El poeta, ensayista, editor y traductor venezolano Adalber Salas Hernández, ganador del XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita en 2015, ha acumulado una obra abundante y sólida a sus 31 años. En esta conversación, explora los puentes entre su trabajo como traductor desde cuatro lenguas y su labor creativa
Por Rafael Osío Cabrices / Foto de Paule Anne
Adalber Salas Hernández está basado en Nueva York, donde ha entrado en la fase final de su doctorado en lengua y literatura española y portuguesa en New York University. Pero tiene una fuerte relación con Montreal, que visita varias veces al año porque aquí vive su hija Malena, y porque entre los poetas que ha traducido al español está Hector de Saint-Denys Garneau.
Y qué curioso que la versión que hizo Salas Hernández de los diarios del malogrado poeta montrealés -muerto en 1943 a la edad que Adalber tiene ahora- y de Regards et jeux dans l’espace se haya publicado en 2017 en la otra punta del continente, en Buenos Aires, en la editorial Buenos Aires Poetry, pasando por encima de Caracas, la ciudad donde Salas Hernández nació en 1987, a medio camino entre la metrópolis quebequense y la argentina.
Más allá de la circunstancia personal, cuesta ver como algo casual el que haya terminado conociendo esta isla babélica un hombre que lleva tantas lenguas sonando dentro de sí mismo. Salas Hernández ha traducido desde el francés a Marguerite Duras, Antonin Artaud, Arthur Rimbaud, Pascal Quignard y René Crevel; del inglés a Charles Wright, Hart Crane, Yousef Komunyakaa y unos cuantos beatniks; del portugués a Mário de Andrade; y ahora se introdujo en las cálidas aguas del kreyòl haitiano. Todos, idiomas que resuenan a diario en esta ciudad francófona que termina siendo un melódico ejemplo de multilingüismo.
Recién llegado de unos días intensos de residencia en el Banff International Literary Translation Centre, en Alberta, el poeta venezolano se sentó en una mesa del café Chez L’Éditeur a responder las preguntas de Hispanophone, rodeado de los acentos de las comunidades latina, magrebí y vietnamita en la calle St-Hubert.
— Cuéntame cómo te convertiste en traductor. ¿Cómo aprendiste los idiomas? ¿Cómo, cuándo y por qué empezaste a traducir?
La cosa con los idiomas empezó cuando llegó la televisión por cable a mi casa, a mis doce años. Ya entonces era un niño muy doméstico, de estar en casa construyendo cosas con Lego, o leyendo, en solitario. El inglés fue filtrándose poco a poco y a los quince decidí aprender francés, no sé por qué, tal vez por un poco de romanticismo mal digerido. Lo hice por dos años y lo dejé, diciéndome que si había absorbido el inglés también lo haría con el francés. Siempre fui más de lanzarme contra el libro o el producto audiovisual, en esos idiomas, que de estar en una clase. Unos trece años después de eso, ya en Nueva York, ocurrió el mismo proceso con el portugués, tomé un curso del idioma en la universidad y luego dos o tres cursos en esa lengua. Para entonces llevaba años trabajando como traductor, lo que hace muy interesante la experiencia de aprender una nueva lengua, porque te preguntas continuamente cómo decir esto tan bien como lo dices en tu lengua madre. Con el kreyòl he estado haciendo el mismo recorrido que con el portugués.
— Pero, ¿cómo empezaste a traducir, en cuáles circunstancias?
Fue poco antes de que mi hija Malena naciera, y mirándolo en retrospectiva no me parece que haya sido gratuito. Creo para que mí la traducción empezó con la incomodidad, la indignación por las traducciones lamentables, que un lector puede ver aunque no conozca la lengua original. En ediciones bilingües veía versiones que yo sentía que podía hacer mejor. La primera traducción en que trabajé fue de Ars poétique, del poeta normando Eugène Guillevic. La hice como un entretenimiento solitario, pero no sabía que ya había sido traducido en Venezuela por Ana María del Re, y publicado en dos editoriales distintas allá. Más tarde, con la propia Ana María terminé traduciendo otro de Guillevic, Le chant, que sigue inédito. Empecé a traducir para probar. Recuerdo que desde el principio me preguntaba si la traducción que estaba haciendo también podía funcionar como poema, si tenía vida propia. Creo que sigue siendo mi principal preocupación.
— Imagino que esa es la prueba de que una traducción funciona, de que la traducción en efecto ha ocurrido: que el poema sigue brillando, resonando incluso, en otro idioma.
