Por Carlos Bracamonte
(Los hechos relatados ocurrieron en el 2012).
«Monsieur, usted es periodista pero esa no es una profesión demandada por el gobierno de Quebec. Usted no habla perfecto el francés y no habla bien el inglés. ¿En qué va a trabajar en Quebec? Mejor dígale a su esposa que vuelva, que regrese aquí, a su país…».
La mujer que tengo al frente es la inmutable funcionaria québécoise que ha venido a mi país a entrevistarme. En breve, ella decidirá si estoy calificado para residir y trabajar en Quebec. Esta es su quinta o sexta pregunta, así que mis respuestas pisan la cuerda floja, y cada vez que le respondo en mi francés de simio, es como si yo mismo agitara la cuerda.
Mientras espera mi respuesta, ella escarba en mi expediente con rigor de cirujano, y yo pienso en cómo ennoblecer su corazón de nieve. Pero la comprendo: es su trabajo, es un oficio triste y duro. Ella tiene el poder de cambiar una, dos, decenas de vidas, y en esta mañana de invierno gris y sin desayuno, soy capaz de suplicar por el bendito Certificat de sélection du Québec, el ansiado CSQ, la llave maestra de la puerta grande.
Le hablo sobre mi trabajo como periodista; de mi afán por reunirme con mi esposa que viajó sola hace unos meses; de nuestra idea familiar de poblar y reproducirnos en el agreste norte de Canadá entre los alces. Y la funcionaria examina mis verdades con sus ojos azules de sospecha, con su mirada de sé-lo-que-comiste-anoche.
Respondo con aplomo y ella, para escucharme mejor, se inclina hacia mí y arruga más su rostro marchito.
— Monsieur, no le entiendo con claridad cuando habla. Relaje la boca. Cierre un poco el labio. Repita conmigo: je suis, je suis, je, je, jeeeee… ¿Dónde estudió francés?
Le digo el nombre de un instituto de prestigio y ella gesticula con reproche: “usted no aprendió nada”. Lo cierto es que estudié pocos meses ahí pues, para buscar un atajo, contraté a un agente, un profesor privado que te preparaba para la entrevista en la que ahora naufrago. Sólo tenía que memorizarme como robot casi cien preguntas y respuestas a cambio de 700 dólares o más. Semanas después, al leer las noticias sobre Canadá y Quebec noté que varias respuestas sobre la política estaban desactualizadas, y un amigo que pasó su entrevista inmigratoria mucho antes que yo me advirtió que los funcionarios québécoises
La mujer termina de revisar mis documentos y la entrevista escala a su clímax.
— Señor, usted no tiene un alto nivel de francés. ¿Qué va a hacer en Quebec?
Es su pregunta definitiva. El pase previo a la estocada final.
Antes de enterrar el pico, le digo:
— Usted, señora, debió ser universitaria en los años sesenta cuando ocurrió la Révolution Tranquille, esa revolución que cambió Quebec para siempre…
— ¡Yo no hablo de política!, responde como impulsada por un resorte.
No me doy por vencido: había dedicado semanas leyendo noticias sobre Quebec y sabía de los recientes escándalos políticos. Ahora saco el conejo del sombrero:
— Madame, yo sé que René Lévesque fue periodista y sé lo que él significó como político para Quebec. También sé que varios ministros han sido periodistas. Y como periodista también sé que hoy hay un gran escándalo de corrupción en Quebec.
Esa misma mañana, todos los diarios de Canadá habían publicado en sus portadas que el alcalde de Montreal era cómplice de la corrupción. Antes de ir a mi entrevista imprimí las portadas de Le Devoir y La Presse. Las saco y se las muestro cual vendedor callejero. Ella parece inquieta, hace una leve seña cabizbaja. Ha llegado el momento de embestir:
— Como periodista he ayudado en mi país a investigar la corrupción y pienso que mi experiencia será muy útil para acabarla en Quebec.
Silencio de sepulcro en la oficina.
Doblegada, la mujer asiente. Ahora su mirada expresa: “¡Oh, my God, tú eres nuestro hombre en Quebec!”. Escribe algo en el computador y sin decir más imprime el CSQ. Me lo entrega.
— Bienvenue au Québec. Pero tendrá que mejorar su francés en los próximos meses, me ordena maternalmente.
— Merci beaucoup, madame, ¿puedo darle un beso?, le pregunto con incontenible emoción latina.
Quiero abrazarla, rejuvenecerla. Recordarle la locura juvenil.
La mujer se pone de pie. Me tiende la mano cordial sin perder sus formas ni su distancia. Ya casi sonríe. Me señala con su largo dedo índice su mejilla izquierda. Me acerco.
(El protagonista real de esta historia pidió reservar su identidad. Publicado originalmente en NM Noticias en mayo de 2016)
Carlos Bracamonte es periodista, agente comunitario y especialista en gestión de proyectos y responsabilidad social empresarial. Publica una columna sobre historias de inmigrantes en NM Noticias. Es editor de la revista Hispanophone de Canadá. Lea más artículos del autor.