Por David Arias / Ilustraciones de Carolina Hernández
Numéro soixante-dix…seventy.
Alzo la mano para indicar mi presencia.
– ¿Desinfectado?
–Sí.
La enfermera toma mi brazo y pulsa mis venas con sus dedos. Mira el reloj.
–Respire profundo–me dice en francés.
Así lo hago.
Enseguida introduce la aguja en mi piel, haciendo contacto con la vena. Veo mi sangre correr dentro del tubo. El procedimiento toma menos de medio minuto. Retira la aguja y pone sobre la vena un copo de algodón.
–Presión por dos minutos–me dice.
–Gracias–le digo y me levanto.
–Numéro soixante onze…seventy one…
La número setenta y uno toma mi lugar.
El mismo procedimiento se repite una y otra vez con los pacientes que siguen.
Estoy en una clínica. Hago parte de un estudio experimental.
* * *
Hace más de dos años intenté sin éxito participar en un estudio clínico.
–No es nada grave–, me explicó una enfermera al mirar los resultados de mi electrocardiograma–. Solo que para este estudio necesitamos un índice de 110 y su electrocardiograma es de 106.
Tomé mis cosas, me vestí y volví a casa entre aliviado y desconcertado.
Desde entonces, cada semana recibo sin falta en mi correo electrónico invitaciones para participar en otros estudios. No había tenido el valor de hacerlo, y quizá tampoco la necesidad. Solo hasta ahora.
Esta es mi situación: tengo algunos ahorros que me permiten cubrir dos o tres meses de renta y otras necesidades básicas. Quiero aumentar mis ahorros de modo que pueda cubrir otros dos tres meses de renta. Después de mucho pensarlo, he decidido pulsar la tecla. Ya está. Estoy inscrito en un estudio. Resta esperar una llamada.
* * *
En la mañana del día siguiente mi teléfono suena. Es un agente de la compañía de los estudios clínicos. Ha visto mi inscripción en línea y me contacta para darme algunas explicaciones:
– El estudio para el que se inscribió no está disponible–me informa–. Pero hay otros dos que le pueden interesar.
El hombre, cuya voz insegura transmite juventud, me explica las características de cada uno. Mi voz, también insegura, replica que me interesa el segundo. El joven me dice que es un estudio de cuatro mil dólares y que en caso de aceptar, permaneceré en la clínica desde el domingo en la tarde hasta el jueves en la mañana. “Cuatro días interno en una clínica”, me digo. “Es un poco largo”.
El hombre me describe las bondades del estudio:
–A diferencia de otros, este no exige visitas de retorno. A la salida, usted tendrá doscientos dólares en el bolsillo.
Doscientos dólares. Cuatro noches en otro lugar, en compañía de otras personas, poniendo mis venas al servicio de la medicina y de la industria farmacéutica. Podría ser un poco más, pero tampoco está mal. Entre eso y no tener nada…
–Tendrá que hacer esto mismo cuatro veces, en intervalos de entre dos y tres semanas por cada estadía–, continúa el agente– En total recibirá cuatro mil dólares–insiste.
La estadía es un poco larga, sí. Pero… ¿qué estoy haciendo en casa? No tengo trabajo. Mi familia está lejos. Estoy solo. No tengo mucho que perder.
–Está bien–, le digo al agente–. Leeré el contrato. Si algo no me gusta, puedo retirarme, ¿verdad?
–Sí, claro. No hay problema–replica–. Su participación es voluntaria. Podrá retirarse en cualquier momento si así lo decide.
Cuelgo el teléfono. Sentado en una silla, pienso. No han pasado más de cinco minutos cuando el teléfono suena de nuevo. Es el sonido que notifica la recepción de un correo electrónico. Miro de reojo. El mensaje viene acompañado de un archivo adjunto con las veintidós páginas del consentimiento informado. En ellas explican con detalle las características del estudio: “Estudio de dosis única para evaluar la equivalencia entre las formulaciones comerciales de risedronato 35 mg (…) fabricadas en dos sitios entre pacientes sanos”.
