Por Pablo Salinas
“Just call me Quatchi. It’s my favourite name…K, ou, ah, t, ch, ee. From the Bigfoot family”, reclama, mientras pasamos en su minivan por una curva donde todavía se aprecian restos de un auto incrustado contra la fosa central de la autopista.
“Right, Quatchi. I wish I had a cool-sounding name too. I’m Manuel, from the…”.
“No please, don’t tell me no more. You know, I’ve just lost Sumi…, le petit”, se lamenta, y agrega que necesita urgentemente reemplazarlo para el entrenamiento de mascotas olímpicas. Luego continúa explicando el proceso que tiene memorizado en el manual, enfatizando la importancia de representar a Quatchi, embajador mundial de las olimpiadas de Vancouver. Pero yo me distraigo al reconocer pedazos rotos del parachoques, regados en la curva.
Después del accidente en la carretera, me había jurado en vano no tomar otro carpooling, buscar la forma de anticiparme al próximo accidente. De niño, mientras me rescataban del mar con el vientre hinchado y la boca llena de algas, me habían pronosticado vivir, como los gatos, al menos siete vidas. Allí mismo, en una orilla del Pacífico sudamericano, me habían encomendado al propio San Pedro, patrón de pescadores, pescador de hombres, como decían en mi pueblo: brazo derecho del mismo Papalindo. Lo que no habían precisado era la calidad de aquellas constantes resucitaciones. Los últimos meses de mi última resurrección, por ejemplo, después del accidente, había continuado viajando cuatrocientos kilómetros diarios, desde Montreal a Ottawa y viceversa. En pocas palabras, la vida se me había pasado dormitando en sucios Greyhounds o arrinconado en sofás destartalados de amigos que iba haciendo y deshaciendo.
Una vez rescatado en la carretera, noté que la curva donde se incrustó el Suburban no tenía siquiera nombre. Por eso, remarcando la coincidencia de haber caído en esa zanja el 29 de agosto, la bauticé in situ como la curva de San Pedro. Así consta en mi primera declaración a la policía. Parece que el nombre ha pegado porque la prensa local sacó una edición especial con el nombre San Pedro, en español, cubriendo una foto de mi escape, arrastrándome lejos del auto partido en dos mitades. Sin tener la misma suerte, el chofer había salido disparado por la ventana y llevado en helicóptero de regreso a Montreal.
Cuando la policía comenzó a indagar sobre las causas del accidente, no pude encontrar ningún acontecimiento anormal para declarar, de manera que me llevaron hasta Ottawa y me dejaron en uno de sus innumerables hospicios para mendigos. Sinceramente, además de lamentar la suerte del conductor, no quedaba mucho que decir, salvo su tendencia a textear a sus potenciales pasajeros mientras conducía a más de 120 kilómetros por hora. Debo reconocer además que el tipo no era un convencido de la utilidad del cinturón de seguridad. En cuanto a mí, la enfermera del hospicio, más ducha en agujas hipodérmicas que en contusiones, no reconoció ningún percance. Solamente horas después pude darme cuenta de que me había roto un hueso de la mano derecha al tratar de desviar un letrero de slow down incrustado a milímetros de mi oreja.
“Hey, what happened to your hand?”, pregunta Quatchi, apoyando sus enormes pies peludos en el acelerador. No es que no lo hubiera notado antes, pero en ese momento tomo conciencia de que va disfrazado de una especie de monstruo marrón con auriculares azules.
“No big deal. I broke my hand a month ago. I’ll be better soon”.
“No, man, don’t wait at all. I know somebody…”.
No termina de anunciar sus conexiones con alguien que pondrá término a todos mis problemas cuando desde la parte trasera del minivan aparece otra criatura de franela, un zombi pequeño y adormitado cargando un paquetito en la mano.
“Manuel, this is Miga. Miga, here…Manuel. We are all together once again. Ain’t it fun?”, dice Quatchi, satisfecho, sin mover sus gigantescos mitones blancos del timón.
“Finally we are…” responde Miga y me toca el hombro derecho en un extraño saludo similar al de las películas futuristas de los setenta. Intento responderle tocándole también el hombro, pero tengo una férula de plástico sobre mi mano derecha, hasta que el hueso pegue completamente.
