Por Carlos Bracamonte
Esta historia me la contaron así:
La muerte de mi compadre Lucho me recordó lo que pasó en la fábrica hace quince años. Allí conocí a mi compadre. Era una fábrica de pantalones acá en Laval. Trabajábamos en el área de producción. Cuando nos conocimos, mi compadre llevaba ya como cinco años de ilegal. Se había venido como turista y luego quiso aplicar como refugiado porque pensaba que con el tiempo le darían la residencia y así podría traer a su esposa y a sus hijas. Pero a mi compadre Lucho nunca se la dieron, por eso andaba deprimido. Y así se la pasó los veinte años que estuvo acá de ilegal trabajando como burro en fábricas, en limpieza, en lo que sea, de todo hacía mi compadre porque tenía que enviar mucha plata a su familia. Debe ser jodido hacer trabajo cash tantos años.
Cuando llegué a la fábrica mi compadre ya llevaba tiempo allí. Como somos paisanos nos hicimos amigos de una. Salíamos a tomar cerveza, íbamos a los nightclubs, de todo hacíamos juntos. La chamba en la fábrica era dura. De ocho a diez horas de pie, a siete dólares la hora. Pura explotación. Casi todos los que trabajaban ahí en la fábrica eran ilegales o refugiados. Yo no. Así que la gente paraba asustada, con miedo a que los despidieran o los acusaran con migraciones.
El hombre que nos contrataba era un italiano amargado. Él reclutaba a la gente para los dueños de la fábrica. Me acuerdo que era colorado, cincuentón, una panza de elefante, así de gordo era, y casi siempre olía a trago. Todos los viernes nos debía pagar la semana de trabajo, y justo todos los viernes tomaba trago, y a la hora del pago nos llamaba, uno por uno, y nos robaba horas de trabajo, nos decía que habíamos chambeado menos, y nos gritoneaba, y nos decía que si no fuera por él no tendríamos nada, y si no nos gustaba la cosa entonces que allí estaba la puerta bien grande pa la calle, y que no le reclamáramos porque nos mandaba con la migra. Había viernes que no venía y no nos pagaba. Malo era ese desgraciado. Algunos ya no volvían más, otros seguían trabajando por necesidad como mi compadre.
Uno de esos viernes el italiano llegó como siempre borracho. No nos había pagado como dos semanas. Entró al comedor y sacó de su abrigo el fajo de dólares y nos mostró gritando: “acá está la plata”. La gente lo miraba con odio. El italiano se metió a la oficina de uno de los dueños de la fábrica. Estuvo buen rato adentro. Cuando salió comenzó a gritar: “¡ladrón, ladrón, me han robado, dónde está la plata, vaffanculo, vaffanculo!”. Estaba histérico. Nos amontonamos a su alrededor mientras gritaba “nadie se va hasta que aparezca la plata”, iba a llamar a la policía, a migraciones, iba a rebuscarnos a todos. El italiano había dejado su abrigo colgado en una percha del comedor, cerca de los casilleros. Dijo que olvidó el fajo adentro. Dime tú, ¿a quién se le ocurre dejar tanta plata dentro del abrigo? Había que ser muy imbécil o estar muy borracho. Y donde había dejado el abrigo la gente pasaba a cada rato, cualquiera podía haber sido. El italiano estaba rojo, rojo como un tomate, parecía que le iba a dar un infarto, y a cada rato regresaba por los sitios de la fábrica por donde había pasado para ver si la encontraba, pero la plata no había. Nos rebuscó a todos y nada. Como dos horas buscamos y nada; y en esa época la fábrica no tenía cámaras para saber quién se la había robado. No podía ir a la policía. ¿Qué le iba a decir el italiano?: “¡los ilegales que contrato me han robado!”. A donde fuera estaba jodido. El italiano se fue puteándonos, ¡vaffanculo, vaffanculo!, nos gritaba, y no nos pagó esas dos semanas ni las dos siguientes. La mayoría se consiguió otro trabajo. Yo también.