Una farmaceuta con quien hablo después me asegura que el estudio es confiable. El risedronato es utilizado para el tratamiento de la osteoporosis. En cada estadía nos será suministrada una píldora de 35 miligramos seguida de treinta y seis pinchazos en las venas, algunas de ellas en la noche. El documento explica, entre muchas otras cosas, los posibles riesgos y efectos secundarios del estudio, y también deja en claro que la sangre podrá ser utilizada con fines comerciales, etc., etc. Todo muy detallado. No me inspira desconfianza. Hablo con una amiga que es enfermera. La convierto en mi asesora en temas de salud.
–Me parece algo loco hacer esto–le confieso.
–A mí también–replica–Pero no te preocupes. El cuerpo elimina eso.
–Pues sí–le digo–. Cada quien escoge a quién empeñar su alma… Y también su cuerpo.
* * *
Los chequeos médicos han arrojado resultados positivos. Es domingo por la tarde y debo partir a la clínica. He empacado mi maleta. Siento como si me dispusiera a hacer un viaje. Afuera, mientras tanto, ha oscurecido. Los primeros copos de nieve rasgan la fría atmósfera de la ciudad.
Al llegar a la clínica veo en la entrada a un grupo de personas. Ahora soy uno de los conejillos de Indias que se disponen a tomar parte en este estudio. A las cinco y treinta de la tarde las puertas se abren. En la sala de espera nos agrupamos y nos sentamos con semblante silencioso y taciturno. Aún no nos conocemos.
El llamado a lista empieza. Pruebas de alcohol, de orina y sangre, y un corto cuestionario y una requisa son parte de los controles previos a nuestro ingreso.
Dos enfermeras sentadas ante una mesa entregan a cada participante tres bolsas plásticas. En la blanca irán los efectos de aseo. En otra la maleta que quedará guardada en un casillero, y en la última la ropa y demás objetos que utilizaremos durante nuestra estadía. La operación me toma varios minutos. Cuando por fin logro que quepan mis pertenencias, un hombre aparece para conducirnos a los dormitorios, dos recintos divididos para hombres y mujeres con alrededor de cincuenta camarotes con sus respectivos cajones para guardar nuestras cosas.
Los camarotes están identificados con papeles de colores y los números de cada participante. Me ha correspondido el camarote de arriba. Dejo mis cosas sobre el colchón de color azul y paso a buscar las sábanas y las cobijas en el despacho respectivo. En medio de peripecias logro poner las sábanas y las cobijas. Las barras de la escalera tallan como el diablo. Es preciso usar calzado. Organizo mi ropa y mis cosas de aseo en el cajón. Cuando termino de hacer aquello tomo un respiro. Me siento como un recluso recién ingresado a la cárcel. Tranquilo pero expectante, espero las instrucciones de cualquier persona que me indique qué hacer o a dónde ir.
* * *
Es domingo todavía. Ocho y cincuenta de la noche. Dos enfermeras pasan por los dormitorios avisando que a las nueve recibiremos nuestra primera colación. Primera advertencia: comer todo cuanto nos den. Terminada la colación, una enfermera explica los aspectos generales del estudio y las actividades a realizar el día siguiente.
Poco antes de las once me voy a dormir. Apenas cruzo palabra con otras personas.
* * *
Amanecer del día lunes. No he dormido en toda la noche. Las enfermeras han pasado por el dormitorio a las cinco de la mañana despertando a todo el mundo. Me levanto sin sueño y me dirijo al comedor. Allí me ubico en una silla con el número setenta al respaldo.
A este primer desayuno se le conoce como “desayuno crítico”. Comienza a las siete y media de la mañana y consta de dos panes tostados con mantequilla, tocineta, huevos, leche y dos papas aplanchadas. Alguien bromea diciendo que lo crítico no es el desayuno, sino el hambre que tenemos.
Tras este desayuno viene la ingesta del medicamento, una pequeña píldora con un vaso de agua que debemos engullir por completo. Terminado el vaso de agua, los empleados revisan nuestras bocas con palitos y linternas para cerciorarse de que hayamos tragado bien la píldora. De regreso a nuestras sillas, se inicia la maratón de tomas de sangre, las primeras cada media hora, después cada hora. Mis venas responden bien a los primeros pinchazos. Pero no todos tienen la misma suerte. Hay quienes sufren un poco más las consecuencias de las perforaciones de las agujas.
