La última parte de una reflexión sobre la situación actual de la literatura, de sus librerías, la lectura y una ola indetenible: Internet.
Por Ángel Mota Berriozábal
Comencé a leer el primer tomo de La Historia Moderna de México, tras oler sus páginas, sopesar la calidad del papel y ver algunas de las litografías y fotos que contiene. Observé las letras sin poder fijar una sola palabra, como meditando en todo el camino que debía recorrer, los umbrales y pastizales que descubriría en cada párrafo, y así, desde las primeras hojas, hice un descubrimiento que me cimbró.
De este modo, me di a la tarea de leer el prólogo, como para verificar de dónde había surgido la información que me interpelaba de manera tan personal, cómo era posible que mi bisabuelo, Felipe Berriozábal, estuviese tan presente en sus páginas.
Leí que La Historia Moderna de México fue escrita por un “ejército” de investigadores que hurgaron en los diversos archivos históricos de mi país de origen, con el vivo deseo de escribir una colección de libros que explicasen porqué México se encuentra en una situación tan problemática, tanto política, como social y económica, luego del sueño de la independencia.
De esta forma, los libros sirven como enseñanza, como modo de buscar en el laberinto de hechos, palabras y decisiones, las razones del presente, con el afán de pensar así los posibles modos de rectificar el rumbo del país. Lo que en sí no esconde el hecho de que la redacción de los libros incluye el punto de vista de los historiadores, el del editor Cosío Villegas, y el de que se escogió qué información recabada ofrecer al lector y cuál no, o como diría Hayden White se seleccionó un tipo de “data” para mediar y explicar esta etapa de la historia de México. Con ello, la narrativa histórica se vuelve molde de los datos escogidos, de entre miles, con una estructura narrativa que acomoda la información para vehicular un punto de vista, un modo de observar el pasado, aún si el objetivo de esta investigación, lo menciona explícito Cosío, es la de evitar precisamente la subjetividad y mirada personal del historiador. De ahí el carácter exhaustivo de cúmulo de datos y la participación de más de cuarenta investigadores.
Consciente de los límites que todo libro de historia conlleva, de la polémica de cómo escribir la historia y sobre qué escribir, para evitar las grandes narrativas que sustentan poderes, ideologías, versiones manipuladoras del pasado en miras a refrendar un discurso histórico nacional, mi interés en los libros, en este caso en la Historia Moderna de México, en vínculo con la desaparición de libros de fondo o de autores complejos de librerías como Las Américas (ver conversaciones precedentes con Francisco Hermosín), no es, sin embargo, la de debatir la validez o subjetividad del discurso histórico de estos tomos u otros, cuestionar la veracidad en la narración de la historia, sino la de subrayar la labor de rescate de documentos de archivo, la de buscar en los más ínfimos medios de comunicación del tiempo narrado las razones y motivaciones que dieron origen y sostuvieron la república dictatorial de Juárez y la dictadura unívoca de Porfirio Díaz. Me interesan los tomos, en mis reflexiones, como una fuente de información invaluable, cuyo objetivo primordial es preservar una memoria para las generaciones futuras, es decir me interesa leer el valor de la experiencia y el conocimiento que se tuvo en el siglo XIX, como legado a nosotros. Las interpretaciones de los datos históricos y su estructuración, que en sí es un modo de contar, ficcional, da cabida a múltiples y encontradas interpretaciones, pero las miles de fuentes con la experiencia y conocimiento que adquirieron nuestros ancestros están ahí, como un cúmulo de saberes de la Torre de Babel.
Se trata de una experiencia del tiempo y de vidas que se transmiten a través de los libros. Si es cierto que ya no se redactan libros como la Historia Moderna de México, y si de hecho desaparecen de las librerías como Las Américas, ¿se preserva de algún modo toda esa experiencia y bagaje histórico? Existen archivos digitales. Se están digitalizando documentos históricos y libros. Al parecer hoy más que nunca la memoria histórica es más accesible, más democrática en el sentido de que no solo una minoría, en occidente, puede tener acceso a ella. Además de que el espacio es infinito para almacenar datos. Si es así, ¿se trata solo de un desplazamiento de espacio y de medio?, ¿Cómo se tiene acceso a la información? ¿Qué información se “almacena”?, y ¿cómo se diferencia esta salvaguardia de datos y conocimiento de un libro de lo impreso?
