Las fronteras simbólicas no se cruzan, se representan. Emigrar es un estado de constante traducción cultural que redefine las nociones de origen y destino.
Por Humberto Medina
Me pregunto si cruzar una frontera, de cualquier naturaleza que ésta sea, no se reduce únicamente a la acción de “atravesar” una línea en la que se deja atrás un territorio para pasar en seguida a otro, sino más bien la entrada a un lugar del que ya no se puede salir. Uno entra a una frontera pero no se sale de ella. No es posible atravesarla porque ella es un constante devenir.
A partir de esta idea de una frontera que no es tanto una línea sino una temporalidad, es que puedo entender la experiencia de Simón Rivas, el personaje principal del cuento “Road Story” de Alberto Fuguet, publicado en el libro Cortos (2004). “Road Story” empieza con Simón en el Gran Cañón del Colorado, en medio de la nada, y comenta para sí, mirando hacia un cielo extenso y aplastante, que tiene la sensación de vivir “entre paréntesis” (165). Simón ha cruzado la frontera pero no lo ha hecho realmente del todo, lo que sucede es que a medida que se adentra en los Estados Unidos, Simón abre un paréntesis en su vida, un paréntesis que se mantiene, con él adentro, como un espacio que no termina de cerrarse. Simón, dentro del paréntesis, pide (al menos) un poco de espacio. Me pregunto si ese espacio que se alarga en el paréntesis no viene a ser el estado definitivo del sujeto que atraviesa una frontera, que se muda de un lugar seguro a otro incierto, que emigra, que se hace otro. La frontera no es (sólo) un lugar, es una experiencia entramada en la historia personal. Imagino, casi veo, que al cruzar la frontera penetramos a una especie de sueño en el que el destino, el otro lado, se aleja a medida que corremos para alcanzarlo. El agotamiento hace que finalmente dudemos de la posibilidad de terminar de cruzar la frontera, que no podamos llegar a la disolución última de nuestra extranjeridad en el territorio de destino; la (no siempre) sutil línea del origen no cesa nunca de delimitarnos.
“Road Story” comienza como debe comenzar una historia de la frontera: in media res, es decir, en mitad de la historia. En una frontera, cultural, simbólica, entre Chile y Estados Unidos. Sabemos, después, que Simón ha huido de Chile porque su vida, tanto profesional como personal, se ha desarreglado por completo, se ha vuelto ajena para él, entonces decide huir silenciosamente a los Estados Unidos. Allí comienza este “cuento de carretera” que lleva a Simón por diferentes experiencias extremas, entre ellas un paseo por Ciudad Juárez con una boliviana que recién ha conocido, Adriana, y que termina, ella, sufriendo un ataque de cirrosis hepática que lleva a que Simón deba cuidarla con dedicación y, por ello, se fortalezca su relación. Simón y Adriana son personajes transformados por la experiencia del cruce de fronteras, no sólo porque se han ido de sus propios países sino porque en ese movimiento han conjurado una especie de ritual de transferencia de ropajes, se han vestido y revestido con un nuevo lenguaje. Entran en un territorio en el que, producto de una mezcla de recuerdos y vivencias (cruce de lugar y memoria), se van hibridizando sus identidades de chileno y boliviana con el medio oeste americano. ¿Qué puede significar traducir una identidad, un discurso del yo? Esencialmente, es reescribirlo. Es un ejercicio formal de encontrar en otro lenguaje esa misma esencia que suponemos existe en el individuo. El “juego” está en que la forma ofrece otro matiz, otro tono, otra materialidad del objeto que necesariamente afecta la construcción del contenido.
En el cuento de Fuguet hay una referencia interesante que hace resonar esta hibridez de la traducción que divide las miradas. Simón viaja en un tren a lo largo de la frontera con México, a la altura de El Paso y Ciudad Juárez, y desde el tren señala: “Está la línea férrea, una reja, un acantilado y una miseria de río que a este lado se llama Grande y al otro Bravo (…) Al otro lado no hay reja. Hay cerros secos cubiertos de chozas (…). A lo largo de todo el río hay cientos de personas mirando cómo pasa el tren. Están esperando que oscurezca. Están esperando cruzar” (196). Un río con dos nombres, pero también una experiencia del río que se desdobla en dos experiencias: Cruzar la frontera y devenir otro/Defender la frontera para no devenir otro. Pero en el movimiento radical de atravesar una frontera, sea ésta territorial o simbólica, nadie queda indemne. El sólo movimiento, el gesto, el paso, el inicio del cruzamiento, aún en silencio, desata el irreversible proceso de devenir otro, no sólo en la persona que muda de territorio sino en aquella que originalmente habita en ese territorio. Todo cambia, todo se traduce, uno deviene frontera, traducción constante, transliteración y transferencia de lenguaje.
