Por Carlos Bracamonte
A la misma hora de la mañana y por tercer día consecutivo vi pasar al hombre. Era un asiático huesudo y encorvado en los preludios de la vejez que jalaba sin apuro un carrito de mercado. ¿Qué diablos fisgoneaba entre los cubos de la basura? El hombre no buscaba comida porque en Montreal hay lugares donde se la ofrecen a los pobres. Debía ser otra cosa que, sin duda, le daba plata.
Del dinero que traje de mi país camuflado en los calzoncillos no me quedaba nada. Al ingresar a Canadá como residente permanente había que declarar en migraciones 3 mil dólares como mínima bolsa de viaje porque, según las autoridades, estos me bastarían para sobrevivir los tres primeros meses en Montreal mientras aguardaba mi carné de residencia y otros documentos para trabajar por la vía legal. Pero la realidad me dijo lo contrario.
Llegué a Montreal a fines de marzo; el invierno moría. Pero ya estábamos en julio y el sol flagelaba. Así que mientras conseguía empleo, hacía los quehaceres de la casa. Andaba en eso cuando vi pasar al chino y decidí seguirlo.
Con frialdad de matarife, el hombre hundía sus manos en la basura. Las metía con temeridad, sin guantes y a fondo hasta palpar lo buscado. Un leve gesto en su rostro revelaba el encuentro feliz con el exiguo tesoro: una lata de cerveza o de gaseosa que depositaba de inmediato en el carrito para continuar con el trámite en el basurero siguiente. No me asqueaba mucho el asunto, deseaba saber qué haría con los envases. El asiático recorría las calles con parsimonia mientras yo lo seguía a media distancia. Una vez con el carrito repleto se dirigió al supermercado donde depositó lo recolectado en una máquina automática y tragadora. Cuando metió todo, el aparato imprimió un boleto que la cajera le cambió por unas monedas. “Acá la plata está botada en la basura”, me dije sorprendido por ese invento ecológico y pecuniario inexistente en mi país.
Al día siguiente esperé a que mi esposa se fuera a la universidad para enrumbar a mi nuevo autoempleo. Me fui lejos de casa, a un distrito residencial. A falta de carrito de mercado, llevé mi maletín deportivo. En los primeros basureros hallé varios envases. Era un buen día. Las ardillas pululaban entre los residuos atenuando su hambre. Mi esposa me había advertido de los peligros de andar distraído cerca de los basureros: no vaya a ser que un mapache te muerda o que un zorrillo te bañe en pestilencia. Avisaba moviendo o pateando levemente los cubos antes de levantar las tapas. Al mediodía tenía el maletín casi lleno. Fui al supermercado de mi casa. La máquina me cambió el cargamento por cinco dólares con cincuenta. Peor es nada. Hice cálculos, multipliqué. Lo único malo de la labor era el olor recargado. Le conté a mi esposa el descubrimiento: “¿Acaso no sabías que existían esas máquinas?”, me respondió. A veces, cuando íbamos juntos por la calle y no había nadie cerca, le echaba un vistazo a los basureros, cogía las latas y las metía en una bolsa negra que llevaba siempre conmigo.
– ¡Estás chiflado, te vas a enfermar!, me advertía mi esposa.
– ¡Mujer, el dinero está botado en la basura!
Mis recorridos como reciclador diurno duraron un par de semanas pues a fines de julio me contrataron en un hotel para limpiar la cocina y el bar. Ahí hallaba una buena cantidad de latas cuando recogía las bolsas de basura. Al terminar la jornada casi siempre llegaba a casa con un pequeño lote.
Una semanas después, mi jefa del hotel me pidió sustituir a alguien en otro turno. Ese día me enviaron a escurrir los trapeadores en un baño sombrío dentro del almacén. Al encender la luz, una sorpresa: dos inmensas bolsas repletas de latas vacías de cerveza dormían gordas frente a mí. Sin duda era lo acumulado en el bar en un fin de semana. Por la cantidad era difícil que estuvieran contadas. Pensé hacerles un agujero por detrás para sacar algunas. Una más, una menos, total, nadie lo notaría. Aconsejado por la codicia me agaché y cuando estaba a punto de consumar el acto, abrieron de golpe el almacén y sentí unos pasos acercándose con prisa al baño. Me descubrirían. Intenté levantarme pero empujaron la puerta. Alguien entró y se sorprendió al verme: ¡y tú, qué haces aquí!
En cuatro patas, asustado como perro sin dueño, en clara situación de evidencia ¿Cuál fue mi respuesta?
Imagínela usted.
Carlos Bracamonte es editor de la revista Hispanophone de Canadá. Agente en temas comunitarios e inmigratorios, y especialista en gestión de proyectos y responsabilidad social empresarial. Lea más artículos del autor.