Compartiré historias de inmigrantes como yo. Las he escuchado en el metro, en el bus, en clases, en los insólitos empleos que jamás pensé hacer. Serán relatos cortos sobre esfuerzos, incertidumbres y nostalgias. Algunos parecerán cuentos, pero la realidad supera cualquier ficción. En muchos casos cambiaré los nombres de los protagonistas salvaguardando su identidad: ellos me confiaron sus historias, pero quizá otros, leyéndolas, se sientan más acompañados en esta tierra de lejanías y sueños.
Por Carlos Bracamonte
No olvido la tarde en que Pedro alzó la voz en el aula:
– Muchachos tengo algo que decirles: para mí ha sido realmente un gusto haberlos conocido. Me voy. Sí, muchachos, me voy. Dejo la francisation. ¡Ayer conseguí empleo! Gracias por todo.
– ¡Qué bien, Pedro! ¡Al fin se te hizo! ¡Felicidades, amigo!, vitoreó la clase.
Eso fue lo que nos contó Pedro en un descanso del curso de francés. Después de mucho intentar, el hombre había conseguido un trabajo a tiempo completo y eso significaba dejar a medio camino la francisation, dedicarse al fin a lo suyo y cobrar un sueldo calma nervios: la paz transitoria para él y su esposa embarazada. Pedro sonreía recibiendo nuestro agasajo: “la hice, muchachos, al fin la hice”.
Pero los sueños inmigrantes suelen tropezar.
Mi amigo Pedro y su esposa pisaron Montreal en noviembre de 2012. Él es ingeniero de sistemas con amplia experiencia esclavizante: en su país trabajó más de 10 horas diarias y sin quejarse. Ya en Canadá, la pareja se instaló en un apartamento 1 ½ esperando el asomo de su primera hija y mejores tiempos.
Lo primero que hizo Pedro fue enviar su currículum a varias empresas: pero no picó nada. Así que por las mañanas inició la francisation que le reportaba unos dólares de subvención al mes. Por las noches estudiaba en un instituto donde recibía los dólares del préstamo y bolsa. También pedía comida vencida en los bancos de alimentos. Con modestia, el bote del hogar salía a flote mientras la barriga latente de su esposa anunciaba una boca más.
Un día, el hispano Arnoldo llegó a la clase con el chisme: “¿muchachos, ya sé enteraron de qué trabaja Pedro?”.
Pedro dejó la francisation por irse a trabajar con un italiano a una empresa de cableado estructurado, es decir, debía tender cables a lo largo y alto de edificios para instalar los puntos de red y dar señal de Internet. Un buen inicio para un ingeniero de sistemas empeñoso: comenzar en la base de la pirámide digital. A simple vista, la chamba no era ardua: subir edificios, mover largas escaleras, lanzar cables de casa en casa, de calle a calle, trepar postes con acrobacia. Pedro, de corta estatura, denotaba también ser un comensal con buen diente, pero eso no importaba. Aunque el invierno anunciara un repunte, el trabajo debía ser pura práctica. Contratado, empiezas el lunes.
Empujado por la emoción, Pedro compró en el acto sus herramientas en Canadian Tire. Se miró al espejo: sacó el pecho, sumió la panza, ya estamos listos. Sólo faltaban las botas y el arnés (las correas que lo sujetarían en lo alto para que no se partiera el alma): “Supongo que eso me lo darán en la empresa”, pensó.
Llegó el primer día y su pareja de trabajo era un vietnamita. El asiático trepaba techos y postes cual araña patas largas. Pedro lo miraba desorbitado: “ahorita se mata este chino”. Pero el vietnamita no se mataba. Más bien subía y bajaba con maña gatuna y lanzaba los cables. ¡Trepa, trepa!, le ordenaba el vietnamita. Y Pedro se negaba moviendo la cabeza. ¡Montez, montez!, insistía el asiático. “Está loco este chino si cree que voy a trepar, ¿qué me cree? ¿El Hombre Araña?”. El vietnamita apretaba la boca como un puño y Pedro, para enfriarlo: “yo te agarro la escalera para que no te caigas”.