La frontera se hace visible en toda una gestualidad de las identidades que, en territorios extraños, busca redefinirse. Uno actúa y actualiza la frontera en cada gesto “extraño” que, desde su origen, parece siempre una traducción. La frontera se vuelve observable al momento en que nos convertimos en representación de un entre-lugar identitario, un momento de traducción. A veces es un momento que reaviva una herida, un dolor, un duelo; en otros la frontera representa un reto, un desafío. Cruzar un río y superar las resistencias de la corriente. Y después de la corriente, del territorio al que llegamos. El río Grande/río Bravo que somos.
Quiero moverme ahora al terreno de la traducción porque creo que en él se representa de manera clara el papel del sujeto que “hace” frontera. La traducción está llena de complejidades, pero en la percepción más convencional se suele pensar que el objetivo de la traducción, como consecuencia del dominio de dos idiomas, es sentir la esencia de una frase en un idioma para llevarla, de la manera más natural posible, a otro idioma. Aquí el concepto problemático es naturalidad o naturaleza de un lenguaje. Asumir que, efectivamente, en la transferencia de un idioma a otro, o en el cruce de una frontera lingüística, se puede borrar todo aquello que hace del lenguaje mismo una extrañeza. Walter Benjamin en “La tarea del traductor” (En: Illuminations, 1968) señala que la traducción no sólo tiene que lidiar con el contenido de una frase sino con la materialidad misma de una palabra. La palabra no es un vehículo transparente, es más bien un sello que re/produce una impresión material. Para Benjamin la tarea del traductor es encontrar en el lenguaje al cual se traduce el eco del lenguaje original. Y aquí por eco no entiendo el espíritu de la palabra sino la impresión material que esa palabra produce. Su textura, resonancia, incluso su extrañeza. Es en este sentido que la traducción supone, para el texto, una vida después de la vida. En la traducción el texto original adquiere una nueva materialidad, una nueva textura en la que resuenan los giros del idioma original. Como dice Benjamin, la traducción debe tocar el original sólo en un punto (el del sentido) y seguir luego su camino en libertad pero respetando la fidelidad del texto. Citando a Rudolf Pannwitz, Benjamin ofrece un comentario interesante que parafraseo aquí usando el español y el francés como ejemplos. Al traducir del español al francés asumimos una falsa premisa si queremos transformar el español en francés. Debemos más bien transformar el francés en español y dejar que el francés se vea “poderosamente afectado” por el español. El nuevo texto, escrito en correcto francés, se vería potenciado porque en él hay una resonancia y un eco del español. Es un idioma tocado por otro, un idioma con un eco, con un doble.
En “Road Story”, después de varios días en Estados Unidos, en los que Simón empieza a establecer una cercanía con Adriana, la sigue, la cuida después del episodio de la cirrosis y se van perdiendo un poco en ellos mismos, Simón se levanta un día de la cama, sale de su cuarto de hotel, pasea en los alrededores del hotel. Se encuentran en una pequeña ciudad de Nuevo México llamada Truth or consequences, una ciudad que antes se llamaba Hot springs pero que sus propios habitantes le cambian el nombre a La verdad o las consecuencias. Los nombres cambian y las sensaciones también se transforman. Simón ve el paisaje de Nuevo México y ve en él algo de Chile, “El paisaje le recuerda el Cajón del Maipo” (219), y no puede evitar sonreír. La historia cierra con una nota positiva ante la experiencia del cruce de fronteras. La mirada de Simón finalmente empieza a ver ecos de Chile en el paisaje americano, como una traducción que no cesa de hacer resonar el idioma original. Es la nostalgia, por supuesto, pero Simón sonríe, “no puede dejar de sonreír”, y ese gesto podría reflejar un cese de la resistencia del extranjero al nuevo territorio, en parte porque hay algo ya familiar en ese territorio: Adriana; y simbólicamente a eso se le suma una superposición del recuerdo de Chile que, como una pequeña diapositiva que se coloca frente a los ojos, resemantiza los contornos del paisaje. Simón se va de Chile, se siente “entre paréntesis”, abrumado, se encuentra en territorio extraño, pero la extrañeza se familiariza con una superposición formal, con una experiencia entre-lugares que hace de esa traducción cultural una manera de construir los dos territorios en una montaje simbólico.