En primera, el Internet no es solo un medio sino un mensaje, nos lo dice Marshall McLuhan en su imprescindible Understanding Media (mi edición es la de Pinguin House, Nueva York, 1964), y como mensaje el medio impone la forma y lo que se vehicula. En este sentido, otorgamos a la tecnología el derecho de mediar y organizar entre la historia y nosotros lo que aprendemos o debemos aprender. Otorgamos a la inteligencia artificial el derecho de moverse por nosotros en la investigación, confiar en sus opciones y tener contacto con los datos que luego nos dará. La tecnología, nos afirma McLuhan, se vuelve una extensión de nosotros mismos, como una segunda naturaleza, que se vuelve la primera. Por lo que al otorgar nuestra capacidad de movimiento físico, de tacto, de olor, de palabra al Internet, nos estamos amputado nuestros sentidos: el tacto, el oído, el sentido del contacto físico y humano de relación con el otro y el objeto.
Añado que si el medio es el mensaje, el mensaje que reivindicamos es que entregamos nuestra subjetividad y sentidos a la inteligencia artificial en busca del conocimiento y la experiencia. Además, si bien es cierto que como nunca antes podemos acceder a tanta información, esta información está almacenada como data, pero fragmentada, en diversas ventanas, portales, sitios, ya no en un mismo sitio, como lo es una librería, libro, o biblioteca, por lo menos no en Canadá.
De esta forma, como información fragmentada, y mediada por un logaritmo el acceso al conocimiento se realiza según la lógica de ese logaritmo. Así, cognitivamente, siendo que le medio es el mensaje, se entenderá la experiencia y el conocimiento. De esta forma, es difícil que en nuestros días el lector se interese por libros, sean literarios que de conocimiento, que sean escritos como se concebía antes el arte, la literatura o el conocimiento.
A este respecto Hannah Arendt, en su invaluable libro La Crise de la Culture (mi edición es la de Gallimard, París, 2016), nos explica que hasta el siglo XVII el arte y la cultura se concebían bajo la misma óptica, es decir como creaciones del ser humano, cuyo objetivo era mostrar la belleza humana, a imitación de la naturaleza, y por lo mismo la obra de arte o el libro debía perdurar como la naturaleza, creación de dios o de los dioses. El sentido del legado eterno era vital en la creación. Es decir la literatura, el saber o el arte debían ser creados bajo la idea de permanecer a pesar de las vicisitudes del tiempo, por su belleza y enseñanza al ser humano. En siglo XVIII la historia y por ende el arte y la literatura se convierten en enseñanza para el mejoramiento del ser humano, en donde la naturaleza todavía es un modelo a imitar, así como el pasado, pero a través de la “razón pura”. Es decir, el saber y las letras son para el ser humano, y el sentido de legado y duración eterna ya no se compara o somete a una divinidad sino al ser humano, artífice de su propio destino, por el bien de una nación. Mas, ya en el siglo XX, tras la primera guerra mundial, y sobre todo la segunda, la noción de historia deja de tener un sentido universal –a excepción del infructuoso proyecto comunista o fascista− o legado común hacia el futuro. El ser humano ya puede controlar la naturaleza y los eventos de la historia y por ende se hace la micro historia a su imagen y beneficio, ya no es algo que sucede por obra de Dios o como hechos necesarios para un avance hacia la perfección del ser humano o de una nación. La historia se concibe como fragmentos que puede ser hecha de manera particular, en va y vienes del pasado al futuro, ya no lineal, ni en comunidad universal. Lo mismo se concibió con el arte, el saber o la literatura. Cada uno da su propio sentido y todo saber se pone en tela juicio. La teoría de la relatividad, entre otras, ha sido factor determinante, hoy en día. El todo se rompe y tiene como referencia así mismo, al creador o pensador mismo, o al objeto, el objeto es su propio referente: Picasso, Matisse, Dalí, Proust, Joyce, etc.
Si bien esta ruptura dio pie a magníficas creaciones artísticas y literarias, a revisar la historia y la noción de historia misma, en beneficio de los marginados, de los desfavorecidos, pensemos en los Postcolonial Studies: Can the Subaltern Speak? Lo dice todo Gayatrik Spivak a favor de la liberación de discursos universalistas o imposición de escuelas y estilos en beneficios de una minoría o un poder colonial o falso universalismo dictado por una minoría imperial o de poder local, al mismo tiempo, con la explosión de la inteligencia artificial, de las redes sociales, y la paralela desaparición de libros de fondo de las librerías y la apatía de acceso al conocimiento o credibilidad al mismo, el neoliberalismo, en su sed de comercio, se integró bien a esta coyuntura histórica, filosófica y social. La fragmentariedad en la noción de historia, la relatividad del saber, el cuestionamiento del discurso universal, entre otros, trajo la fragmentariedad de puntos de vista, de autores y referencias, y por lo mismo, trae una gran variedad de creaciones y de saberes, que en sí es un fenómeno formidable y rico, pero eso mismo, hace que el saber y la experiencia estén fragmentados, tal y como la encontramos en los archivos digitales, lo cual conlleva su desaparición paulatina en librerías como Las Américas. Ello facilita a los grandes consorcios mercantiles del libro, en asociación con una sociedad del espectáculo –creada así por la omnipresencia y fuerza de la televisión, el cine comercial y deportes: pan y circo− hacer del conocimiento o de la literatura, dado el desprestigio o relativismo a la experiencia en la historia o el conocimiento −y por ende tras el desarrollo de otro tipo de subjetividad y acceso cognitivo a la obra de arte y las letras−, una mercancía que estimula y responda al mero entretenimiento, al passe temps, en detrimento de textos más reflexivos, complejos, con un bello estilo de escritura o con mucha información. Eso no vende.