* * *
No soy amigo de mirar cómo la aguja perfora la piel, pero noto con sorpresa que las enfermeras la introducen exactamente por el mismo agujero que han perforado la primera vez. Mi sorpresa aumenta cuando me doy cuenta de que el dolor disminuye a través de esta práctica. Por supuesto que esto me alivia. Pero al mismo tiempo me impresiona.
Por disposición del estudio, debemos pasar esta primera mañana sentados en la silla sin movernos demasiado y sin derecho a cruzar las piernas. Si alguien precisa de ir al baño, debe alzar la mano y esperar que una enfermera lo conduzca hasta allí en una silla de ruedas. Para los hombres, la instrucción es orinar sentados. Para todos, que no soltemos el inodoro después de hacer lo que hagamos. La idea es hacer el menor esfuerzo. Esta disposición, exagerada para algunos, será levantada después del mediodía. A partir de ese momento estaremos menos controlados. Cada quien trata de llenar estas primeras horas y también las siguientes como puede: el uso de computadores, teléfonos celulares, libros y otros objetos de distracción personal está permitido. También podemos interactuar con los vecinos. El sitio cuenta además con dos salas provistas de televisores para quienes gustan de las películas y los programas de televisión.
* * *
Día martes. Cuatro y media de la mañana. Sentado en una silla, bebo un poco de agua. Es un momento difícil. Estoy cansado y psicológicamente desgastado. No puedo dormir. Las imágenes recurrentes de drogadictos inyectándose en sus venas me han acompañado a lo largo de la noche. Las tomas de sangre no paran. ¿Cómo dormir si a cada hora nos levantan para tomarnos una muestra de sangre? El solo hecho de ver a las enfermeras alistando sus agujas me asusta, como también me impresiona ver los gestos de dolor de aquellos cuyas venas se hacen esquivas. No estoy seguro de resistirlo más. Cada pinchazo se ha convertido para mí en un suplicio silencioso que, si bien no me causa dolor físico, hace estragos en mi mente. Mis manos sudan cada vez que pongo uno de mis brazos ante la aguja. Me siento débil. Hago presión con el algodón por más de dos minutos. Intento levantarme, pero estando de pie empiezo a ver sombras. Busco de nuevo la silla para acomodarme. Recuesto mi cabeza sobre la mesa. El número sesenta y nueve se acerca para preguntarme si estoy bien. Le digo que sí. Ella se va a su dormitorio. Yo la sigo después en dirección del mío.
* * *
Y bien. ¡Sobrevivimos! Ha pasado lo más difícil. Es martes en la mañana y ahora las tomas de sangre se hacen cada dos horas. Así será hasta las dos de la tarde. Después de esa hora volverán a pincharnos a las ocho de la noche y luego a las ocho de la mañana del día siguiente. Lo más duro quedó atrás. Solo falta esperar y tratar de llenar las horas que nos quedan de la mejor forma posible. Dormir, jugar, ver películas, leer y conversar forman parte del repertorio de actividades disponibles.
El miércoles en la tarde las enfermeras nos preguntan si queremos caminar por las afueras del edificio. Extrañamente, la mayoría prefiere seguir encerrada hasta el día siguiente, cuando termina la estadía.
Yo soy de los que quiere salir, así que me alisto y bajo con el grupo al primer piso. Ya con las botas y los abrigos puestos, las enfermeras nos cuentan y nos revisan los bolsillos. La excursión dura media hora. Salir hace bien, aunque aumente mi sensación de estar recluido en algún pabellón. El jueves en la mañana los conejillos estamos sonrientes y de buen humor. Nos toman la última muestra de sangre de esta primera estadía y recibimos el refrigerio. Después nos entregan un cheque, no de doscientos dólares, como me había informado el agente, sino de cuatrocientos.
Nadie me espera en casa. Echaré en falta la compañía y el hecho de no tener que pensar qué preparar para comer.
* * *
Han pasado tres semanas. Es momento de regresar a la clínica. Puesto que soy un conejillo inexperto, me pregunto si esta segunda estadía será tan difícil como la primera. Por extraño que parezca, me siento ansioso y expectante por volver al sitio.