Los escritores que exploran la experiencia del inmigrante y del sujeto que “hace” frontera, autores como Fuguet, Junot Díaz, Luis Humberto Crosthwaite, muestran que la frontera no es una línea que separa sino una red de relaciones que introduce una problematización del territorio al convertirlo, con la experiencia del sujeto migrante, en un territorio abierto a la traducción de culturas. Problematizar en este caso no es una característica negativa, al contrario, problematizar supone hacerse preguntas sobre la manera en que se presenta y se construye la realidad y encontrar maneras novedosas de lidiar con una experiencia de hibridez cultural. El ejercicio del migrante es el de hacer extraño un territorio que se asumía sólido y estable. La extrañeza produce una inestabilidad necesaria, una dinámica de relaciones diferentes entre nacionales y migrantes. Ambos se interpelan pero también se modifican y se vuelven, ambos, sujetos de frontera.
El sujeto migrante se identifica en un constante devenir, en un llegar a ser que nunca es completo (¿tiene que serlo? ¿existe una experiencia “completa”?). Somos esa frontera entre el aquí/allá, el presente/pasado. Y el allá-pasado será siempre el modelo formal a partir del cual podremos traducir el aquí-presente de manera comprensible. Homi Babha en The Location of Culture señala que en estos momentos nos encontramos en el tránsito en el que espacio y tiempo se cruzan para producir figuras complejas de referencia e identidad, pasado y presente, dentro afuera, inclusión y exclusión (2). Babha reflexiona sobre la manera en que podemos abrir espacios de articulación de las diferencias culturales. La identidad puede construirse en espacios marcados por la diferencia, no para borrarlas sino para negociar las traducciones que permiten el intercambio, el compromiso y el entendimiento. En la traducción las diferencias lingüísticas encuentran sus ecos, sus reflejos y sus contactos. Como en la traducción, la frontera no es espacio de separación sino de encuentro.
No es una novedad decir que la identidad ya no es una categoría estable, que no es un contenido fijo ni un discurso inamovible. Podría parecer ya una obviedad decir que la identidad es una constante reescritura producto de las relación entre lo uno y lo otro, sin embargo, tampoco parece estar de más recordarlo. No ahora que se han intensificado los actos de terrorismo producto de identidades asumidas con demasiado dogmatismo, que parecemos vivir entre amenazas de bombas y muros que mantendrían lo extraño siempre afuera. Creo que uno de los aspectos más importantes de la migración es que ella hace del territorio un lugar reversible, un lugar que se deja mirar desde dos puntos de vista, desde los dos extremos de la frontera. El migrante es el sujeto performativo de esa doble perspectiva. Desde su prisma las cosas adquieren otro nombre y el lenguaje que nombra se hace más complejo, se vuelve poroso, flexible. Los entramados de las ciudades, las calles, sus espacios y plazas adquieren una doble textura en el fluir de palabras, idiomas. Lenguajes que, en ese amplio territorio lleno de puentes que es la frontera, ofrecen, como diría Benjamin de toda traducción, una segunda vida para quien se acepta como un sujeto en constante transformación.
Humberto Medina (Caracas, 1974). Sociólogo, Máster en Literatura Latinoamericana. Se desempeñó como profesor de literatura en la Universidad Simón Bolívar en Venezuela. Narrador. Ganador del Concurso de Autores Inéditos de la editorial Monte Ávila Editores en el 2012. Actualmente estudia el doctorado en Literatura en la Universidad de Montreal con una investigación sobre la narrativa latinoamericana de vanguardia y la tecnología de medios. Leer más artículos del autor.