Al culminar la jornada, Pedro fue presuroso donde el jefe italiano a preguntarle cuándo le darían las botas y el arnés:
– ¿Cuál arnés?
– Para no caerme…
– Las botas te las tienes que comprar tú, de tu bolsillo. No hay reembolso por eso. Ah, y no hay arnés.
Antes de dormir, Pedro desfogó con su esposa: ¡por 10 dólares la hora enviudarás! ¡No veré nacer a mi hija!
– ¡Ay, Pedro! ¡Tú, como siempre, exagerando! ¡Seguro que no es tan alto!
– ¡No es tan alto! ¡Y por qué no trepas tú!
Por teléfono su suegro le recriminó: “Déjate de tonterías, hombre, y anda a trabajar, ¿no eres macho, acaso?”.
– Discúlpeme, suegro, pero yo no vuelvo…
Pero volvió.
Y así se la pasó templando sus nervios en el vértigo. El arácnido vietnamita montaba los techos y lanzaba los cables como chorros de telaraña. Pedrito lo observaba desde abajo admirando el arrojo insensato de spiderman, su desafío a la altura. Al sexto día no volvió más.
Sin trabajo, sin curso de francés, sólo le quedaba el dinero del préstamo-bolsa por el curso nocturno del instituto. Hasta que una tarde fue al cajero automático a retirar dinero y dinero no había. Desconcierto. Inútiles puntapiés al cajero, ira contenida. Histérico corrió a casa a contárselo a su mujer. Días más tarde recibió una carta donde el gobierno le explicaba que había calculado en exceso la subvención, que se la recortaba y que encima debía reembolsar.
La mala racha desapareció por unas semanas cuando su esposa dio a luz una niña. Qué alegría, Pedrito, qué felicidad. Por lo bajo, la horca del desempleo apretaba.
Con los bolsillos flacos, Pedro sólo engordaba su deuda con la tarjeta de crédito.
– ¡Nunca debimos venir! ¡Estábamos mejor en el Perú! ¡Acá no conocemos a nadie! ¡Vámonos!, le reclamó a su esposa.
– ¡Si quieres te vas tú, pero yo me quedo acá con mi hija! Sigue enviando tu currículum.
– ¡Ya envié y nadie me llama!
– ¡Ya llamaran!
Y llamaron.
La empresa necesitaba un ingeniero de sistemas. Lo entrevistaron en inglés y Pedro se defendió. A la semana siguiente le pidieron que fuera a firmar el contrato. “¿Y te dijeron cuánto te pagarán?”, le preguntó emocionada la esposa. “No, pero algo caerá. Peor es nada”, alegó de inmediato.
El día de la cita, su esposa e hija lo acompañaron. La familia se acomodó en la banca de un parque frente a la empresa. El bullicio lejano de los niños jugando, soleado remanso de agosto.
– Mejor anda solo. Acá te esperamos.
Ya en la oficina, Pedro recibió el contrato. Lo primero que hizo fue mirar el sueldo: era el doble de lo que aspiraba. Se le ennudó la garganta. Trajo hacia sí el papel y sin soltarlo lanzó: “¡Dónde firmo, dónde firmo!”. Apretó fuerte la mano de su nuevo jefe y salió fugaz para que el hombre no le viera los ojos.
Bajó por el ascensor. Empujó la última puerta del edificio y distinguió a su esposa y a su hija en medio del verano. Corrió a abrazarlas.
Artículo publicado originalmente en Noticias Montreal en marzo de 2016.
Carlos Bracamonte es periodista. Publica una columna sobre historias de inmigrantes en NM Noticias. Es editor de la revista Hispanophone de Canadá. Lea más artículos del autor.