Cuento: C.

Imagen: depositphotos, diseño: Hispanophone.

Por Consuelo Miranda

Soy una C compacta, nada de contrahecha y mi fisonomía es, desde el principio al fin, controlada. El contrabando es una de mis características ya que tomé algo de la Q, de la O y casi, casi la G fui yo y yo fui G. Esto me ha contrariado sólo un poco, lo cual ya es una contradicción. Nacer C pudo haber sido un error, pero no lo fue, con ciertas habilidades propias y otras adquiridas yo he contrarrestado los avatares innatos de mi condición de C. Por lo tanto, aquello que pareció un contrasentido, sobre todo a mis hermanos mayores, llegó a ser una consolación para mis padres y unos pocos afligidos con los cuales he compartido mi cama, mi casa, mi cariño.

Y en este oficio de ser C llevo ya cuarenta años. Pero no se engañen que la literatura, como el amor, miente. Mis rasgos me fueron dados por el azar y la genética. Acepté esa parte del contrato. El resto no lo dejé a las coincidencias. Es así que confié en mi intuición, mi competencia y rechacé el sentirme condenada en medio de tanta confusión.

¿Acaso era una ambición inalcanzable el querer conducir y confeccionar mi camino? ¿O por el contrario mi condición de C me obligaba a escuchar a tanto conferenciante estúpido que confabulaba congelando mi congénita curiosidad? Si se trata de confesar, debo decir que esa parte del convenio no me pareció del todo convincente.

Me sentí convicta en el claustro de los convencionalismos. ¿Debía sentirme culpable por desear ser una C consagrada? Fueron muchas las citas, cláusulas y cobranzas con las cuales la sociedad, mi familia y la iglesia me censuraron. Ciertamente, al caerme llegué al cementerio, lo cual no es sinónimo de cielo.

Es por eso que no creo en cronologías, cronómetros, cronistas, porque el tiempo nos engaña con su silencio. El año que aparece en mi certificado de nacimiento corresponde al de mi muerte. Y el año de mi certificado de defunción corresponde al de mi nacimiento. ¡Qué complicación tan complicada! Sin duda, ustedes saben que para vivir es necesario morir. La ley de los contrarios es tan vieja como la Esfinge.

Es cierto que mi fisonomía es compacta, pero también es cierto que mi alma es un crucigrama. Acepté ese compromiso, así como acepté el compromiso que nos impone la creación. Y tantos otros, que se cruzan como hilos en un mantel de punto cruz.

Durante los años que estuve muerta, el castañeo de mis dientes era el sonido de mi pobreza y mi hambre. En ese cuartito, tan tuyo, tan mío y, sólo a veces, tan nuestro. Los cuadros del cubrecama eran similares a los cuentos que tú me contabas: coloridos. De no haber existido tú, habría muerto mucho antes y aunque tu abandono me colgó de frentón, hacía ya años que yo me venía muriendo al igual que mis creencias frente a Dios, la familia, el país y yo misma. Las mismas mentiras se renovaban cada año como las estaciones ya que me apoyaba en ellas para creer que al menos había tenido un pasado, ya que me era imposible vislumbrar cualquier presente o futuro.

En mi calidad de C, yo sabía que mi contienda era desigual porque a mi sexo le determinaron ciertos atributos que me limitaban y me relegaban al tercer patio. ¿Es posible renegar de la propia esencia? Yo morí porque en realidad nunca existí. Mi país me negó mi calidad de ciudadana, me negó mis derechos civiles y dejó mi civilidad marginada incluso antes de brotar. La comedia consistía en creerse libre, no acepté la coima. Yo deseaba ser considerada como ser humano pero la sociedad me consideraba sólo como mujer y como tal debía responder y conducirme. Yo aspiraba a una igualdad que nunca recibí y de la cual en verdad nunca tuve buen ejemplo, sólo los que me otorgaron los libros del “Castor”.

Fue así como morí, como tantas otras, Carolinas, Celestes y Consuelos, prisionera sin rejas gritando por una libertad que sentía, me habían arrebatado sin consultarme. Una violación no sólo de derechos sino de ser. Morí, sí, sin competencia ni gloria como tantas otras conciudadanas, en las cuales pienso a menudo. ¿Habrá para ellas también una segunda vuelta? Mi corazón les corresponde la cortesía de cartearnos.

Ignoro si fueron mis cacareos o mis arrebatos de ira que me llevaron a arrancarme los cabellos, los cuales hicieron que el castigo fuera conmutado y concluido como un cigarro que se consumió. ¿Quién dio esa orden? No quiero pensar que fue la casualidad, quiero creer que fue el clamor y la claridad con la cual presenté mi cuestionario. Lo conciso fue que se me dio otra ciudadela, otra ciudadanía, otra vida, pero esta vez sin custodia ni crédito: la única condición fue la vida conyugal. ¡Qué sorpresa! ¡Yo casada! ¡Pues sí! ¿Qué letra escogería? Pues bien, la F, de forastera.

A veces es porfía o coraje, no lo sé, pero decidí aceptar, por segunda vez, el desafío de ser C. Después de tantos años juntas, la C y yo éramos dos convalecientes en una sala común. Puede parecer controvertido el haber insistido en continuar con las características que el azar y la genética me dieron (en un principio). No sé, tenía confianza en que mi esencia de C no era tan cretina y criticable como me lo habían hecho notar y sentir. Al mismo tiempo, cuando se ha muerto, se pierde hasta el respeto por una misma. La crueldad no consiste en morir sino en vivir como una muerta. Eso era yo.


Consuelo Miranda Albónico: mujer, escritora, feminista, transgresora, emprendedora, viajera. Ama a los perros, jardinear y cocinar. Reside en Montréal. Contacto: anglatin@anglatin.com

Este relato fue publicado originalmente en Nebraska Press University .

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