A este respecto, mucho se ha argumentado que gracias a las redes sociales los jóvenes leen más. Libreros, escritores y editores de México afirman que la era digital invita a la lectura, en el mismo sentido van sociólogos de Quebec. Empero, más allá de razonar en torno a la cifra de alta o baja de libros, cabe mencionar que la mayoría de las compras, como así lo testimonian las librerías en Canadá, México y España, son compras de libros que gozan de una gran mediación, libros de un autor muy conocido o de autoayuda. Los autores más activos en Facebook, Tweeter o blogs son los que más venden y atraen a las grandes casas editoriales. Lo cual no significa siempre una buena calidad literaria. El sistema del mercado impulsa autores que venden la mayor cantidad de libros posibles, y los que no logran hacerlo, simplemente no tienen cabida en el mercado. Por ende, las librerías ofrecen más que nada libros comerciales, o de un mismo autor, entre los cuales entran rara vez los libros de fondo, autores complejos y de “bellas letras”. En este sentido, tal y como lo apunta Hannah Arendt, el problema de las crisis cultural hoy en día no radica en la poca o mucha compra de obras de arte, o de libros, sino en la devaluación que se ha hecho de la creación. Es decir, que en nuestros tiempos no se adquieren obras por lo que puedan enseñarnos, por su valor artístico o literario o por su legado al futuro, sino como mercancía, del mismo modo que se compra un artículo para el hogar, o un alimento. El libro se vuelve un objeto de moda, o que refleje una tendencia del momento, como lo es la novela negra, mediatizada a gran escala.
Asistimos a un empobrecimiento de la literatura, de la cultura, y del conocimiento a pesar de su explosión en Internet, siendo que los autores que no logran vender su imagen y que el conocimiento de la historia, de la antropología, filosofía, etc., no tiene valor en el mercado global. Es el mercado global el que impone el acceso al conocimiento. Lo mismo sucede en los archivos en el Internet. El medio impone las reglas del juego. No olvidemos nunca eso.
La escritora Joanne Rochette, maestra de historia, me mencionó a este respecto:
−En el colegio donde enseño, y en todos los colegios de educación superior (en Montreal), están cerrando los cursos de historia, pues los chicos ya no se inscriben. Hay muchos maestros que van a perder su empleo, y es el caso en casi todas las ciencias humanas.
Volví los ojos a los tomos de la Historia Moderna de México. Los palpé como si tomara entre mis dedos un tesoro, el tesoro de la experiencia y más aún, y de manera emotiva, descubrí en el tomo referente a la vida política en tiempos de Benito Juárez la importancia que tuvo mi bisabuelo Felipe Berriozábal en México.
Ayudó a combatir a los franceses, como ministro de guerra de Benito Juárez, durante en imperio de Maximiliano, a más de haber ayudado vencerlos, entre otras en la famosa batalla de Puebla, el 5 de mayo. Como miembro del gabinete de la República Restaurada de Juárez, tras recuperar México su soberanía de Francia, influyó en la reducción de efectivos del ejército para mejorar la economía del joven país y evitar que el ejército se volviese un opresor que acabase con la frágil democracia. Defendió al gobierno legítimo de Juárez de las diversas revueltas contra él y luchó sobre todo contra las revueltas de la Noria y la de Tuxtepec, perpetradas ambas por Porfirio Díaz. Defendió así a los gobiernos de Lerdo de Tejada y de José María Iglesias de los golpes de estado del futuro dictador. Tras la victoria de Díaz, y como ministro de guerra de la república, mi bisabuelo prefirió permanecer en México, en vez de irse refugiado a Estados Unidos como lo hizo Lerdo de Tejada, para sufrir las mismas consecuencias que los generales que mandó contra Díaz en su defensa del gobierno legítimo de la República.
De esta suerte, por una razón inexplicable, o por azares del destino, esos libros, los que veía con tanto anhelo en la Librería Las Américas de joven bachiller, tienen escrita la historia de mi bisabuelo, son mi propia historia, no sólo la de un país. Es como si esos libros me hubiesen estado esperando y gracias a Francisco Hermosín y Las Américas pude rescatarlos y reencontrarme, 25 años después de haberlos visto.
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