Pasaron como cinco años más o menos, pasó buen tiempo, y un día tomándome unas cervezas con mi compadre Lucho recordamos lo del robo. Ya mi compadre andaba bien metido en su iglesia porque quería ser pastor. Decía que Dios lo ayudaba a sobrellevar la pena de estar solo en este país. Pero con Dios y todo mi compadre no dejaba el trago. Ya estábamos bien avanzados y, acordándonos del asunto, mi compadre me preguntó mirándome de reojo: “¿quién diablos habrá sido, no?”.
Los años habían pasado. Sequé mi vaso y canté.
El italiano había dejado su abrigo en la percha y del bolsillo se veía el fajo de dólares, pero no sabes qué grueso era ese fajo. ¡Mucha tentación! En ese momento yo lo miré a mi compadre Lucho, le levanté las cejas y él me leyó el pensamiento y me respondió todo asustado: no, no, no, moviendo su cabeza el muy marica. Se puso nervioso. Me abrió los ojos como un búho. Poco más y se santiguaba. El italiano se metió a la oficina. Entonces esperé a que mi compadre Lucho y los demás volvieran a sus puestos. Habrían pasado como diez minutos y volví al comedor como si se me hubiera olvidado de algo. Pasé pegadito al abrigo del gordo y jalé el fajo con mis dedos, mis dedos parecían pinzas, suavecito salió el fajo y me lo metí a mi abrigo. Era otoño me acuerdo porque corría viento. Me fui entonces hasta uno de los patios de atrás donde los obreros descansábamos. Ese patio daba a la calle. No había nadie. Al lado había un desmonte donde ponían toda la chatarra, todo lo que no servía de la fábrica. Había una mesa de ladrillos, los ladrillos puestos así nomás, uno encima del otro, como si fueran las patas de la mesa y encima un tablón sucio. Ahí comíamos a veces, en el verano, en esa mesa vieja. Me agaché un poco, levanté uno de los ladrillos, metí el fajo y regresé tranquilo. Luego salió el italiano y comenzaron sus gritos.
– ¡Y por qué nunca me lo contaste, compadre, hubiéramos ido fifty-fifty!
¿Qué por qué no le conté?, ¿y encima quería que le diera la mitad? Sí, mucho le iba a dar. Ni que fuera huevón. Después de la cara de susto que me puso el marica cuando lo miré, mucho que le iba a contar. Estas cosas se hacen solo o no se hacen.
Dejé que pasara una semana y fui por la noche a la fábrica. Llegué al desmonte, me acerqué hasta la mesa, levanté el ladrillo y ahí estaba el fajo. Ven conmigo mi amor, le dije. Y esa misma noche, aquí, en este estacionamiento, conté los billetes. Con los cinco mil dólares me fui dos meses a mi país. La pasé rico, viejo.
Ladrón que roba a ladrón… Nadie sabe para quién trabaja… Será el sereno pero hace una semana me enteré de la muerte de mi compadre Lucho. Eso me recordó lo que pasó. Paraba muy presionado mi compadre. Tenía que enviarle mucha plata a su mamá, a sus hijas. Sus hijas le exigían, pues. De la esposa se había divorciado hace tiempo. Estaba deprimido, mi compadre, veinte años acá y nunca pudo volver. Vivía solo acá, nunca le conocí mujer. No quería… Se inyectó aire en la vena y pum, un infarto. Había sido enfermero antes de venir a Canadá. Él sabía lo que hacía. Pero antes de pincharse dejó una carta con instrucciones para un amigo. Le dejó plata pidiéndole que pagara todas sus deudas y que les enviara una parte a su mamá y a sus hijas. Todo estaba escrito en una lista. Lo tenía bien planeado, mi compadre. Todo estaba anotado. Eso fue lo que me contaron en el velorio. Pero a mi compadre yo le había prestado 500 dólares y eso no lo anotó, y eso me extrañó mucho de mi compadre porque él era bien cumplido, y yo digo: ¿se habrá olvidado?
A mi compadre le echaron tierra y yo le eché tierra a mi plata.
Carlos Bracamonte es editor de la revista Hispanophone de Canadá. Agente en temas inmigratorios y comunitarios, especialista en gestión de proyectos y responsabilidad social empresarial. Lea más artículos del autor.