pronto empezaría un ritual.
Margarito vivía en Canadá desde el 2010. Había arribado como demandante de asilo y lo aceptaron. Trabajaba parejo por un gran motivo: en su tierra tenía una hija menor que mantener. He olvidado de qué parte de México procedía. Era de un lugar donde aprendió de niño el náhuatl, una de las lenguas nativas más habladas de su país. Cada cierto rato yo le preguntaba: oye, Margarito, ¿cómo se dice tal cosa en náhuatl?, y él respondía con solemnidad en esa lengua prehispánica, ondulante y bella. Íbamos juntos barriendo los pisos, aspirando el polvo, criticando a los yanquis, acomodando los ejemplares de la Torá en el templo, resolviendo los problemas del mundo, hasta que nos tocó sacar la basura para depositarla en el gran contenedor.
Las bolsas negras con basura dormían juntas dentro de una pequeña caseta, detrás de la sinagoga. Desde ese punto debían ser trasladadas al gran contenedor donde el camión de la basura las recogería. Pero la puerta de la caseta estaba a medio abrir, atascada por los montones de nieve; esto nos impedía llevarlas hasta el contenedor. Notificamos del hecho al patrón que salió sereno con aires de “apártense que yo puedo solo”, y se quitó el saco negro, la camisa blanca y a pelo en pecho con diez grados bajo cero dio gruñidos de oso polar: dos intentos poderosos le bastaron para abrir la puerta de la caseta y sacar con ligereza, una a una, las pesadas bolsas de basura como si fueran bolsas con el pan del día. Margarito y yo las cogíamos, caminábamos un breve trecho y las impulsábamos hacia arriba, a cuatro manos, para meterlas en el contenedor. Nuestra corta estatura y agotamiento nos limitaban. Redoblamos esfuerzos.
— ¡Jalisco, no te rajes! ¡Vámonos con Pancho Villa!—, me burlaba de Margarito.
— ¡Sí, cabrón, ya quiero ver que te levantes mañana! —respondía.
Todo marchaba sobre rieles hasta que una de las bolsas se despanzurró en el aire manchando de porquerías la nieve y nuestra ropa.
Dos semanas más tarde recibí una llamada telefónica. Era el dueño de la empresa de aseo. Me preguntaba si quería reemplazar a Miguel en la sinagoga. Según él, se habían quejado de su trabajo y Miguel tampoco quería volver. Ya sabes, muchacho, es de lunes a viernes, ocho horas diarias, a 10 dólares la hora, ¿qué dices? Le respondí que no, gracias, que mis clases de francés empezarían pronto.
Trabajé dos semanas en la sinagoga y, tras mucha insistencia, la empresa de aseo recién me pagó tres meses después. Nadie me había advertido de los riesgos de hacer trabajo cash. No he vuelto a ver ni a Miguel ni a Margarito.
Carlos Bracamonte es editor de la revista Hispanophone de Canadá. Agente en temas inmigratorios y comunitarios, especialista en gestión de proyectos y responsabilidad social empresarial. Lea más artículos del autor.