Por Carlos Bracamonte
El cubano Enrique apoya su espalda ancha y morena sobre una pared gris del metro. Desde el preludio del invierno ha decidido esperar en este rincón subterráneo. Cada tarde y en hora punta muestra a los transeúntes el vaso de la caridad a ver si alguien se ablanda. Son tiempos de Navidad.
Su voz melada desliza la primera canción: “qué te importa que te ame / si tú no me quieres más / el amor que ya ha pasado / no se debe recordar…”. Veinte años se intitula este bolero puñal y treinta años lleva Enrique en el frío de Canadá.
– En este país he hecho toda clase de oficios y he cantado en orquestas, y ahora ya estoy a un paso de ser jubilado. Mientras tanto me gano unas monedas cantando.
En casi cinco horas han goteado en el vaso unos treinta dólares que apaciguarán carencias. La música cubana es una de las más bellas del mundo y Enrique confirma la verdad moviendo la cabeza mulata y lunareja. Luego recuerda a su Habana natal: “donde to’el mundo tiene ritmo” y habla de Fidel. Pero dribleamos este tema controversial para saber si visitará algún día Cuba: “En febrero me voy pa’ llá, este invierno no lo aguanto. Yo siempre voy, chico”.
Un rato después se acuclilla. Es un cuerpo robusto de casi setenta años. Va conversando y va cantando. Presenta el vaso al público y le sigue lloviendo. Camisa blanca a cuadros, pantalón gastado, el bigote de Daniel Santos y un gorro navideño con pompón: viejo duende caribeño en Montreal. Lo dejamos en el melodrama del bolero para trepar hacia la luz del día. Montamos por las escaleras eléctricas porque arriba, en plena calle, se oyen campanadas de mando: es Santa Claus mostrando también su vaso aunque a diez grados bajo cero.
– ¿Cómo va el día, Papá Noel?
– Feliz, amigo. Hoy, por la mañana, estuve en seis centros de jóvenes animando a los niños que iban con sus familias a recoger su canasta de Noel. Alegré a inmigrantes, a familias quebequenses. Aquí hay Père Noël para todos.
– ¿No tienes frío?
– Jo, jo, jo, no olvides que yo vengo del Polo Norte, pero en realidad soy de Quebec, me llamo Pierre y, claro, tengo frío.
Papá Noel saca del bolsillo un trozo de papel higiénico marchito en resfrío y se suena la nariz. Lleva desabotonado un abrigo rojo y ajado. Por dentro, una camisa delgada apenas le cubre su gran volumen. El frío penetra sin tregua mas la barba septuagenaria le arropa el pecho. Agita su vasito glacial al repique de la campana y recibe propinas que intercambia con dulces.
Asegura que desde hace tres años, cada diciembre, se ubica en esta esquina, al lado de un concurrido McDonald’s. Los jóvenes transeúntes le sonríen por compromiso sin dejar propina y vuelven al instante a su soledad digital. Una niña se acerca.
– ¿Père Noël, por favor, me traerás lo que te pedí?
– ¿Y qué pediste, querida?, recuérdamelo, es que debo entregar tantos regalos…
La niña menciona el nombre de un juguete y nadie le entiende. Santa Claus mira a la mamá y ella tampoco sabe de qué habla su hija.
– No te preocupes, querida; tu mamá me ayudará a que lo tengas esta noche, por ahora te doy un abrazo y un caramelo.
Santa me abraza a mí también y finaliza: “Los niños aún creen y por sus sonrisas bien valen unas horas en la calle bajo este invierno cruel”.
Su vaso está medio vacío. La nieve anuncia una blanca Navidad.
Carlos Bracamonte es periodista. Publica una columna sobre historias de inmigrantes en NM Noticias. Es editor de la revista Hispanophone de Canadá. Lea más artículos del autor.
* Crónica publicada originalmente en NM Noticias en diciembre de 2016.