“Manuel, we didn’t know you come all the way from Montreal every day. Holly mother of God!” Exclama mi jefa al enterarse del accidente y mi ausencia en la semana final de exámenes. Holly mother of God!”, repite mientras me explica que no he aprobado el periodo de prueba. Holly mother of God!, exclama sin cesar mientras firma el rechazo a mi renovación de contrato. La frase vuelve a cada instante en mi memoria, como si el tiempo no hubiera transcurrido desde ese momento.
“Hey, man, you there?”, pregunta Miga, al tiempo que me libera de la férula. No necesito responderle porque ha comenzado también a desvestirme, vigilada atentamente por Quatchi desde el espejo retrovisor. Entre risas me resisto, pero Quatchi aclara sus verdaderas intenciones. Se han propuesto curarme definitivamente. No solamente de mi mano rota, sino también recuperarme para la vida que merezco.
“You fit exactly for the role of little Sumi”, me dice, mostrando una revista donde aparecen tres monstruos peludos. El primero, grande y un poco grueso responde al nombre de Quatchi. Alguien ha escrito toscamente “lui, c’est moi” junto a su imagen. A su lado una bestia más pequeña, cornuda y de color verde, más un demonio alegre que otra cosa, un duende alado y brilloso, sostiene un pequeño letrero con la inscripción “I am Sumi”. Ese es el engendro que ve Quatchi cuando me mira y olfatea los restos de la férula amontonada sobre mi camisa de vestir. Finalmente, otra figura exactamente igual a la criatura que me entrega un disfraz de franela, surge desde los anillos olímpicos de la foto, anunciando su nombre: “Miga”.
“At least try it, Sumi. Miga is right. It’s like someone, sending us the right people at the right time”, insiste Quatchi. Miga is right!
“Comme toujours”, responde ella.
Cuando termino de probarme el disfraz estamos ya para llegar a Ottawa. Miga celebra y me besa en una mejilla. Quatchi protesta airadamente, afirmando que el beso tiene que ser sincronizado o no tiene ningún valor, ambos a la vez, en cada mejilla. “It’s our own version of Olympic kissing”, explican.
“You got to be on drugs or something, kids. I am fourty already. I can’t be this devil Sumi. I have only come to Ottawa to pick up my personal things and go back to Montreal in the afternoon”. Y es la verdad, la única razón que me ha llevado hasta Ottawa es el rescate de mis libros y algunos documentos personales.
“Alrite, you are fourty. So what? Sumi and Quatchi are ages old”, responde Miga.
El minivan ingresa libremente a un callejón cercano a la explanada junto a la colina del Parlamento y comienzo a ver decenas de otros Quatchis, Sumis y Migas. Algunos intentan conducir el tráfico, hay grupos que ofrecen suvenirs y estatuillas de madera, otros acompañan a los guardias con el uniforme tradicional de la policía montada, varios se frotan la nariz, gritando “eskimo kiss” y un par se han agarrado a puñetes detrás de los botes de basura.
“We still have time”, dice Miga, recordando a Quatchi la necesidad de comenzar el ritual de mi introducción al trio. Apenas nos estacionamos ambos se acercan a besarme y yo los rechazo, esta vez más seriamente, comenzando a quitarme el disfraz.
“Please, Sumi, we are dead without you. En plus, if we finish our training today, right after, we will be on our way to Vancouver…Vancouver, bro”, comenta Quatchi, desesperado. Al instante me pregunto si esa minivan oxidada será capaz de llegar a Vancouver, como dicen.
“We could go pick up…tes affaires…from your office and put them in the van so you won’t lose nothing”, agrega Miga, juntando ambas palmas de la manos en señal de oración.
Al rato, los tres nos embarcamos camino a la universidad a recoger mis cosas.
“You’re one of us now” susurra Miga mientras subimos al minivan.