Sí. Creo que va más allá del debate entre domesticación y extrañamiento. Hay traductores que se inclinan más por subrayar el origen extranjero del texto, y otros que se preocupan por acercarlo a la lengua de llegada. Yo creo que puede caer en el medio, y que lo importante es que el poema quede vivo. Tampoco me gusta casarme con una escuela de traducción, porque creo que cada traducción tiene sus propios retos y demandas del lector, que siempre debe ser un aprendiz al traducir.
— ¿Tienes claras cuáles han sido tus mejores experiencias de traducción, en cuanto a autores y lenguas?
Creo que la antología de Charles Wright (bid&co editor, Caracas, 2016) me hizo mucho bien. Me levantaba de la cama y solo con el café me sentaba a traducir. Hay en su poesía una religiosidad muy presente, cristiana en su caso pero que a fin de cuentas es una suerte de trascendentalismo tenso, lúcido, con versos muy largos… Era como levantarse a rezar, y fue muy bueno para mí. Es una traducción que recuerdo con mucho cariño. Y otra en las antípodas, la de Antonin Artaud (bid&co editor, Caracas, 2014), que fue ardua: estaba recién mudado a Nueva York y el dueño había decidido remodelar la cocina del apartamento que alquilé, así que tenía que aguantar a dos tipos trabajando ahí, con un martillo neumático minúsculo…
— ¿Y por qué no te ibas a trabajar a otro sitio?
Me gusta trabajar en casa. Pero al cabo de una hora sentía que había una suerte de consonancia entre lo sorpresivo que puede ser Artaud, el ruido que él podía hacer en sus poemas, y el ruido de la cocina.
— ¿Cómo describirías tus relaciones con las lenguas que traduces? ¿Qué te han enseñado, qué han hecho de ti, qué te han dado?
Les debo todo, realmente. Creo que aprender lenguas, en general, me ha salvado del monolingüismo, de vivir en un mundo cerrado donde hay un solo sentido para cada cosa. Cada lengua que he aprendido me ha alejado más de ese peligro. Requiere mucha paciencia, pero ha sido como un contagio, porque llega un punto en el aprendizaje en que te das cuenta de que esa lengua ya te contagió, de que empiezas a pensar en ella.
— ¿Cuáles de esas lenguas te son más cercanas?
Te prometo que esta no es una respuesta truco: todas son cercanas, de manera distinta. El inglés me permite jugar más, pero he traducido más desde el francés y estoy más familiarizado con sus vericuetos. El portugués estimula asociaciones muy íntimas en mí por la vieja relación con la música brasilera. Y la más reciente, el kreyòl, es una incomodidad fascinante, con la que ha habido un encantamiento también. Una cosa buena es que no termino de sentirme cómodo en ninguna. No me siento del todo cómodo ni en el español.
— ¿Ni en el español? ¿Por qué?
Porque ya en el español las cosas no son, para mí, solamente ellas mismas. En mi español de hoy aparecen estructuras que he aprendido traduciendo. Un vocabulario nuevo. La traducción termina siendo una calle de doble vía.
— Ahora cuéntame tu historia como poeta. ¿Cómo fue que te decantaste en la poesía y el ensayo? ¿Cómo se construyó tu identidad como escritor?
Puedo responder con dos historias. La primera, la puja familiar porque me interesara por la literatura.
— ¿Te presionaban por eso?
Más bien era una expectativa porque yo había mostrado interés por los libros, que existía entre mi madre, mi padre y sobre todo mi tío, que escribía narrativa y me dio acceso a su muy buena biblioteca. Es una familia donde la lectura estaba muy bien vista. Yo recibía muchos libros y no sé cómo empecé a escribir, pero sí que a los trece hacía unos poemas en prosa, deplorables, en un cuadernito verde. Hasta que entré a la universidad.
— A estudiar Letras. ¿Siempre estuvo clara esa opción?
Sí, aunque había aplicado para Psicología e Idiomas Modernos. Me inscribí en un taller de narrativa y en uno de poesía, con lo que entendí que la narrativa no era lo mío y que sí lo era la escritura poética, que empezó a lijarse con ese taller, al que le debo el hábito autocrítico del que entonces carecía por completo.
— ¿Con quién hiciste ese taller de poesía?
Con Miguel Marcotrigiani.
— ¿Qué edad tenías?
Empecé con dieciséis y salí de él con diecisiete. Me volví un obseso de la reescritura, consecuencia directa de haber incluido esa conciencia autocrítica que todavía tengo: para mí una primera versión es siempre eso, un ensayo. Empecé a concebir el texto como una materia que uno maneja sin sentimentalismos, sin piedad, con un propósito, con independencia de lo que uno cree al principio que quería decir. A medida que vas escribiendo, el texto puede revelarte que lo que traías al comienzo era una idea recibida, un lugar común; el texto rechaza eso como un cuerpo rechaza un órgano ajeno.