En la sala de espera me saludo con las caras amigables. Una conejilla me dice que esta segunda estadía será para ella como un descanso, ya que se siente agobiada por los problemas de la casa y del trabajo. Otro conejillo me dice que para ser mi primer estudio he comenzado por “las grandes ligas”.
–Debió comenzar por un estudio más pequeño. Este es muy largo y difícil– dice con voz de experiencia.
Estar en la clínica no es para mí un descanso. Pero tampoco representa un enorme sacrificio. Es simplemente la continuación de una vida y una rutina que llevo hace ya algunos meses, pero en un lugar diferente y rodeado de personas. Una manera de romper con el silencio y la soledad que hoy imperan en mi vida.
La segunda estadía es como una fotocopia de la primera. De alguna forma, es volver a vivir lo ya se vivió una vez pero con pequeñas variaciones. Es volver a comer el mismo desayuno, las mismas comidas, la misma leche, los mismos espaguetis, el mismo pollo, la misma carne, la misma lechuga, el mismo pan, la misma miel, la mantequilla, el queso, las frutas, las compotas, el cuscús y los otros productos condimentados de la primera vez en el mismo comedor y con los mismos vecinos. Los mismos procedimientos, los mismos horarios. Solo cambia el camarote donde dormimos, algunas caras de empleados que me son desconocidas y las relaciones con algunos compañeros, pues mientras trabo lazos con personas que en la primera estadía no había tratado, con otros voy afianzando los que ya existían y de otras me voy alejando. Me hago amigo de un jamaiquino y un indio, así como de un ontariano que juega cartas, lee revistas y cuenta chistes. Hablo con un colombiano al igual que con unas latinas y quebequenses. La setenta y uno, por ejemplo, se queja de la comida. La sesenta y dos de la cantidad. El veintitantos tiene pinta de estrafalario, el sesenta y cuatro se queda dormido, el sesenta y seis es un enfermo por las mujeres, la ochenta y uno nunca para de hablar, el setenta y nueve es un tipo gruñón…
Pero una cosa sí es cierta: este segundo periodo es más llevadero que el primero. Las primeras dos noches he dormido mucho mejor y no he tenido esas imágenes recurrentes en mi cabeza de las venas de los drogadictos. No hay dolor en los brazos ni en las venas, que siguen respondiendo muy bien a los pinchazos. Recibir el dinero al final de cada estadía es el mejor incentivo para regresar. Si la primera vez fueron cuatrocientos, esta segunda serán ochocientos. El miércoles saldremos de nuevo a dar un paseo alrededor del edificio. El jueves partiremos muy temprano con otro cheque en el bolsillo y las caras satisfechas por el dinero recibido y con la disposición, al menos por parte de algunos, de celebrar la Navidad y el Año Nuevo con dinero en los bolsillos.
* * *
–Ya la gente está tranquila, todo el mundo está más relajado esta vez–me dice la conejilla que se sienta a mi lado.
Es la tercera estadía y tengo la misma percepción que ella. He hablado un poco con otras personas. El ontariano me enseña algunos juegos. El sesenta y seis me habla de las mujeres. El colombiano sobre su vida en los Estados Unidos. El indio de su pasado de boxeador. La ochenta y uno que no para de hablar y la sesenta y nueve que se fastidia de oírla hablar. El gruñón que se enfrenta con los empleados. Los que se divierten jugando cartas, los que son poco sociables, los que trabajan en sus computadores desde la clínica, los que prefieren dormir y los que hablan por teléfono…
Yo por mi parte escucho música y de vez en cuando intento leer. Disfruto a veces de la compañía tanto como de la soledad. Soy como el péndulo que oscila entre el silencio de la introspección y el espíritu abierto de las conversaciones. Después de un rato entre la gente, me veo de repente apartándome a los sitios solitarios de la clínica. No soy el único que lo hace. En un corredor, la espalda apoyada contra una pared, empiezo a leer un libro que me ha prestado una conejilla. Alterno la lectura con la contemplación del paisaje invernal que se extiende más allá de la ventana. Los carros inmóviles en el parqueadero, un puente lejano por el que pasan los vehículos. Edificios en construcción con enormes grúas que los vigilan. Voy a la cama, intento dormir. No me gustan los ronquidos, pero me causa gracia escucharlos. Mi teléfono vibra. He recibido un mensaje. Alguien me ha escrito.
