Por Carlos Bracamonte
Han pasado ocho meses y hasta hoy nadie sabe con certeza las razones que tuvo Jorge para irse de Canadá. A todos nos había dicho que su boleto de avión era de ida y vuelta, y que sólo visitaría a su familia por Navidad, saborearía la comida de su tierra y engordaría como un obispo. Se iría por un mes y luego volvería a su empleo en los almacenes de Dollarama. “Muchachos, voy y vuelvo”, nos aseguró. Pero cuando pisó su patria cambió inesperadamente de opinión. Algunos especulan que ya lo tenía todo planeado y que no nos dijo nada para evitar el interrogatorio: a lo mejor lo convencíamos para que se quedara en Canadá.
“¿De verdad quieren saber por qué se fue Jorge?”, nos dijo el colombiano Enrico en clave de intriga: “Espérense nueve meses y lo sabrán. A Jorge lo anda buscando una mujer en Montreal y se escapó antes de firmar. Era un terrible, mi compadre”. Luego se carcajeó dejándonos la duda sembrada.
Quizá Enrico no está lejos de la verdad.
Jorge llegó a Montreal en el año 2015. Trabajador, bien educado y soltero de 30 años, es especialista en logística y vio en su ingreso a Dollarama el primer escalón hacia la cúspide profesional. Tiene corta estatura y un inconfundible rostro latino: feo pero sabroso.
Su primer empleo fue como mesero. Un día en el Viejo Puerto, mientras se acomodaba el corbatín, llegó una señorita de rasgos finos, con un bronceado de miel y unos ojos de caramelo que lo embelesaron. Era una marroquí sonriente. Trabajarían juntos toda la noche. Al final intercambiaron números telefónicos y dos semanas después de un intenso cortejo digital, ella le aceptó una cita.
Aquella tarde caminaron sobre el malecón del canal Lachine riendo como dos adolescentes bobos. Los árboles se acompasaban al viento y el carmín del otoño encendía sus matices. Caminaron largo rato. Se alejaron mucho. Ya no había ni un alma alrededor. Todo se había dispuesto como Jorge lo había soñado. Estaban solos, plenamente solos al atardecer, y algo debe suceder con una pareja cuando el paisaje se ofrece. Un silencio. Dos. Y al fin Jorge se atrevió: “¿Sarah, sabes bailar salsa?”. Tal vez ella esperaba algo más tierno y labial pero le respondió que no, que no sabía, y lo dijo como disculpándose agregando que le encantaría aprender.
Ya en el bar de música latina, Jorge pidió una cerveza y ella, un cóctel de cerezas sin alcohol. La tomó de la mano y la condujo con maneras de experto hasta la pista de baile. Cogió su cintura de cristal que al fin tentaba y la atrajo al calor de su ritmo. Ella no opuso resistencia. Él la acercó de a pocos, entre vuelta y vuelta, hasta rozar su aliento; y así anduvieron varias canciones. Las primeras copas se multiplicaron hasta que arribó la medianoche y partieron. ¿Puedo acompañarte?, preguntó Jorge. Ella aceptó sin reparos. Le gustó. Cuando llegaron a la puerta del departamento, Jorge le dijo que no se preocupara, que él se iría caminando, que su casa no quedaba lejos. Ella se compadeció de esa mirada suplicante de perro sin dueño y lo invitó a dormir en el sofá. Cuando el silencio se había instalado, Jorge gateó hasta la habitación donde tuvo grato y tibio recibimiento. Todo fluía melodioso en la armonía de sus cuerpos hasta que algo desentonó: Jorge olvidó los preservativos. “Nunca creí que terminaría así la cosa, te lo juro, compadre”, me relató después. Sólo la acarició intensamente con el impulso de un hombre solo y necesitado en esta ciudad.
A la mañana siguiente, él se despidió seguro de que podría volver. Pero Sarah lo aterrizó. Lo que había ocurrido no podía repetirse y le dio el ultimátum: o amigos o nada. Y Jorge es un buen amigo.
Semanas después, Jorge se reunió con sus compañeros del curso de francés en una cena de fin de ciclo. Tras la comilona, se fueron despidiendo uno a uno hasta que se quedó con Maryam, una enfermera iraní con la que había conversado poco durante el curso y que ahora parecía muy locuaz bajo los embates del vino. “¿Te gusta el cine? ¿Vemos una película en mi casa?”. Jorge aceptó sin dudar la invitación de la mujer como si la hubiera esperado desde el primer día. Era noviembre y el invierno advertía con sus vientos. Maryam palpaba los 40 años. Soltera como él y entrada en carnes, había vivido varios años en Italia. Era musulmana y no usaba velo. “Yo creo que ya estaba occidentalizada”, me explicó Jorge.
Siete días más tarde se citaron con romántica modernidad: hay que comer pizza y ver una película en tu sofá. Nunca se enteraron del final del filme porque se trenzaron en besos urgentes. Esta vez Jorge sí fue preparado para la acción. Sin embargo, con los días, Maryam dejó de contestarle los mensajes y rechazaba sus invitaciones. Estoy ocupada, eso le decía.
Por entonces, Jorge trabajaba en Dollarama de lunes a viernes. Buena parte del tiempo lo invertía en mejorar su inglés. Cuando había chance seguía laborando también como mesero. En sus ratos libres salía con sus amigos o iba de compras a las tiendas de ropa usada. Así conoció a Marion, una belga alba de labios rosados. Jorge ya había decidido visitar su país por Navidad así es que no le quedó mucho tiempo para conocerla. Ella siempre lo llamaba por teléfono de un momento a otro para invitarlo a montar bicicleta, para caminar por la ciudad, para ver los fuegos artificiales. Hasta que un sábado por la noche la visitó en su apartamento. El ambiente presagiaba una nueva aventura. Pero al rato tocó la puerta un francés alto, barbudo y flaco. La antítesis de Jorge. “Es mi novio”, le dijo ella como un baldazo de realidad. Los tres se sentaron en el sofá a ver juntos la película. Jorge contaba los minutos para borrarse de ahí, ¿qué estaría haciendo a esa hora su linda Sarah marroquí?
Llegar solo a una ciudad lejana, sin parientes y sin dominar bien los idiomas. Trabajar en lo que no te apasiona. Pasar largas horas en casa por el rigor del frío. Después de tres años, Jorge abrazó otra vez a su familia en el aeropuerto de su país. En ese momento quizá surgieron en él las preguntas vitales y los lamentos que nunca le escuché decir y que acaso poblaban el vacío diario de su habitación en Montreal. Deduzco el motivo real de su partida. Cada cabeza es un mundo. Si alguien me pregunta por qué se fue responderé en broma como el colombiano Enrico: “espere usted nueve meses y lo sabrá”.
Carlos Bracamonte es editor de la revista Hispanophone de Canadá. Agente en temas comunitarios e inmigratorios, y especialista en gestión de proyectos y responsabilidad social empresarial. Lea más artículos del autor.