— ¿Y al ensayo, cómo llegaste?
Al salir de la universidad, me dije que lo que quería era escribir poesía y escribir sobre poesía, y eso no ha cambiado. Busco más asociaciones que argumentos, la fascinación de hallar un vínculo inesperado entre dos cosas aparentemente disímiles. Como además escribo ensayos sobre poesía y sobre traducción, esas materias favorecen esa clase de descubrimientos. Muchas veces lo hago para entender algo. Igual con la poesía: escribo para entender.
— ¿Será que el ensayo es una manera de completar una traducción?
A veces. Y también pasa al revés: como con la tesis de licenciatura sobre Paul Celan. Hay un ensayo de George Steiner, Sobre la dificultad, en el que habla sobre textos que no quieren ser entendidos, y el ejemplo que pone es Celan. En esa tesis propuse una lectura, una puerta lateral, y quedé tan sobrecargado de Celan que eventualmente tuve que escribir no solo sobre Celan sino a partir de él, y fue ese libro de poemas en prosa sobre su último día, Río en blanco (Sudaquia Editores, Nueva York, 2016).
— ¿Hasta qué punto se unen, o se separan, esos dos caminos, el de traductor y el de poeta?
Nunca se separan; del mismo modo en que la traducción nutre mi trabajo de autor, pasa al revés. Los autores que uno traduce se filtran, son parte del material genético de tu propia escritura. No hay un solo autor que yo haya traducido con indiferencia, con impermeabilidad…
— ¿Con inmunidad?
Exacto. Soy un autor inmunodeficiente: todo lo que traduzco termina por contagiarme.
— Para completar la ecuación, ¿cómo ha contribuido, o entorpecido, la vida académica en esas dos tareas vitales tuyas de traducir y escribir? ¿Te va bien enseñando, investigando?
No ha interferido. Ha ayudado bastante. Me las he arreglado para poner todo eso al servicio de la traducción y la creación porque he tenido suerte con gente maravillosa en el ámbito académico que me ha ayudado muchísimo dándome trabajos que me permiten esa cercanía, leyendo mis textos… No creo que pueda encajar en la vida académica sin conflictos, sin embargo. Siempre la vería como una herramienta, no como un fin en sí mismo.
— Cuéntame ahora la historia de tus libros.
La arena, el vidrio (Equinoccio, Caracas, 2008), que ganó el Premio Nacional Universitario de Literatura, es producto de los sucesivos talleres de poesía en los que participé. La mayoría de sus poemas fueron escritos en el taller de Armando Rojas Guardia. Es un libro muy primitivo, de ir probando posibilidades del espectro poético, halándolo por un lado y por el otro a ver por dónde lo rompía. Yo tenía diecinueve años. Extranjero (bid&co editor, Caracas, 2010) salió dos años después y estaba concebido como libro desde el principio, con tres registros diferentes que debían entrelazarse en un mismo horizonte de significado.
— La misma estrategia que sigues ejecutando, que está en el más reciente, La ciencia de las despedidas.
Sí, pero con esos libros iniciales los poemas no parecen funcionar por sí solos, ni en Extranjero ni en Suturas, el siguiente (bid&co editor, Caracas, 2011), que llevaba la misma línea, un libro bastante corto con cinco registros de siete poemas cada uno. Heredar la tierra (Común presencia, Bogotá, 2013) está emparentado con Salvoconducto (Pre-textos, Valencia, España, 2015) y La ciencia de las despedidas (Pre-textos, Valencia, España, 2018), y ya tiene esta relación intertextual con la Divina Comedia y las nociones de paraíso, infierno y purgatorio. Es un libro que podría estar reescribiendo toda la vida porque siento que no termino de dar con la voz, que lo cifraría. Le hice modificaciones importantes para una antología, Materia intacta (Kalathos, Caracas, 2016), que incluye unos aforismos.
— Pasa con muchos poetas, ¿no?, que intervienen libros anteriores…
Con algunos; otros piensan que los viejos poemas no se pueden tocar después. Miguel Gomes me dijo que estaba siendo injusto al modificar un libro de hace cuatro años, que era como si estuviera interviniendo el trabajo de otro poeta.
— Ahí están temas que siguen vivos en tu trabajo reciente.
Exacto. Es un problema que no se deja resolver. Luego vinieron Río en blanco y Mínimos (Amargord, Madrid, 2016), pero antes Salvoconducto.
— Que es un libro sobre Caracas.
Sí, aunque lo escribí en Nueva York, recién llegado.
— Tu libro que ha logrado más reconocimiento externo, que ganó el premio Arcipreste de Hita.
