Por Gerardo Ferro Rojas
Jerry acababa de comenzar en un nuevo trabajo. Era la primera vez que hacía uno como ese, pero por alguna razón que aún no llegaba a comprender del todo, sus nuevos jefes consideraron que reunía las competencias necesarias para hacerlo. Su labor consistía en asesorar a los nuevos inmigrantes en su proceso de búsqueda de empleo y alojamiento en una de las 15 regiones de la Provincia de Quebec por fuera de Montreal y Laval, los centros urbanos más desarrollados. Consejero de Regionalización para Inmigrantes, ese era el nombre del cargo. Jerry sentía un poco de vértigo cada vez que lo repetía.
El organismo era pequeño y funcionaba en una casa de dos pisos y sótano. Su oficina, que quedaba en el segundo piso luego de subir unas escaleras estrechas, no era tan grande, aunque tampoco tan pequeña, apenas confortable para el tipo de trabajo que haría. Era viernes, el último día laboral de una primera semana de formación en la que Jerry estuvo yendo de un lado a otro tras los pasos de su supervisor inmediato, conociendo los misterios de la asesoría a inmigrantes y refugiados, gente que acababa de llegar del tercer mundo y andaba perdida, sin dinero, sin trabajo, llena de angustia, y con un enorme saco repleto de ilusiones que pesaba sobre los hombros. Jerry conocía perfectamente aquella sensación.
El caso es que no había podido estar más de dos horas seguidas en su nueva oficina, y aquel viernes a medio día se disponía a pasar las últimas de la jornada poniendo algo de orden a su nuevo espacio de trabajo. El escritorio era amplio y confortable para atender a los visitantes; el computador, aunque viejo y pequeño, funcionaba para lo básico; en las paredes blancas aún se notaba el marco vacío dejado por las fotos y los cuadros colgados quién sabe durante cuánto tiempo por el propietario anterior de la oficina. En realidad había poco que ordenar; lo que Jerry quería era quemar el tiempo restante hasta la hora de salida. En una de las esquinas de la oficina, contra una pared, había un grueso archivador metálico de cuatro gavetas. Jerry abrió la primera y comprobó que estaba repleto de archivos ordenados alfabéticamente. Eligió un par al azar: adentro había copias de formularios oficiales de inmigración, formularios de inscripción a los talleres de búsqueda de empleo del organismo, diversas copias de hojas de vidas, copias a color de las tarjetas de residencia, pasaportes y otros documentos oficiales de identidad. “Pequeños rastros de vida”, pensó Jerry. Las otras tres gavetas contenían lo mismo. En la tercera, en la sección correspondiente a la letra O, Jerry agarró un folder al azar, lo abrió y le gustó el nombre que leyó. Todavía faltaban tres horas para las 5. Jerry acomodó el espaldar de su silla reclinable, se alejó lo suficiente del escritorio para cruzar sus piernas sin tropiezos, se pegó a la ventana para recibir el máximo resplandor de la tarde, y sin más preámbulos se dispuso a leer.
Se llamaba Niara Okoro y había vivido toda su vida en la ciudad de Jos, en el centro de Nigeria. Jerry comprobó la fecha de ingreso al país en uno de los documentos oficiales: 15 de febrero de 2017, hacía un año y tres meses. “¿Dónde estará ahora?”, se preguntó levantando la vista de los papeles. No alcanzaba a imaginarlo. Quizá trabajando en alguna granja agrícola en Saguenay–Lac-Saint-Jean, o en una usina maderera en lo más profundo y perdido de los bosques de Abitibi. En cambio le resultaba fácil verla caminando con prisa entre las calles tumultuosas y hacinadas de Jos. Niara siempre se había visto hermosa con esa blusa roja y el jean azul que le marcaba las caderas anchas. Jerry observó con cuidado la foto en la copia del pasaporte y cambió de posición en la silla. Debía ser invierno porque llevaba una chaqueta también de jean. Esa tarde Niara llevaba las trenzas recogidas en un enorme espiral por encima de la cabeza. Era cristiana, no musulmana, tal como pudo comprobar Jerry al leer, en uno de los tantos formularios oficiales, el nombre del colegio donde se graduó en Jos. Además, no llevaba velo en ninguna de las fotos. En una de las copias de su hoja de vida descubrió que luego había trabajado como asistente técnica en la oficina de contabilidad del mismo colegio. Los estudios los hizo en un instituto técnico de Jos en donde solo estudiaban cristianos. No tenía nada contra los musulmanes, incluso tenía amigos que leían el Corán y practicaban el Ramadán; simplemente las cosas eran así y Niara no sabía por qué. Esa tarde quizá iba saliendo de una iglesia rumbo a una cita con su novio, cuando se sintió la explosión. La onda le destrozó los tímpanos y la arrastró varios metros por el piso; una ráfaga de aire caliente mezclada con partículas de todo tipo voló por los aires confundiéndose con la sangre y los pedazos de cuerpos. Boko Haram había estallado una iglesia católica, talvez la misma de la que Niara acababa de salir. Abrió los ojos para ver las llamas a lo lejos, la gente corriendo, arrastrándose, el chillido del tímpano, y pensó en Boko Haram, en las niñas que había secuestrado en ese colegio cristiano, en las matanzas que se le atribuían, pensó en ella misma. Había vuelto a tener suerte, y no sabía cuánto tiempo más le duraría.
“Era refugiada”, se dijo Jerry leyendo uno de los papeles. Se recostó a la silla, miró el reloj: aún tenía tiempo. Niara también miró el suyo cuando vio aparecer al tipo en la puerta de la cafetería. Se conocían de antes. Él se quitó las gafas oscuras y caminó directo hasta la mesa donde Niara lo esperaba. Se veía cansada, aún se le notaban las pequeñas cicatrices en la cara que le dejaron los cristales de la explosión. Sin embargo le sonrió, contenta, cuando le repitió que le habían dado la visa para Estados Unidos. Él, en cambio, no hizo ningún comentario, escasamente le sonrió, sacó una libreta del bolsillo y le pidió que anotara algo. Le dio un nombre, un número telefónico y algunas instrucciones. Luego hizo la llamada. La misma Niara fue la que habló. Al otro lado del teléfono le dieron más instrucciones; él, mientras tanto, le hizo señas a una mesera y pidió café. Niara colgó. La mesera llegó con dos tazas. Niara sacó un sobre de la cartera y se lo entregó a su acompañante. Era la cantidad acordada. El tipo dobló el sobre y se lo guardó en el bolsillo, luego se concentró en el azúcar del café sin comentar nada más.
“Era una mañana de invierno”, pensó Jerry, y vio claramente, como si también él estuviera ahí, la hilera de más de 15 personas que avanzaba lentamente por el Chemin Roxham bajo una nieve que caía con levedad. Niara arrastraba como podía su pesada maleta sobre la nieve que cubría el camino. Le Chemin Roxham salía de las afueras de la pequeña ciudad de Champlain, al norte del estado de Nueva York, y se internaba por más de 12 horas entre una vegetación blanca como un desierto helado, formada por pinos y gruesos árboles de maple, hasta llegar a la frontera canadiense. El líder del grupo, escogido entre ellos antes de partir, llevaba un mapa en las manos y, aprendido de memoria, el libreto de lo que debía decir cuando los guardias fronterizos los detuvieran. El contacto de Niara les había dado las últimas instrucciones antes de partir, pero no los acompañó, él se quedaría en Champlain esperando un grupo proveniente del Congo que cruzaría al día siguiente. “Si siguen el mapa al pie de la letra no tendrán problemas”, les dijo, y eso hicieron. Así que allí estaba Niara Okoro arrastrando su maleta, acercándose a los guardias fronterizos. Jerry la vio bajo la nieve, cubierta por completo con una gruesa chaqueta de invierno, y vio que por un instante se detenía a tomar aire. Niara observó el espacio que la rodeaba, tan distinto a Jos, y volvió a sentir esa extraña sensación de miedo y tranquilidad al mismo tiempo: la tranquilidad de llegar a donde se proponía, y el miedo de no saber con exactitud a lo que se estaba enfrentando. Así, de pie bajo la nieve, mirando la blancura infinita del paisaje, Niara parecía un espejismo a punto de congelarse.
Jerry siguió viéndola mientras guardaba los documentos en la gaveta del archivador. La vio llorando en las noches, compartiendo una litera con decenas de refugiados desconocidos. La vio sola, perdida, caminando las calles de Montreal. La vio sentada frente al escritorio, hablando con el consejero de empleo que ocupó esa misma oficina. Y antes de salir —porque ya eran más de las 5—, Jerry creyó verla por última vez: Niara Okoro y sus ojos vacíos mirando la cadena de producción por la que se deslizaban los trozos de un cerdo congelado. Niara Okoro y las cicatrices imborrables de su cara, de pie en medio de un camino cualquiera en alguna región del vasto territorio quebequense, compartiendo con Jerry, a la distancia y sin saberlo, el sol brillante de una tarde de primavera.
Gerardo Ferro Rojas (Colombia, 1979). Escritor y periodista, magister en Estudios Hispánicos de la Universidad de Montreal. Ha publicado los libros de cuentos Cadáveres Exquisitos (2003) y Antropofobia (2006), y las novelas Las Escribanas (2012) y Cuadernos para hombres invisibles (2016). Acaba de publicar el libro de cuentos Nunca olvidamos nada, nena. Reside en Montreal desde 2012. Leer más artículos del autor.