Un cuarto de hora después, entramos a las oficinas de la universidad para sorpresa de los cientos de alumnos que corren entre el cambio de clases y la de algunos profesores en procesión detrás de sus tazas de café. Al parecer es la primera vez que Quatchi, Miga y Sumi entran al campus porque nuestro ingreso ha propiciado el retraso de varias clases y la creación de un pequeño grupo de seguidores que suben con nosotros hasta el tercer piso donde está mi ex oficina. Allí encuentro intacta una ruma de viejas fotocopias y una tarjeta de mis compañeros deseándome lo mejor en mi futuro laboral. Quatchi, con sus patas largas y enmarañadas, se encarga de las cajas más grandes. Por su lado, Miga accede a tomarse algunas fotos con los estudiantes. El jefe del laboratorio llega y la reporta a un miembro del personal de seguridad. El recién llegado, poco aficionado a monstruos sonrientes con aletas en la punta de la cabeza, le da un par de minutos para abandonar el edificio. Los estudiantes, devolviendo la hospitalidad, nos escoltan camino de regreso al minivan. “Give me an S” gritan entre carcajadas. “S” repite un puñado de sus amigos. “Give me a U” continúan. Esta vez, para mi tranquilidad, nadie los secunda y llegamos sin mayor alboroto a la calle. Gracias a Dios no he tenido que despedirme personalmente de ningún ex compañero. El horario de nuestro ingreso ha sido tan preciso y de corta duración como la tarjeta de despedida, de cuyas mejores hojas se ha apoderado Miga para enrollarlas hábilmente y completar el ritual de mi inclusión al grupo.
Con los primeros rayos de la luna, partimos rumbo a Vancouver, a más de cuatro mil kilómetros al oeste. “Hey, Sumi, buckel up, man!”, reclama Quatchi, insistiendo en la necesidad de llegar vivos a Vancouver. “I don’t want to lose you again”.
Se refiere seguramente al Sumi que han perdido y en el que de alguna manera me estoy convirtiendo, una especie de nueva versión del Manuel escapado de la muerte en la curva de San Pedro. Tenían tanta razón aquellos pescadores de mi pueblo al predecir el futuro de todo el mundo menos el de ellos mismos. A ellos me estoy acercando, de alguna manera, cada vez que las patas peludas de Quatchi aceleran rumbo al Océano Pacífico.
Conducimos toda la noche hasta una colina antes de llegar a Sault Ste. Marie. Allí nos detenemos para completar el ritual. Tirado sobre la hierba, de cara al cielo, espero las primeras luces del amanecer. A mi lado Quatchi y Miga comienzan a hacer el amor a punta de gritos y gruñidos. Es la primera vez que los veo completamente fuera de sus disfraces sintéticos (recibiremos los oficiales en Vancouver), pero todavía puedo distinguirlos en la oscuridad. Son realmente Quatchi y Miga, más que esos trajes peludos, criaturas mitológicas.
“It’s Dog’s will”, me confiesa Miga, interrumpiendo por un momento su labor. Pero yo no le hago caso. Frente a mí se han detenido decenas de miles de espectadores, saludando cada uno de mis movimientos. Cámaras de televisión, luces de todos los colores, globos gigantescos y cientos de niños se abalanzan para tocar mis alas verdes, otros aplauden los movimientos de mis cuernos triangulares. Totems de hielo inclinan sus brazos hacia mí y un enjambre de patinadoras pasan rozando mis largas uñas hasta perderse debajo de las tribunas de un estadio blanco. De pronto una antorcha se eleva hacia lo más alto del estrado. Levanto mi mano para protegerme y un letrero de metal me rompe el metatarso. Holly mother of God!”, exclama mi jefa. “You are really resilient. Holly mother of God! I know what you have been through. I guess we will have to renew your contract one more time. Holly mother of God!, Manuel”.
Minutos antes de amanecer, la cabeza de Quatchi rueda pesadamente varios metros por la colina y los pelos rosados de su cara se llenan de hojas de arce y barro. “Ah, merde, we’ve just lost Quatchi now”, comenta Miga, riendo de buena gana. “Maybe I have another one in the trunk”.
Relato publicado originalmente en The Apostles Review N° 13, invierno 2013/2014.
Pablo Salinas, escritor peruano-montrealés. Ha publicado poesía, cuentos y artículos académicos. Vive actualmente en Ohio, Estados Unidos.