Y generó una dicción en mí, que está en La ciencia de las despedidas. También salió Insomnios (bid&co editor, Caracas, 2013), mi libro de ensayos sobre poesía venezolana.
— A propósito de eso, ¿sientes que Venezuela, el país de Rafael Cadenas y Eugenio Montejo y Juan Sánchez Peláez y José Antonio Ramos Sucre, es una literatura sobre todo de poetas?
Sin duda. Incluso creo que pesar de que tenemos muchos narradores muy notables, creo que los mejores son los que se han dejado filtrar por la poesía: Adriano González León, Ednodio Quintero, Antonio López Ortega, Miguel Gomes y sobre todo Victoria de Stefano.
— Exploremos los temas de esos libros. Está la experiencia paternal, y una relación con el paisaje en tanto manifestación de una realidad que tiene o puede tener capas secretas, y está la ruptura con tu país de origen, con tu ciudad, y la convalecencia por esa ruptura. ¿Cómo percibes hoy el desarrollo de estos temas en tus libros ya publicados? ¿Cómo han tomado forma las preguntas sobre el mal y sobre el exilio?
Siento que el paisaje que está detrás de mí es el mismo que tengo delante. Más allá de algunas cristalizaciones pasajeras, siento que disto mucho de resolver esos temas, y quizá eso sea lo mejor. Hasta ahora mi respuesta al problema ha sido probar registros distintos. Uno tiene que escribir contra la propia voz. Todo el mundo te dice que tienes que hallar tu voz, pero yo más bien creo que tienes que huir de ella, porque esa voz va a ser reconocible.
— Y repetitiva.
Sí. Da una cierta comodidad, y por tanto es peligrosa, porque puede producir ceguera. No quiero acomodarme a una sola manera de decir las cosas. Por más que remueva las palabras, siempre quedan ahí las mismas preguntas.
Un poema de La ciencia de las despedidas
XXVII
(Anábasis)
Un autobús en medio de la carretera. Así termina esto. Un poco más atrás, abandonado, sin gasolina, hay un transporte militar recorrido por agujeros de balas. El día en que nos fuimos, guardamos toda la ropa que cupo en las mochilas y los bolsos. Tomamos algunas joyas y las empacamos también; el resto lo escondimos detrás de la nevera, pensando en que llegaría el día en que las necesitaríamos. Dinero oculto en las medias, en la ropa interior. Mi hija pegó a la puerta de la cocina una carta pidiendo a quienes vinieran que no rompieran nada, por favor. Los retratos, las fotos familiares, todo se lo van a llevar las hormigas, me dijo cuando salimos del edificio, todo lo van a desmigajar poco a poco para guardarlo en sus ciudades secretas. Mi hermano tenía un contacto, alguien que nos podía conseguir un puesto en alguno de los barcos, seguro, segurísimo, tan cierto como el peso de un durazno o el olor a mañana del pan sobre la mesa. Por un precio, claro. Pagamos. El autobús en el que viajábamos fue detenido dos veces, una de ellas al abandonar la ciudad, pero no nos bajaron. Adentro, nadie decía nada: el horizonte nos pasaba su navaja por la lengua. Íbamos pendientes del chillido intestino de los frenos, dejándonos digerir por el calor, morosamente, sobre el forro de plástico de los asientos. A veces recostaba la cabeza contra el respaldar y trataba de imaginar cómo nos veríamos desde lejos, moviéndonos en la carretera vacía, suturando la distancia que nos separaba de la costa. No recuerdo quién me había dicho que el océano no se parecía al agua, que casi era un enorme papel arrugado por alguna mano distraída. Pero esto lo pienso ahora. Cuando vimos la costa, endeble, allá, sólo pensé: mar. Y decíamos: mar. Que era como decir párpados inagotables. Que era como decir hambre. Que era como decir la saliva del tiempo. Que era como decir el cabello interminable de los muertos. Que era como decir terror. El mar era el animal asustado más grande que habíamos visto. Marchábamos hacia él cuando escuchamos los disparos. Más adelante estaba el camión, soldados disparando a no sé quién, pequeños, aún remotos. El conductor aceleró. Quería atravesar a toda velocidad el fuego cruzado, no podíamos parar, no sabíamos qué harían con nosotros. Sin darnos la orden de alta, sin mediar un gesto, nos llenaron de balas. El conductor se detuvo de inmediato. Rato después, cuando se acabaron las detonaciones, vinieron por nosotros. Se llevaron a todas las mujeres, mataron a todos los hombres. Se fueron con prisa, ni siquiera nos registraron. Nos dejaron aquí tirados, la sal de la tierra. Así termina un autobús en medio de la carretera, en plena noche, triste como un perro en celo.