– ¿Cómo va ese brazo? – pregunta mi amiga asesora en temas de salud.
–Muy bien. Fuerte y resistente. Le daré descanso a partir de las ocho de esta noche.
– ¡Ay, pobre brazo!
–Ya están entrenados para el dolor. Ambos son fuertes.
– ¿Y cómo te sientes?
–Bien. Este trabajo es muy bueno. Será difícil cambiarlo por otro.
– ¿Quieres decir que participarías en otro estudio?
–Probablemente.
* * *
Nuevamente la maleta. Es mi último viaje. Una extraña sensación me carcome las entrañas. Me he vuelto un conejillo más experto. Sé exactamente qué llevar y cómo empacarlo. Ya no tengo problema en hacer caber las cosas en las bolsas plásticas. Mis venas están listas, preparadas para el envión final. Me gustaría sentir el dolor de la aguja al traspasar mi piel. Me gustaría que esa aguja perforara mi alma y permaneciera allí clavada por el resto de la vida. Me gustaría sentirme fuerte, dispuesto a soportar cualquier tipo de dolor.
De nuevo el ritual, la entrada en la clínica, los saludos con los conocidos. Somos como viejos amigos que nos reencontramos. Un conejillo se me acerca y me saluda. Me dice que este es un grupo agradable y de gente sonriente. En el aire una pregunta: ¿son las sonrisas el reflejo del temperamento alegre de los participantes u obedecen estas al hecho de haber arribado, después de ciertos sacrificios, a la última estadía? Hemos pasado muchas horas juntos, el equivalente a dos semanas.
Ahora camino por el corredor que conduce al dormitorio. Me detengo un momento ante la ventana. Está nevando. Afuera está oscuro. Los copos de nieve son como luciérnagas blancas que revolotean en la noche. Intentaré dormir. Mañana será un largo día.
Al día siguiente nos despiertan a las cinco. Tengo sueño. He dormido cuatro horas. El desayuno crítico no me resulta tan crítico. Pasamos el día sentados en las mesas, esperando el llamado para dejar que las agujas perforen las mismas venas. A veces duele, a veces no. Las horas se deslizan imperceptibles y apenas caigo en la cuenta de que me han perforado más de veinte veces. La noche vuelve a ser corta y el sueño brilla por su ausencia. Pero lo poco que duermo es suficiente para reparar mis fuerzas y también mi ánimo.
Después de la dura noche que va de lunes a martes reina en la clínica la calma. La mayoría de los conejillos se ha ido a descansar. Se instala el silencio, tranquilidad. Es el descanso que sobreviene al agotamiento. La serenidad que sucede a la tormenta de esa difícil noche.
Hemos llegado al último día. El día del grado pero sin diploma. El día del cheque más generoso.
La nostalgia llega con las despedidas. Salvo algunas casualidades, sé que nunca volveré a encontrarme con mis compañeros. Nadie hará una convocatoria en la que se invite a los participantes del estudio ARG… a una fiesta de reencuentro. Nadie lo hará, claro que no. Pero no sería mala idea.
Escucho frases. “Te doy mi número”, “seguimos en contacto”, “hablamos pronto”, “nos vemos de nuevo”. Gestos y palabras que me conmueven. Y mientras el mundo y la vida siguen su curso, yo continúo sentado en esta silla, tratando de poner punto final a este relato.
David Arias es integrante del comité editorial de la Revista Hispanphone. Lea más artículos del autor.
Carolina Hernández-Hernández estudió artes visuales en el Instituto Nacional de Bellas Artes en México. A su llegada a Canadá continua sus actividades artísticas y obtiene una beca de producción artística y una residencia de creación en Nunavik del CALQ. Sus obras forman parte de la colección de obras de arte del Consejo Nacional de Artes de Canadá y de la colección de obras de arte de la ciudad de Montreal. Sus obras han sido utilizadas para ilustrar publicaciones en Canadá y en Turquía. Esta es su página personal: www.carolinahernandez.ca
Gracias al apoyo de: