Un adelanto de la próxima novela del escritor Mario Bellatin: una sombría colonia de discapacitados, recluida y acorralada por perros voraces, recibirá clases de literatura.
Por Mario Bellatin
Con ilustraciones de Vladimir Valiente
Dejadlos: son ciegos que guían a ciegos.
Y si un ciego guía a otro ciego,
los dos caerán en el hoyo.
Mateo 15: 14
Nota del editor:
En la tradición japonesa existe un tipo de relato denominado Moroa Monogatari. Se trata de textos cuyos protagonistas son siempre discapacitados. Este tipo de narración se puso de moda en la isla tras los sucesos de Hiroshima.
Habitamos, Isaías, en la Colonia de Alienados Etchepare. Allí mismo, donde los recluidos convivimos con jaurías de perros salvajes, al parecer, imposibles de erradicar. Los grupos de ayuda animal protestan cada vez que las autoridades intentan tomar medidas para impedir que los canes ataquen a nuestros compañeros. De cierta manera, todos aquí somos considerados pacientes. Los perros aprovechan cualquier descuido para matarnos a mordiscos. Principalmente a los internos con problemas de ubicación. A quienes de pronto ignoran dónde se encuentran recluidos y salen sin más, en medio de la noche, hacia el bosque que rodea los pabellones. Pero nosotros, Isaías, los ciegos y sordos, somos diferentes. Nos encontramos hospedados en otro punto de la Colonia de Alienados Etchepare. Somos parte del grupo de sordos, ciegos y mudos que —ignorábamos hasta hace poco las razones— nos hallamos confinados en una institución pensada originalmente sólo para dementes. Quizá para que no les hagan demasiadas preguntas con respecto a nuestra permanencia en un lugar semejante, de vez en cuando nos mantienen ocupados con algunos cursos que nos dictan un grupo de maestros invitados. El último lo llevó a cabo un escritor que, descubrimos luego de tratarlo, era un sujeto carente de talento. Fue la conclusión a la que llegó el grupo después de su intervención. Se trataba de un escritor fracasado. Las autoridades de la Colonia de Alienados Etchepare nos trajeron a un autor que dejaba mucho que desear —para colmo físicamente deforme—, con el fin de que nos impartiera un curso al final del cual y de allí en adelante, seríamos capaces de redactar —sin necesidad de abandonar el lugar donde nos encontramos recluidos— nuestros propios libros. El sujeto llegó con la idea de lograr que entre los miembros del pabellón creáramos un texto en conjunto. Yo estoy internada aquí contigo, Isaías, sé que es inútil decírtelo: eres ciego y sordo como yo. Pero a diferencia mía tú no ves ni escuchas. Yo, en cambio, soy ciega como tú, pero puedo llegar a oír algo. Lo sabes perfectamente, Isaías, pero siempre quieres que te repita cómo, a partir de una colecta pública, se logró que me sometieran a una operación de implante coclear, la manera en que se conoce la inserción en el oído de un aparato que amplifica millones de veces los sonidos alrededor. En tu caso, Isaías, como sabes, no fue posible conseguir los fondos necesarios para una intervención semejante. Es por eso que eres ciego y sordo a la vez. Mientras tanto, mi trasplante debe servir para los dos. Esa fue la orden que dio nuestra madre luego de que me repuse de la operación. Por ese motivo, más que un par de ciegos y sordos que siempre andan juntos, para muchos somos casi hermanos siameses. Debemos estar unidos el uno al otro, Isaías, en todo momento. Yo llevo cargada del cuello, atada con una cuerda gruesa, una computadora portátil donde voy anotando lo que va sucediendo en la vida cotidiana, lo que escucho a lo largo del día. Esta computadora está conectada al aparato electrónico de Braille que tienes contigo siempre entre las manos. Se trata de un instrumento en forma de tubo, donde se van activando señales según las teclas de la computadora que yo presione. Es de ese modo como te has ido enterando en todo este tiempo, Isaías, de los pacientes muertos a consecuencia de los perros salvajes que habitan en los bosques de la Colonia de Alienados Etchepare. De las marchas que, de vez en cuando, organizan en las afueras de la institución los grupos de defensa de la vida animal con el fin de impedir que las autoridades acaben con las jaurías. Te he contado más de una vez, que jamás nadie ha reclamado por la muerte de un loco. De este modo también —mandando señales a tu aparato— te voy explicando, Isaías, los pormenores del curso que nos imponen esta mañana de primavera. El escritor contratado llega al salón, lo presentan sin demora para, muy rápidamente, dejarlo solo con el grupo. De inmediato advierto que este maestro no tiene experiencia en tratar con ciegos. Lo intuyo. Eso me lo corroboran, tanto tú como, semanas después, la supervisora de la Colonia de Alienados Etchepare, quien me describió cómo, al comenzar a explicar la forma en que iba a ofrecer el curso, movía con un énfasis exagerado el único brazo del que dispone. Apenas el maestro entró al salón, tú, Isaías, me mandaste el mensaje informándome que se trataba de un creador mediocre. Me dices que lo has sentido por el vaho que te llegó por medio del olfato. Qué destreza la que has desarrollado, hermano, esa de reconocer y reconstruir a las personas por el aliento que emana de sus bocas. Pero tratemos, Isaías, de no decir más acerca de las sesiones de trabajo de este taller de escritura que nos ha impuesto el comité directivo de la Colonia de Alienados Etchepare.
Nuestra madre estuvo de acuerdo, una vez que fuimos conectados uno al otro a través de los aparatos que cargamos el día entero, con la decisión de mantener nuestros secretos. Ese pacto, Isaías, de no hablar demasiado de las cosas que nos son ajenas, que no provienen de nuestro interior, lo hemos mantenido intacto. Habrá quienes crean que la información compartida va en un solo sentido. Mi computadora —que, como sabes, no abandono nunca— recibe también mensajes que me envías en forma constante. Los hay de toda índole. Casi siempre son asuntos divertidos los que me participas a través del tubo que llevas aferrado entre las manos. Sin embargo, Isaías, hay algunos que preferiría no fueran emitidos. Son los que, por lo regular, llegan a horas de la madrugada cuando me encuentro profundamente dormida, anunciándome que tienes la inmediata necesidad de utilizar el baño. Estando en el lugar donde nos encontramos, la Colonia de Alienados Etchepare, encima de la inmensa pereza que me produce levantarme para conducirte a satisfacer tus urgencias, está presente el peligro que significa recorrer a oscuras las instalaciones del lugar. Ya te he contado, Isaías, que hasta ahora las víctimas de los perros que habitan el bosque han sido casi siempre pacientes dementes o seniles. Sin embargo, hasta hace relativamente poco, me he puesto a pensar que tanto tú como yo somos parte del grupo de los internos más vulnerables. Lo hacemos con regularidad: salir ambos a tientas con dirección a los baños ubicados fuera del pabellón. Dos hermanos caminando a tientas, acechados por jaurías de perros en estado salvaje. A veces pienso, Isaías, en las razones que pueden llevar a los ciudadanos a clamar con furia —desde acá puedo oír de vez en cuando los gritos que emiten durante sus manifestaciones— por el respeto a la vida animal. Algunos de los manifestantes aducen que los animales han estado allí desde siempre. Que descienden, Isaías, de los dogos que criaba el doctor Etchepare antes de morir y donar la mansión que habitaba con el fin de convertirla en una institución para enfermos mentales. Pero, según los testimonios escuchados, es imposible que todos esos canes provengan de una misma familia. La supervisora con quien converso de vez en cuando me cuenta que hay perros grandes y pequeños, de distintas formas y colores.
Me parece entonces más convincente, Isaías, la teoría de que se trata de perros abandonados por sus dueños, que, hartos de criar al animal, lo arrojan en la zona trasera de la institución donde, me han contado, los muros están derruidos. El crecimiento de las plantas y malezas se confunde con lo que fueron los límites originales de la Colonia de Alienados Etchepare. La supervisora me refirió que cierta vez las autoridades de la institución y los líderes de las brigadas de defensa animal llegaron a un acuerdo: iban a recoger a buena parte de los perros para trasladarlos a zonas alejadas. No los matarían, Isaías, sólo iban a ser reubicados. Fueron días de mucha actividad. Cuadrillas de hombres ingresaron a las instalaciones, seguidos de muchos de los dirigentes. Me dicen, Isaías, que se tuvieron que utilizar incluso balas adormecedoras para cumplir con la misión. Que en total hallaron cerca de cincuenta perros, los que habían hecho sus madrigueras en los lugares más recónditos de la Colonia de Alienados Etchepare. Al contarme estos detalles, Isaías, pude darme cuenta de que nos encontramos en un territorio realmente grande y plagado de vericuetos. La misma supervisora me contó que aquella operación resultó inútil. Que se llevaron a los animales a cientos de kilómetros de distancia hacia el sur. Los transportaron a una zona boscosa. Allí soltaron a los perros, Isaías. El fracaso del operativo se hizo evidente porque, dos semanas después, los animales habitaban nuevamente en la Colonia de Alienados Etchepare, donde ahora nos encontramos recluidos. Y parece que regresaron hambrientos, Isaías, porque en aquel tiempo ocurrieron dos ataques mortales contra grupos de pacientes. Desde entonces se dejó de elaborar estrategia alguna en contra de las jaurías. Continúan allí. Me dicen que casi nunca se dejan ver. Sólo se aprecian algunos ejemplares, los que se han hecho amigos de ciertos pacientes e incluso —eso sólo es un rumor— de algunos empleados de la institución. Yo siento su presencia en las noches. Oigo que husmean alrededor de nuestro pabellón de vez en cuando. Sé también que comen los restos dejados en el área de los basureros. Me cuentan además, Isaías, que los canes no sólo se alimentan de los pacientes o de los desechos de la cocina sino que las brigadas que los protegen dejan costales de comida en la parte trasera de la propiedad, donde el muro se va deshaciendo hasta confundirse con la vegetación. Es uno de los misterios con los que convivimos: que luego de la fallida operación de traslado, las autoridades de la Colonia de Alienados Etchepare no hayan vuelto a tomar medida alguna en contra de la población canina. Una actitud casi tan misteriosa como la de mantener dentro de las instalaciones al grupo de ciegos, sordos y mudos que habitamos este pabellón; y tan curiosa asimismo, como la contratación de este escritor que va a tratar de enseñarnos la manera de redactar nuestros propios libros. Lo que vamos a intentar durante los próximos días, comenzó diciendo… y allí se interrumpió, Isaías, o ya yo no capté bien lo que quiso expresar. Empecemos, repitió. Soy Bellatin, mucho gusto, soy escritor, y lo que pretendo hacer esta semana, con la ayuda de ustedes, es que entre todos construyamos un texto. Un libro. Así empieza el curso, Isaías. Luego de presentarse, como te lo acabo de describir, nos informa que le parece superada la idea clásica acerca de los géneros literarios. Es cosa del pasado, recalca, hablar de novela, cuento o ensayo. Quiero que hagamos un texto que no lleve ninguna de las etiquetas de costumbre. Desea un escrito, Isaías, que dé la impresión de haber sido realizado por una sola persona y no por el grupo en general. Pretende llevar a cabo semejante ejercicio con el fin de recrear, en cada uno de nosotros pero de manera colectiva, lo que experimenta un autor cuando escribe en medio de la soledad más absoluta. Nos pide que no hagamos caso, Isaías, a impedimentos externos. Y menos aún a las limitaciones físicas presentes en cada uno de quienes estamos reunidos en el salón. Por supuesto, Isaías, —lo dice de manera expresa— él mismo se incluye dentro del grupo del que formamos parte: el de los baldados. En este momento, Isaías, llegan más compañeros. Piden que los disculpen. Algunos aducen que se perdieron en el camino. Alguien dice que preguntó la dirección a un transeúnte y lo mandaron por la ruta contraria. Otra asegura que a la hora pactada no estaba disponible el chofer que la traería a tiempo a la Colonia de Alienados Etchepare. Tanto tú como yo, Isaías, sabemos que es mentira. Que ninguno viene de otra parte. Que todos nos encontramos internados de manera clandestina, en uno de los pabellones que integran la Colonia de Alienados Etchepare. Pero, para muchos, Isaías —me parece que para la mayoría— aquello da la impresión de ser motivo de vergüenza. Tanto tú como yo lo hemos discutido más de una vez: si nos sentimos cómodos perteneciendo a una institución pensada sólo para dementes, y en las condiciones en las que se encuentra, además, con problemas de calefacción y suministro de agua, y las no tan higiénicas medidas —eso me lo ha contado, Isaías, la supervisora en un momento de franqueza— con que preparan nuestros alimentos en la cocina. Ahora el escritor está explicando lo mismo al grupo que acaba de llegar. Nos está diciendo de nuevo a todos, incluidos nosotros dos, que la idea de sus visitas de estos días será la de recrear lo que sucede en el estudio de un escritor cuando se encuentra sin nadie al lado. El momento en que se enfrenta, sin compañía, a su propio trabajo. Uno suele sufrir mucho cuando está realizando un texto, nos aclara. Se trata de un dolor muchas veces más espiritual que físico, continúa, aunque se detiene a describir la forma en que la mano se le cansa con frecuencia. Nos pregunta, entonces, que quién de nosotros no ha escuchado decir varias veces, a quienes desarrollan obras escritas, que en ocasiones se bloquean o que no cuentan con el tiempo necesario para dedicarlo de manera completa a una práctica semejante. Algunos se quejan de no poseer los conocimientos suficientes que les permitan redactar algo que valga la pena ser leído por los demás. Solemos pensar, continúa diciendo el maestro, que hay una manera única de hacer las cosas. Y, como muchas veces no tenemos ni siquiera una idea lejana de cuál sería la forma correcta de llevar a cabo nuestros proyectos de escritura, se nos dificulta hasta tal grado el reto de crear que terminamos por abandonar cualquier intento. La regla básica, se supone, Isaías, va a consistir en que cada uno de nosotros elabore solamente una cuartilla, una sola, de forma tal que cuando nos reunamos para leerlas en voz alta nos hagamos la idea de que el texto completo fue realizado por cada uno de nosotros. Lo que pido es, dice el maestro, que de aquí al viernes tengamos un libro terminado. Yo entiendo que muchos de ustedes sufren de dificultades físicas. Sé que algunos no pueden ver; otros no oyen; hay dos que ni ven ni escuchan; yo mismo debo teclear mis escritos en una máquina Underwood utilizando solo un dedo. Sin embargo, no deseo que nuestra condición sea impedimento para lograr nuestro objetivo. Hoy es lunes. De aquí al viernes contamos con cinco días completos de trabajo. Recuerden que debe tratarse de un texto que posea la suficiente calidad literaria como para ser publicado en este y en cualquier otro país. En mi vida de escritor he realizado constantemente ejercicios semejantes, nos cuenta con una seguridad tal, Isaías, que cualquiera podría pensar que se trata de alguien famoso. El maestro continúa. Tú y yo sabemos que este curso no nos va a servir en lo más mínimo. No tenemos escapatoria.
Mario Bellatin es uno de los más destacados narradores hispanoamericanos de hoy. Tiene raíces peruano-mexicanas y es autor de Salón de Belleza (1994), El jardín de la señora Murakami (2000), Flores (2002), Lecciones para una liebre muerta (2005), entre otras obras. Está embarcado en un enorme proyecto literario: la edición de cien libros suyos en formato mínimo y con tirada de mil ejemplares cada uno. Los comercializará por su cuenta. En Montreal puede encontrar sus obras en la Librería Las Américas.
Vladimir Valiente nació en El Salvador y arribó a Canadá en 1986. Estudió pintura en el Instituto Cabanas en Jalisco, México. Es licenciado en Bellas Artes por la Universidad de Concordia, Montreal, y diplomado en estudios de arte en el Capilano College, Vancouver. Su obra forma parte de colecciones privadas en México, Estados Unidos, Chile, Cuba (Casa de las Américas), Canadá y Francia. Más sobre su trabajo en www.valienteart.com
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